Por Maribel De Paz
El Comercio (Pe)
Una vista aérea de 1949 muestra cómo donde hoy se levanta el hotel Marriott antes dominaba el espacio la gran mansión de la familia Aparicio. Allí, frente a lo que hoy es Larcomar, antes solo despuntaban un puñado de casonas cuyos vecinos pusieron de sus bolsillos para sembrar el descampado delante de sus predios.
Con el tiempo, allí crecería el icónico parque Salazar que se convirtió no solo en protagonista de los fines de semana de la clase media capitalina, sino también de las páginas de plumas como las de Ribeyro, Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa. En su cuento “De color modesto”, Julio Ramón Ribeyro ubica en ese parque la última escena de la historia, donde el protagonista, Alfredo, pone punto final a su conato de fusión de clases. Hasta allí había llegado con una joven sirvienta con la que había fugado de una fiesta: “Vio las primeras caras de las lindas muchachas miraflorinas, las chompas elegantes de los apuestos muchachos, los carros de las tías, los autobuses que descargaban pandillas de juventud, todo ese mundo despreocupado, bullanguero, triunfante, irresponsable y despótico calificador. Y como si se internara en un mar embravecido, todo su coraje se desvaneció de un golpe. Le dijo que se le habían acabado los cigarrillos, que iba a la esquina y volvía. Antes de que la negra respondiera, salió de la vereda, cruzó entre dos automóviles y huyó rápido y encogido”.
En su novela “Travesuras de la niña mala”, Vargas Llosa recrea la escena de la pista de patinaje con la apetecible chilenita, en una esquina del parque “alborotada de palmeras, floripondios y campanillas desde cuyo murito de ladrillos rojos contemplábamos toda la bahía de Lima como contempla el mar el capitán de un barco desde la torre de mando”. Con nostalgia, el Nobel peruano había escrito antes, en su columna Piedra de Toque del 18 de mayo del 2000, precisamente titulada “El parque Salazar”, sus recuerdos de aquel parque suscitados ante su encontronazo con la “impostura” del naciente Larcomar: “Formar parte, de la mano con la enamorada, de esa espesa serpiente de jóvenes que daba vueltas y vueltas por los caminillos de piedras entre cuyas junturas brotaba la hierba, a la hora del crepúsculo, cada domingo, era la alegría, el absoluto, la felicidad […] Lo bonito del parque Salazar era su intimidad, su limpieza, el verde intenso de su césped, sus arriates de flores, y la multitud de árboles, arbustos y arbolitos que lo erizaban y que a cada paso creaban pequeños enclaves de soledad”.
—La hazaña—
En la que quizá sea la más tierna recreación histórica de todos los tiempos, el blog MirandoFlores narra, rica en onomatopeyas, la hazaña de Alfredo Salazar Southwell, quien a los 24 años, el 14 de setiembre de 1937, decidió inmolarse a bordo de un Potez biplaza. Momentos antes, el joven alférez participaba en las prácticas para la demostración aérea que, al día siguiente, tendría lugar en homenaje a Jorge Chávez. Al darse cuenta de que su avión se había averiado, y al no poder hallar lugar adecuado para aterrizar, en lugar de salvarse lanzándose de un paracaídas, alejó el avión de zona urbana para terminar cayendo sobre el acantilado miraflorino. A 80 años de su acto heroico, la Municipalidad de Miraflores alista para mañana un recorrido peatonal que culminará en el parque que lleva su nombre.
Una foto del Servicio Aerofotográfico Nacional anterior a la década del 50 muestra los acantilados de Miraflores al final de la avenida Larco: un pequeño distrito que en sus extremos todavía dejaba ver la campiña. La Vía Expresa aún ni un sueño. La autopista de la Costa Verde, casi casi ciencia ficción. En aquella foto añeja en blanco y negro, el parque aún no lucía la escultura del húngaro Lajos D’Ebneth en honor a Salazar Southwell. El monumento, inaugurado en 1953, representa un cóndor hecho en mármol travertino. Hoy, un osito Paddington lo acompaña como parte de la fauna escultórica de Larcomar.
—El parque, la vecina y el historiador—
Agosto de 1981. Leyenda urbana o no, se afirma que el cantante español Raphael se contoneó, terso, coqueto, de negro absoluto y melena profusa, en la hoy extinta concha acústica del parque Salazar, mientras entonaba allí un popurrí de dolientes boleros como aquel himno a la pasión total titulado “Estar enamorado”. Eran tiempos en que el Morro Solar no lucía todavía la cruz inaugurada para la segunda visita de Juan Pablo II. Ni el Cristo de Odebrecht. Para deleite de los nostálgicos, el video de Raphael se encuentra en You Tube, con el logo del Canal 7 de fondo. Ahora, donde antes dominaba la concha acústica, reina un Chili’s.
En el 595 del Malecón de la Reserva, una pequeña reja de color rojo da paso a la última casa que se mantiene en pie frente al parque Salazar, atónita, desde 1938. Frente a su idílico jardín, su propietaria, Gisela Rotmann, trae a la memoria las tardes de verano cuando, junto a sus hermanos, hacía picnic sobre el acantilado, con pan francés y huevo duro. Eran tiempos en que la fauna del lugar estaba compuesta de gorriones, saltapalitos e infinidad de otros pájaros. “Por aquí pasa la gente –agrega– y todos nos dicen que nuestro jardín es hermoso, y nosotros pensamos ‘pobre gente, dónde viven y cuál es su sed de ver algo de verde que nos dicen que el jardín es una belleza, porque nosotros no lo encontramos tan bello”.
Allí, al final de la avenida Larco, en los extramuros de Miraflores, en lo que alguna vez fue la hacienda Armendáriz, dominaban no solo gorriones, sino también turtupilines y tortolitas. En un programa televisivo, la añeja vecina denunció hace algún tiempo no solo los elevados arbitrios que le habían impuesto por barrer tres veces al día delante de su casa cigarros, bolsas de papas fritas, huesos de pollo y hasta pañales de bebe. En aquella ocasión, comentó también sobre los “beodos de Larcomar” que se atrevían a entrar al jardín de su casa para “hacer el amor”. Eufemismo puro.
El historiador Henry Mitrani aún recuerda sus años de infancia cuando se sacaba 'el ancho' en la pista de patinaje del parque. “Yo soy miraflorino –rememora–, y he visto destruir toda mi infancia, desaparecer todo, las casas hermosas. Yo venía al parque Salazar, donde en las noches de verano la Sinfónica tocaba gratis. Los chibolos misios nos veníamos caminando para escucharla, en verano, con el mar y el parque Salazar. Era una maravilla". Mientras saborea un café americano en uno de los cafetines del actual centro comercial, afirma: “El acto heroico de Alfredo Salazar, para los nuevos, ya no existe. Se perdió, está en el olvido. Yo he sido muy crítico de Larcomar, pero ahora ya es un centro turístico; a estas alturas del partido la ola ya me pasó”.