Por J. Ernesto Ayala-DIP
El País (ES)
Hay gente que no tiene muy claro si su tendencia a la rutina es beneficiosa o perjudicial para su existencia. En principio, la monotonía en su funcionamiento cotidiano activa en ella una especie de resquemor o prejuicio defensivo. Tal vez porque la rutina no goza de prestigio en nuestros días, ya que todo ha de ser cambio, vértigo, sorpresa, imprevisibilidad. La rutina es conservadora, todo lo contrario de su antagonista que luce siempre moderna. Si ejercitan la improvisación, si intentan sorprender a sus rutinas con un paso imprevisible, notan que de pronto su presente es invadido por la inquietud y la inseguridad. La rutina los ancla en un territorio tranquilizador. Así se van inclinando paulatinamente hacia lo programado. El dictamen de a quienes consultan sobre su futuro tampoco los tranquiliza del todo. Sigue tu instinto natural si fueres peligrosamente tentado a sorprenderte a ti mismo, le indican unos. Otros llaman a un mayor arrojo vital. Como la tendencia natural de esta gente es la repetición, la consagración de lo reiterativo, es muy difícil que mientras tanto se produzca algún trastorno digno de mención, un imprevisto que signifique un retroceso irreversible o una alerta de peligro.
Una coraza de gestos programados los protege de la temida sorpresa y descalabro de lo seguro. Un desplazamiento por la ciudad supone una observación casi matemática del recorrido practicado. Ir del punto A hasta el punto B supone siempre la línea más recta, absolutamente ajena a la improvisación o al delirio de un cambio de rumbo aunque los lleve al mismo punto de arribada. Despejar la casa, después del desorden que ha supuesto el trajinar del día anterior, les exige poner en funcionamiento una cadena de gestos y movimientos mimetizados. La eficacia de esa labor queda así garantizada. La rutina se convierte para ellos en una tabla de salvación en medio del proceloso andar por el mundo. Así es como pierden amigos, novias, conocidos, dado, según arguyen estos, su falta total de imaginación y desprecio por lo dictado. Así fue como conocí a personas que, ante esta situación, descubrieron que la escritura los fijaba en un espacio. La escritura misma era una forma de rutina, a la que había que consagrarse como un oficinista se consagra a su escritorio o un cirujano a su mesa de operaciones o el traductor a sus diccionarios. Sentían que una vez cumplidas sus obligaciones domésticas, el resto del día se hacía largo e incierto. Era entonces cuando aparecía la escritura. La rutina del quehacer literario. Leer, escribir, leer, escribir. A su alrededor, el mundo para ellos se hacía más seguro. Habían oído o leído en algún sitio que la rutina neutraliza el espíritu creativo. Ellos sentían que ese exagerado diagnóstico no les incumbía. En el fondo, esta gente no habla de elección, como si se tratara de elegir una profesión o un país para conocer. Sería más apropiado mencionar la fatalidad. La rutina como destino de sus días. Las personas rutinarias tienen una ventaja sobre las que no lo son. No se aburren nunca.
Si me atrevo a desafiar la paciencia de los lectores es porque todo lo escrito nace del entusiasmo que me causó la última película de Jim Jarmusch, Paterson. Un auténtico canto a la rutina. El director norteamericano crea en la figura de un conductor de autobuses, uno de esos conductores que uno se encuentra y saluda cuando se monta en el vehículo que lo llevará hasta su casa o su faena, el paradigma de la monotonía por excelencia. Jarmusch enseña que en la rutina es posible encontrar también lo nuevo (que no lo novedoso), toparse milagrosamente con una epifanía. El conductor de la película se llama Paterson, el mismo nombre de la ciudad en la que vive con su imaginativa y bella mujer. Paterson también se titula uno de los más influyentes libros de poesía escritos en los años cincuenta en EE UU. Su autor fue William Carlos William, quien trabajó durante décadas en la misma ciudad de la película como médico. Paterson, el conductor, se levanta todos los días a la misma hora para acudir a su trabajo de conductor. Siempre lleva consigo una libreta donde anota versos que por la noche le recitará puntualmente a su expectante esposa también a la misma hora. Todo exactamente igual de lunes a viernes. Los fines de semana, más lectura, más escritura. Por las noches saca a su perro y hace un alto en un bar donde todos lo conocen y toman con él una cerveza. Paterson no conoce otra forma de felicidad plena que conducir su autobús, leer a William Carlos William, escribir poesía y leérsela a su mujer. Todos sus días y horas, que transcurren tan luminosamente idénticos.