Por Elvis Costello
Página 12 (Ar)
Una historia que repasa desde el mismísimo comienzo en sus voluminosas memorias, que Malpaso acaba de publicar bajo el título de Música infiel y tinta invisible. Aquí se anticipa el primer capítulo, donde Costello cuenta cómo siendo un niño iba a ver a su padre, también músico, tocando en la orquesta de Joe Loss en un tugurio llamado Hammersmith Palais, mito de origen de quien luego sería una estrella con brillo propio.
Creo que fue mi amor a la lucha lo que primero me llevó a esa sala de baile.
Durante mi infancia, prácticamente no pasaba una semana sin que mantuviera el siguiente diálogo con un desconocido:
-¿Eres pariente?
-¿Perdón?
-Que si eres familia del luchador.
Mi madre a veces soltaba una carcajada indulgente, como si dijera: “Caramba, no había oído eso en mi vida”.
Yo me sentía incómodo.
De todos modos sospechaba que a lo mejor era pariente lejano de Mick McManus, un luchador profesional omnipresente en los combates televisados del sábado por la tarde. A principios de los sesenta, las peleas carecían de la pirotecnia de los espectáculos de ahora. No eran más que unos comediantes untados de aceite, tipos como Jackie Pallo o Johnny Kwango que forcejeaban y lanzaban a unos sudorosos contrincantes de pocas luces por el interior (y a veces por el exterior) de un pequeño cuadrilátero delimitado con cuerdas.
Mick McManus escribía su apellido como mi padre hasta que éste añadió una a y lo convirtió en MacManus porque le resultaba más distinguido y le gustaba más así escrito.
Cualquiera podía ver que yo tenía la misma complexión baja y fornida que “el hombre a quien te gusta odiar” y también el mismo pelo negro engominado.
Más adelante me contaron que Mick, igual que yo, tenía un punto flaco: las cosquillas. A final de su carrera sufrió una rara derrota cuando su oponente utilizó esta táctica ruin: el campeón abandonó el combate indignadísimo.
Allá por 1961, yo practicaba mi patada de tijera delante del televisor y luego me desplomaba como si me hubieran dado un revés. Al final, tanto saltar desde los muebles acabó irritando a los vecinos y, como mi madre quería limpiar la casa, que convenció a mi padre para que los sábados por la tarde me llevara con él al Hammersmith Palais.
Ése era el lugar de trabajo de mi padre. Su oficina. Su fábrica.
No era más que un viejo cobertizo para tranvías convertido en una sala de baile embutida entre el pub Laurie Arms y una hilera de tiendas que había justo al lado de Hammersmith Broadway.
Si los demás padres volvían a casa a las cinco y media, el mío se iba a trabajar a las seis; y los sábados por la tarde a cantar con la Joe Loss Orchestra.
Las paredes del Palais parecían hechas de terciopelo oscuro, pero si pasabas la mano se te quedaba llena de polvo. Tenían un olor y un tacto extraños. Aquello no parecía lugar para un niño.
Hoy en día se hace difícil imaginar un local que abra por la tarde para tan pocos clientes, pero cuando la orquesta de Joe Loss aparecía sobre la plataforma giratoria olvidabas que era aún de día.
Me daban una limonada y una bolsa de papas fritas y me colocaban en la galería que daba a la pista de baile con instrucciones estrictas de no hablar con nadie.
La clientela era tan curiosa como escasa. Cuando señalé a dos señoras mayores que bailaban juntas, me dijeron que eran dos “solteronas”.
Había una madre que enseñaba pasos de baile a su hija pequeña y a veces se la colocaba sobre los pies para que la niña captara el ritmo.
Los amos de la pista eran los bailarines de competición, que aprovechaban las tardes del sábado para practicar. Custodiaban celosamente su territorio y no toleraban niños u otros obstáculos frívolos. Desde mi posición estratégica, sus expresiones altaneras y aquellas poses en las que de pronto se quedaban paralizados me parecían bastante cómicas, tan cómicas como su manera de inclinar la cabeza y mover el cuello como los pollos al picotear. A veces daban miedo, sobre todo cuando se lanzaban a galope tendido en los pasos rápidos. Los soldados de infantería temen las cargas de caballería por la misma razón.
No había nadie más en la galería excepto las mujeres del guardarropa y otra que vendía refrescos en el quiosco. Creo que mi padre le había pedido a una de ellas que de vez en cuando me echara un vistazo y se asegurara de que no me había escapado, pero aquella mujer no tenía que preocuparse porque yo no apartaba los ojos de la banda.
En aquella época, la orquesta de Joe Loss era una de las bandas de baile más exitosas del país. La formaban tres trompetas (a veces cuatro), cuatro trombones, cinco saxofones, una sección rítmica y tres vocalistas. La banda abría y cerraba cada actuación o programa de radio con su canción insignia, “In the Mood”, que habían tomado prestada de la orquesta de Glenn Miller. De hecho, seguían tocando muchas melodías de Miller de los años de la guerra: la hermosa y sentimental “Moonlight Serenade”, “Pensylvania 6-5000” (donde los músicos gritaban el número de teléfono del título) y “American Patrol”, que era mi favorita, probablemente porque se parecía al tema musical de una serie de policías y ladrones.
Joe Loss compensaba su falta de atrevimiento musical contratando arreglistas con buen oído para las fugaces modas de la música de baile. Consiguieron un éxito con “Must Be Madison” y grabaron melodías pegadizas con títulos tan absurdos como “March of the Mods”, “March of the Voomins” y “Go Home, Bill Ludendorf”, que mi padre compuso con Syd Lucas, el pianista de la banda.
Mi infantil y poco refinado oído se dejaba fascinar por efecto de campana que creaba la sección de viento en “Wheels Cha Cha”, y esperaba impaciente a que sonara un tango o un pasodoble por lo cómicos que eran los pasos de baile, o una samba, porque entonces mi padre tocaba las maracas o las congas.
Los bailarines de competición no eran muy entusiastas de los vocalistas porque eclipsaban el ritmo con el fraseo, de manera que en la sesión vespertina mi padre sólo conseguía cantar un par de canciones. En esos momentos me impacientaba: daba pataditas a la pared de la galería y hurgaba con el dedo en una tapa giratoria montada sobre la mesa hasta que sacaba el dedo gris y cubierto de ceniza.
Al final llamaban a mi padre al micrófono para que cantara una canción en español, idioma que además sabía hablar. En una ocasión provocó el sonrojo de la mujer española de un amigo mío cuando ésta le preguntó dónde había aprendido el idioma. “En la cama”, contestó él.
Creo que era cierto.
Su talento para aprender canciones fonéticamente le permitía engañar a cualquiera cuando tenía que cantar en italiano, francés e incluso en yiddish. El éxito internacional latinoamericano “Cuando calienta el sol” y el clásico del pop italiano “Roberta” (que Peppino di Capri cantaba con voz trémula y mi padre interpretaba en español) eran dos temas que le oía cantar esas tardes. Al final las acabó grabando en un disco que llevaba el maravilloso título de Go Latin with Loss, donde Loss también cantaba “La bamba”, canción mexicana popularizada por Ritchie Valens.
Mi padre no tenía el porte del clásico cantante romántico. Sólo medía uno sesenta y cinco y llevaba unas gafas de pasta negra parecidas a las que yo he usado a lo largo de casi toda mi carrera. Iba muy repeinado, con el pelo negro azabache pegado a los lados y un discreto tupé, hasta que cedió a la moda de peinarse hacia delante hacia 1965, cuando comenzó a comprarse botas Chelsea con tacones cubanos en Toppers, la tienda de Carnaby Street.
En 1961 tenía mi padre treinta y tres años. “Los chicos de la banda”, así los llamaba siempre mi padre, me parecían hombres mayores, pero probablemente sólo rondaban los cuarenta o los habían cumplido no hacía mucho. Llevaban el uniforme de la banda: chaquetas de solapa redondeada color burdeos o azul celeste y pantalones de etiqueta con una franja lateral de satén.
En las sesiones de tarde, mi padre llevaba un traje de calle oscuro, pero tenía otro de etiqueta para cuando la ocasión lo requería. La costumbre de ponerse un traje para ir a trabajar se me quedó tan grabada que, a día de hoy, la temperatura ha de superar los 35 grados para que me quite la chaqueta.
Una tarde de 1980, cuando yo ya había disfrutado de mi breve momento de infamia pop, mi padre y yo estábamos charlando con Rose Brennan, una vieja estrella de la canción de la banda de Joe Loss, y con el bailarín Lionel Blair en una zona separada por una cortina de la sala de baile de un hotel de Lancaster Gate. En la pantalla del televisor veía al señor Loss dirigiendo su banda con ese estilo que me resultaba tan familiar desde la infancia. Seguía apuntando con la batuta al suelo y luego al techo con un rápido giro de muñeca, siempre con el meñique delicadamente extendido al tiempo que daba vigorosos saltitos sobre las puntas de los pies y luego sobre los talones y se le desmelenaban un par de mechones de su pelo engominado, antes negro y ahora canoso.
Un ayudante de producción me dio un golpecito en el hombro y me dijo: “Recuerda, cuando Eamonn te presente di lo que hemos acordado o lo confundirás completamente”.
Eamonn era el excomentarista deportivo Eamonn Andrews, un hombre que poseía la impresionante complexión de un boxeador y había hecho carrera en la radio irlandesa antes de hacer sus primeras apariciones en Inglaterra con la orquesta de Joe Loss y pasar a ser presentador de varios programas televisivos que se emitieron durante años. La fama le había llegado, sobre todo, presentando This Is Your Life, un programa que había comenzado a emitirse a finales de los cincuenta y que ahora entraba en su segunda década en antena después de iniciar una segunda etapa en 1969.
Para quienes no lo recuerdan, Eamonn se acercaba a hurtadillas a un lugar predeterminado, como si fuera una emboscada. En la mano acarreaba un gran libro rojo que llevaba impreso el título del programa, y sorprendía a su presa con el dramático anuncio de que debía cancelar todo lo que tenía planeado para esa velada porque “¡esta noche, ésta es su vida!”. Entonces, por lo general, se introducía rápidamente a la víctima en un coche que lo llevaba velozmente a un estudio de televisión, donde su familia y amigos aparecían cruzando un arco precedidos de una fanfarria y una introducción similar a ésta: “Era el niño que cantaba en el coro de la iglesia y se sentaba a su lado en la capilla y le metía ranas vivas en la sotana. No lo ha visto desde 1932, pero esta noche está aquí...”. Aquello daba paso a carcajadas y lágrimas y se narraba una versión un poco selectiva de la vida de esa persona.
En aquella ocasión, la trampa ya estaba tendida aprovechando que Joe Loss tocaba en una cena para conmemorar su cincuenta aniversario en el mundo del espectáculo. El cómico Spike Milligan entró en el salón verde con unos minutos de adelanto. Yo ignoraba que tuviera la menor relación con Joe Loss, pues su fama radiofónica de los días de The Goon Show y sus libros Puckoon y Adolf Hitler: My Part in His Downfall parecían proceder de un universo distinto, pero resultó que había hecho algunas de sus primeras apariciones con la banda durante las actuaciones de verano en ciudades como Bridlington.
Todos nos apiñamos en torno al televisor para presenciar el gran momento. Eamonn Andrews apareció entre las sombras mientras se apagaban los aplausos de la pieza anterior. Unas cuantas risitas y gritos ahogados casi malogran la sorpresa.
Las víctimas caían en la cuenta de que estaban en This Is Your Life cuando Eamonn hacía acto de presencia. Unos retrocedían fingiendo alarma, otros reían de manera histérica y unos pocos derramaban lágrimas. Algunos incluso salían corriendo y se negaban a participar, motivo por el que el programa ya no se emitía en directo.
En la décima de segundo anterior a que Eamonn le diera un golpecito en el hombro a Joe, se oyó la voz que ponía Spike Milligan cuando aparecía en The Goon Show: “¡Mil libras a quien avise a ese hombre!”. Si aquellas palabras resultaron audibles para las personas que cenaban tras la cortina, rápidamente quedaron engullidas por los aplausos y los vítores.
Los detalles de la historia de Joe Loss relatados aquella noche habían sido hasta entonces bastante vagos para mí. Eamonn contó que Joe había estudiado violín y que a principios de los años treinta había liderado un pequeño grupo llamado Harlem Band en el Kit-Kat Club, un extraño nombre para un grupo cuyo líder era hijo de inmigrantes rusos de Spitalfields.
Había hecho debutar en la radio a la heroína de guerra Vera Lynn en 1935, había tocado en la boda de la princesa Margarita y había seguido regalando música a varias generaciones de enamorados y bailarines en el Hammersmith Palais, en salas de baile como Lyceum o Empire y en la radio.
Rose Brennan y mi padre probablemente habían sido sus cantantes más conocidos, de manera que no había nada raro en que fueran los invitados sorpresa de la fiesta. Se reencontraron con Larry Gretton, que todavía cantaba en la banda. Gretton era un hombre fornido con un encanto romántico un poco rígido. Tenía el pelo rubio y ondulado, aunque quizá no era suyo. Él y mi padre se complementaban muy bien en los números cómicos, su diferencia de estatura ayudaba bastante a ello. Tengo una foto publicitaria de ambos vestidos con una chaqueta a rayas de vodevil, un canotier de paja y una cinta a juego en la mano mientras miran muy serios a su jefe, que posa dando alguna indicación importante acerca de la interpretación de alguna canción humorística ya olvidada mientras sostiene un lápiz en la mano.
Mi padre fue el primer convocado al escenario, donde contó alguna anécdota tontorrona de su época con la orquesta.
Luego llegó mi turno. Eamonn adoptó su cantinela habitual, que ahora debo parafrasear: “Puede que lo recuerden como el joven que se sentaba en la galería del Hammersmith Palais. Ahora es la estrella del pop a quien debemos el éxito ‘Oliver’s Army’. Lo conocen como ‘Declan’, el hijo de Ross MacManus, y aquí está esta noche. ¡Elvis Costello...!”
Fue la entrada más estrafalaria que he hecho nunca. Si hubiera tenido que bajar una de las escaleras doradas que enmarcaban el escenario del Hammersmith Palais, no me habría sentido más raro.
Durante la época en que mi padre estuvo con la banda, Joe Loss nunca me habló como si fuera un niño. Siempre se dirigía a mí llamándome “joven” y, amablemente, escuchaba con atención cualquier cosa que yo le dijera en respuesta a sus preguntas. En aquel momento estuvo igual de cortés y sereno al toparse conmigo por primera vez de adulto.
No recuerdo exactamente qué conté, probablemente lo mismo que aquí he relatado sobre las sesiones vespertinas del Hammersmith. Pareció orgulloso de mi éxito, como si desde el principio hubiera sospechado que yo iba a triunfar. Todo acabó en un instante, como la vida misma.
Sería imposible referir aquí cuánto significó para mí estar allí o mencionar todas las cosas que probablemente aprendí durante aquellas tardes agazapado en la penumbra. Joe Loss estuvo al frente de su orquesta durante casi sesenta años, y eso no es moco de pavo. Hoy sigue habiendo una banda que lleva su nombre.
Tiempo después, mi padre me reveló uno de los secretos de la banda. Al parecer, la enérgica teatralidad de Joe Loss no siempre significaba que llevara el ritmo con total precisión. Si había alguna desavenencia de poca monta entre sus filas, seguían fielmente su batuta y disfrutaban malévolamente acelerando y disminuyendo el tempo como un gramófono descompuesto. Era una forma de insubordinación sutil y casi imperceptible, pero probablemente servía de válvula de escape para un grupo de hombres que trabajaban codo con codo, seis días a la semana, en la misma sala de baile.
La banda sólo disponía de dos semanas de vacaciones al año, como en cualquier otro empleo, pero también era su trabajo proporcionar diversión cuando todos los demás celebrábamos las Navidades o Fin de Año. Trabajaban mucho. Cuando no tocaban en el Palais o en otra sala de Londres, actuaban en la radio o estaban de gira por el país.
Algunos de mis primeros recuerdos son de mi padre llegando a casa con un gran peluche bajo el brazo o un pequeño borrico de yeso pintado que había prometido traerme de su gira por Irlanda. Tengo fotos, aunque ningún recuerdo, de mi madre llevándome en brazos por las arenas de Douglas durante unas actuaciones en la Isla de Man a mediados de los cincuenta. En esa foto, mi madre lleva un collar de perlas y va muy maquillada, pero la verdad es que la suya no era una vida muy glamorosa porque los miembros de la banda tenían que cambiarse las ropas húmedas en camerinos gélidos o asfixiantes y pasaban largas noches apretados en aireadísimos autocares que recorrían carreteras comarcales cubiertas por la niebla.
Joe Loss era muy estricto en lo referente al aspecto, la puntualidad y la disciplina. Al parecer consideraba a mi padre casi como a un hijo y constantemente le preguntaba por sus orígenes familiares, como si no estuviera dispuesto a aceptar que era irlandés y no judío. Incluso le perdonaba algunas transgresiones.
Recuerdo una noche en que mi madre me dejó quedarme levantado hasta tarde viendo a mi padre en Come Dancing. En aquellos días era un programa en directo que no tenía nada que ver con su versión posterior. Era simplemente una competición entre equipos de bailarines aficionados, de manera que era improbable que mi padre cantara, pero, en cualquier caso, verlo por televisión no dejaba de ser una novedad.
Cuando la cámara se desplazó hasta el lado de la banda donde estaba mi padre, por la reacción de mi madre comprendí que algo estaba pasando. El espectáculo había comenzado con bailes latinos y mi padre estaba detrás de las congas tocando con más fuerza y animación de lo que exigía el número. Mi madre salió de la sala para poner agua a hervir y, en silencio, se sintió consternada por la borrachera indudable de mi padre. Poco después sonó el teléfono del pasillo y oí que hablaba en voz baja y preocupada. Mi madre parecía pasar mucho tiempo al teléfono conversando con las esposas de los demás miembros de la orquesta, consolando o recibiendo consuelo por la última juerga de sus maridos. Entonces los detalles no me resultaban muy claros, pero por lo que entreoí y alcancé a comprender, el alcohol y las mujeres casi nunca faltaban.
Después de esa aparición, mi padre fue “despedido” durante los tres días que Joe Loss tardó en ablandarse y contratarlo de nuevo.
No recuerdo exactamente cuándo se separaron mis padres, pues él solía aparecer por casa después de haberse marchado a otra parte. La separación no llegó después de un ominoso anuncio: si se dio, lo he borrado de mi mente.
Mi padre seguía viniendo algunos domingos para llevarme a la misa cantada en latín que se oficiaba a las once en St. Elizabeth, en Richmond Hill, ceremonia que se mantuvo mucho después de que la hubieran abandonado en otros lugares por decreto papal. Luego nos íbamos a comer mientras escuchábamos Two-Way Family Favourites, un programa con pedidos de oyentes de la BBC que conectaba a los militares destinados en ultramar con sus familias. Mientras sonaba la dedicatoria a un soldado que servía en Alemania Occidental, mi padre me contaba historias: evocaba la figura de un amigo baterista y pintor de Birkenhead o contaba alguna que otra anécdota laboral de aquella semana.
Sin duda Ross tenía encanto, quizá demasiado. Siempre había alguna joven que llamaba a casa ya entrada la noche dispuesta a hacer diabluras. Nos vimos obligados a quitar nuestro número de la guía telefónica.
Aunque nunca me permitieron ir al Palais de noche, sé que la pista casi vacía de las sesiones de tarde estaba hasta los topes a esas horas, y no siempre de gente recomendable. Mi madre recuerda que uno de los conocidos más turbios de mi padre le tendió la mano con el saludo de “hola, soy Phil, el Ladrón”, un hecho que ocurrió a pocos pasos de la comisaría de Hammersmith.
Muchos años después de que mi padre hubiera dejado a Joe Loss, estando de gira por los clubs del norte, cuando yo ya tenía un par de discos de éxito a mi nombre, a los taxistas de Londres les encantaba decirme: “Yo iba a ver a tu padre cantar en el Palais”. Y nunca dejaban de añadir: “Era mucho mejor cantante de lo que tú serás nunca”. Jamás lo discutí.
En enero de 1979, cuando los Attractions y yo tocamos por primera vez en el Palais, un crítico nos comparó de manera muy poco favorable con Freddie and the Dreamers. Entonces supe que habíamos triunfado.
Hacía ya tiempo que las orquestas de baile habían desaparecido y el Palais era ahora un local de rocanrol abarrotado, caluroso y, sin duda, bastante deslucido.
Yo ya no bebía limonada, pero me di una vuelta por la galería. El mismo aroma flotaba en el aire, sólo que ahora era capaz de identificar los ingredientes: cerveza derramada, tabaco rancio, manchas de nicotina y, naturalmente, las lágrimas ahogadas de chicas a las que habían dejado plantadas.
Quizá habría sido de esperar que escribiera algún verso acerca de aquel viejo local, pero estaba convencido de que Joe Strummer había dejado una marca indeleble en ese flamante mapa con la canción de los Clash “(White Man) In Hammersmith Palais”.
No tuvimos éxito allí hasta 1984, cuando hicimos una gira por Inglaterra y regresamos a Londres para actuar en el Palais los lunes por la noche tocando casi cuarenta canciones seguidas. Yo buscaba algo que era incapaz de encontrar.
En 1981, alquilamos la sala de baile desierta toda una tarde para preparar la foto que iría en la carátula del álbum Trust. En lugar de enumerar en los créditos a todos los participantes del disco, los vestimos con esmóquines alquilados, los sentamos detrás de unos atriles y les dimos a cada uno un instrumento alquilado.
Los Attractions tenían la lección bien aprendida. Nick Lowe fingía tocar el saxo tenor mientras nuestro técnico de sonido lideraba la sección de viento. El resto del conjunto estaba formado por el equipo que nos acompañaba en las giras, el personal de F-Beat Records y los propietarios de Eden Studios.
La escena la fotografió Chalkie Davies en un glorioso blanco y negro. Dos años más tarde posé para una serie de polaroids de 51 x 61 que Davies y Starr tomaron con una cámara Land gigante en el Museo de la Ciencia. Parecía un artilugio victoriano de placas con fuelles. Entre las polaroids obtenidas y enmarcadas había un retrato de mi hijo Matt, que entonces tenía siete años, y de mí, pero la tarde de la farsa en el Hammersmith yo no era más que el hijo de mi padre.
Ocupé el lugar central en el escenario, oculté los ojos tras mis gafas oscuras y me abroché hasta arriba mi nuevo traje de seda de Savile Row. Ya no había vuelta atrás.
El tiempo y el martillo de demolición se han encargado del resto.