Mientras conversaba con Alfonso Fuenmayor en una tienda del Barrioabajo de Barranquilla, Jacques Gilard gozaba ese mes de agosto de 1975 con la luz de las cinco de la tarde, oyendo el jolgorio de las bandadas de cotorras que llegaban desde el río Magdalena. Respiró hondo y se imaginó íntegra la escritura de sus ensayos, de su tesis, donde debía contar cómo fue procediendo y avanzando para investigar y escribir, y luego enseñar, la historia del Grupo de Barranquilla y la gestación de Cien años de soledad.
Gilard, piscis del 8 de marzo de 1943, oriundo de Toulouse, en el sudoeste de Francia, llegó a nuestra ciudad por primera vez a comienzos de ese faulkneriano agosto para iniciar su historia de amor con la literatura y la cultura de Colombia. Fuenmayor le contó sobre ese período de intensa actividad del joven García Márquez, a comienzos de los años 1950, cuando éste escribía casi a diario su columna “La Jirafa” en El Heraldo y seleccionaba los cables de las agencias de noticias para la página internacional. Gilard se encerraba por horas en la hemeroteca de ese diario para rastrear esos textos.
Entre las “Jirafas” encontró dos cuentos de García Márquez: "De cómo Natanael hace una visita" y "Un hombre viene bajo la lluvia". También dio con "Tubal-Caín forja una estrella", pero no lo incluyó en la edición de la Obra periodística de García Márquez, que sería publicada por la editorial Bruguera en 1981. “'Tubal-Caín forja una estrella' presenta las características de los cuentos, cinco en total, que constituyen el ciclo inicial de la obra de ficción de GM, ciclo interrumpido por el descubrimiento y el impacto de Faulkner (evidente en Amargura para tres sonámbulos, aparecido en El Espectador el 13 de noviembre de 1949). Usa la utilería de la literatura fantástica, elementos propios de la psicosis: hiperestesia, muerte consciente, drogadicción, el doble, multiplicación de ciertos personajes, confusiones de espacio y tiempo. Recuerda, además, con alguna nitidez, el antecedente de "William Wilson", relato de Poe (al que García Márquez ya conocía muy bien, y parece tener más presencia que "Le Horla", de Maupassant)”. Según él, todos los relatos de ese ciclo “parecen remitir a La metamorfosis, de Kafka... Otra presencia identificable es la de Joyce, aunque no sea más que en el uso, aún inseguro, de la técnica del fluir de la conciencia”, escribe Gilard.
Desde ese primer contacto con los barranquilleros, hasta su desaparición, hace diez años, el 1º de noviembre de 2008, Jacques Gilard nos brindó, a todos los que nos interesamos por estas mismas cosas, sus luminosos ensayos y análisis, sus cartas, sus coplas, sus consejos, su valiosa amistad, convirtiéndose para nosotros en “el sabio occitano”. En internet se escucha ahora un corrido en su homenaje compuesto alalimón por Carlos Valbuena, Enrique Flores y Fabio Rodríguez Amaya, grabado por el grupo Mezcal, donde se le describe como “amigo de sus amigos y persona de calidad”.
Además de haber recogido en cuatro tomos el periodismo del joven García Márquez, este apasionado profesor de la Universidad de Toulouse se ocupó de las obras de Ramón Vinyes, José Félix Fuenmayor y Álvaro Cepeda Samudio, traduciendo de este último La casa grande. También tradujo los cuentos de la escritora barranquillera Marvel Moreno (Algo muy feo en la vida de una señora bien), la novela De sobremesa, de José Asunción Silva, y El jardín de las Hartmann, del tolimense Jorge Eliécer
Su gran amigo y colega universitario, el pintor y escritor bogotano-milanés Fabio Rodríguez Amaya, ha escrito un vibrante y sentido retrato suyo publicado en el libro póstumo de Jacques Gilard, Así leí a García Márquez (Collage Editores, 2015). “Una vez instalado como profesor de planta en la Universidad, Jacques Gilard da inicio a su actividad bifronte: la docencia para despertar corazones sordos y desvelar metáforas y la investigación que lo habría de convertir en el teórico del Grupo de Barranquilla y en uno de los mayores —si no el mejor— especialistas de la obra de sus integrantes”, escribe Rodríguez Amaya, profesor en la Universidad de Bérgamo, institución que publicó en 2009 Plumas y pinceles, dos volúmenes que suman 650 páginas sobre “la experiencia artística y literaria del Grupo de Barranquilla”. Fue el resultado de uno de los proyectos de investigación entre su universidad y la de Toulouse, en el que él y Gilard estuvieron trabajando durante 25 años.
De entre toda la obra ensayística de Gilard, a quien considero un filósofo de la literatura, al nivel de Tzvetan Todorov y Roland Barthes, admiro textos como "Veinte y cuarenta años de algo peor que la soledad" y "El Grupo de Barranquilla y el cuento", incluido en el primer tomo de Plumas y pinceles.
Hay en todos sus escritos, pero mucho más en los que figuran en esta última obra, un verdadero manual para un taller de escritura de cuentos, así como una guía para la reflexión sobre la producción literaria desde un punto de vista histórico, filosófico, sociológico.
“Pero lo que interesa no es la cantidad sino la densidad y la inmensa variedad de intereses y autores que trata. Entre todos destacan la recuperación de los más insignes intelectuales y olvidados escritores del siglo en ese país bañado en sangre por los odios políticos centenarios y la ceguera de la ignorancia: Jorge Zalamea y Eduardo Zalamea Borda. Pero es el comienzo pues no quedan de lado José Eustasio Rivera, Luis Carlos López, León de Greiff, Álvaro Mutis, Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Rafael Humberto Moreno-Durán, Julio Olaciregui, Roberto Burgos Cantor, Clinton Ramírez y algunas escritoras como Alba Lucía Ángel y Montserrat Ordóñez”, añade Rodríguez Amaya.
Gilard y Rodríguez Amaya escribieron la historia de la literatura y el arte, del pensamiento nacionalista y las ideologías en Colombia durante el siglo XX. Ambos se refieren a Manuel Zapata Olivella (1920-2004), a la hechura de su obra en aquella Colombia que se creía blanca, apostólica y romana, hija de la Madre Patria española, que esperaría hasta 1991 para reconocer en su Constitución que es un país “pluriétnico”.
Gilard criticaba a Manuel Zapata Olivella diciendo que “sus convicciones de los años 40 y 50, de una rigidez estalinista, lo aislaron en un populismo asustadizo, y por la vía de la hostilidad a toda influencia extranjera, lo llevaron a elegir una forma sui generis de nacionalismo...”. Esto no es completamente cierto ahora que pueden leerse los textos teóricos que Zapata Olivella escribió, recopilados en Por los senderos de sus ancestros.
Sin embargo, Gilard reconoce su importancia: “Manuel Zapata Olivella: negro, comunista y costeño, hizo mucho por el estudio y la difusión del folklore de la costa atlántica. (...) Las giras folklóricas organizadas por Zapata en el país y en el extranjero contribuyeron con el progreso de una Colombia múltiple”. Gilard hizo una severa crítica a Del amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez, en otro de sus artículos —"¿Orishas en Cartagena?"—, afirmando que el gran escritor desconocía la historia de la presencia de los hombres y mujeres de las naciones africanas, y de sus descendientes, en la costa Caribe de Colombia y por eso recurrió a un manual cubano llamado Los orishas en Cuba, de Natalia Bolívar Aróstegui, para darle consistencia al mundo místico de los esclavos de la familia de la protagonista, Sierva María de Todos los Ángeles.
Cartas inéditas
Conservo tres cartas de Jacques Gilard, una de 1979 y dos de 1980, en las que manifiesta su ardiente pasión por todo lo que tenía que ver con Colombia, su gente y su literatura: “Por fin tengo el libro de Plinio (Apuleyo Mendoza, El desertor), y te lo voy a mandar. De él recibí la semana pasada un cuento viejo, creo que inédito, que no quiso incluir en su libro. Es bueno, pero creo que hizo bien al no quererlo recoger (…) De modo más general, si tienes noticias de Barranquilla, infórmame” (Cugnaux, 19-IV – 79).
“Estos últimos días los dediqué al sabio catalán. Redacté carta de aceptación a la Gloria (Zea, directora de Colcultura). El trabajo sobre los papeles de Vinyes es muy interesante; y divertido: creo que solo reproduciré una parte mínima de sus fichas de lectura, digo: in extenso; pero creo que en cambio constituiré un corrosivo ‘diccionario secreto de la literatura colombiana’. Revisé también toda su labor de prensa: desde el principio, quiso realmente constituir un grupo, es evidente”.
“(…) Leyendo a Mallea, me convencí más de que Cepeda se equivocó: la vía se la daban los rioplatenses y no los yanquis” (Cugnaux, 13-I-80).
“Compré esta mañana Duel à Barranquilla, y mientras estaba, compré tres volúmenes más de esas colecciones llamadas acá de buffet de gare(¿cómo explicar en Colombia lo que es la literatura de buffet de gare?), todos sobre ambientes latinoamericanos; eché un vistazo al libro, rápidamente; es una mierda, pero cómo estaré de jodido, que la sola alusión al Cortissoz o al paseo Bolívar me pone la carne de gallina. Sería interesante escribir a cuatro manos sobre esas novelas policiacas de ambiente colombiano (…) Mientras voy releyendo esos papeles viejos de Alfonso (Fuenmayor) y Germán (Vargas) y los otros (ayer sentí la necesidad de escribirles y no trabajé en la ponencia sobre Cepeda) huelo esos olores de allá, y vuelvo a navegar por la densidad de baño turco de la 54; es ya lo único que me interesa en esa ponencia: que nuevamente voy respirando esas vainas. Lo triste es que cuando eso esté escrito, ni una sola línea le dará a nadie la sensación de un follaje de matarratón, ni se sentirá el calor, ni el polvo, ni habrá el olor que se siente en ese hijueputa calor…”.
El sábado 25 de octubre de 1980 el diario El Heraldo le dedicó una página entera a una “noticia literaria” que originamos entre él y yo. “El prestigioso periódico parisense Le Monde publicó un cuento de Julio Olaciregui, quien se inició como redactor de planta de El Heraldo, hace algunos años, traducido por el profesor Jacques Gilard”, puede leerse en la introducción a la entusiasta crónica que envió para anunciar esa buena noticia.
“Vale la pena hacer un poco de estadística. Hasta ahora, en Le Monde, solo había aparecido un escritor colombiano: García Márquez. Era el cuento ‘La prodigiosa tarde de Baltazar’, traducido por Claude Couffon. De eso hará como tres o cuatro años. Julio Olaciregui será el segundo (…) En cuanto al suplemento dominical, lo repito, en un poco más de un año de existencia, Augusto Roa Bastos era el único latinoamericano publicado. Me alegra, mucho más de lo que sería yo capaz de decirlo, el que Julio sea el segundo. Y me alegra haberlo traducido yo”.
Pocos meses después, el 21 de junio de 1981, publicó en la Revista dominical de El Heraldo otra exaltada crónica: “Roa Bastos opina sobre Cepeda Samudio y Olaciregui”. “Desde hace cinco años tengo el privilegio de contar entre mis colegas inmediatos a nadie menos que al escritor paraguayo y maestro de la narrativa hispanoamericana, Augusto Roa Bastos".
“Comportamientos humanos debe haberlos de todo tipo entre los grandes escritores, pero creo que debe ser difícil encontrar una mayor discreción que la de Roa. Poco se le ve y poco se le oye en la Universidad: parece tener una virtud especial para pasar inadvertido por los pasillos y las aulas de la Facultad. Pero me voy dando cuenta de que un buen sésamo para hacerlo surgir y desatar el flujo de su modesta y exquisita palabra es dejarle un libro en su apartado de la Universidad. Entonces Roa lo busca a uno y le comenta su lectura con una claridad perentoria y siempre provechosa. Me quiero referir aquí a las dos últimas conversaciones que hemos tenido durante estas semanas (…) Fueron tema de ambas dos escritores barranquilleros cuyos libros le había pasado yo a Roa. Para mayor precisión diré que son dos escritores jóvenes: Cepeda Samudio, el de Todos estábamos a la espera, y Julio Olaciregui (…) Roa me habló con ardientes elogios de los de los cuentos de Cepeda (….) Luego le regalé a Roa un ejemplar de Vestido de bestia (…) Me dijo que le habían gustado algunos de los cuentos (…) Y añadió que le gusta la forma que tiene Julio Olaciregui de concebir el fragmento narrativo”.
Jacques siempre nos daba buenas sorpresas. En una época, entusiasmado por la obra de Manuel Mejía Vallejo, se dedicó a componer coplas, muchas de ellas de corte erótico, “yo que no escribo con mis tripas sino con mi pobre cabeza”. Y cuando no estaba en su estudio, en su cueva llena de libros, estaba en la ciudad universitaria de Toulouse-Le Mirail, enseñando, hablando sobre Álvaro Cepeda Samudio o la poesía gauchesca y el Martín Fierro, de vallenato o de Julio Cortázar, de José Félix Fuenmayor o de Nicolás Guillén. Soñaba con viajar a seguir investigando, pero con el tiempo ya solo se desplazaba en tren a Barcelona o a Madrid. “Quiero irme de aquí, aunque una vez que esté allí (en Cuernavaca, en Barranquilla) me tenga que desvivir preguntándome qué estará pasando acá y sienta la urgencia de regresar a dar clases y a lavar platos. Por ahora nada: empiezan las vacaciones, y esto ya me entristece. Quisiera vivir, y solo el trabajo me da la impresión de que estoy viviendo; descansar también va a ser un remedio peor que el mal. Por lo pronto creo que aprovecharé esta noche de final de trimestre para emborracharme dignamente (...) Para el coloquio en la Sorbona, tengo la intención de llevar una vida muy desordenada. Así que probablemente iré al hotel y no a tu casa”.
Era un hombre de amistades firmes y durante años, antes de la invención del correo electrónico, se carteó con Tita Cepeda, con Ariel Castillo, con Monserrat Ordóñez, con Beatriz Manjarrés, con la poeta habanera Nancy Morejón. Le gustaba el ciclismo y seguía el Tour de Francia día tras día y llamaba por teléfono cuando algún ciclista colombiano ganaba una etapa.
Jacques había sido jugador de rugby en sus años mozos. Era alto, fuerte, de manos y brazos pecosos, y su perfume francés, su calva incipiente de intelectual, su seguridad al hablar, recreando nuestra historia literaria en un castellano sin acento, pero con matices habaneros, rioplatenses, madrileños, mexicanos o paraguayos, lo hacían atractivo, interesante, seductor, cualidades que él, aun cuando era tímido, iba descubriendo y aprovechando. Lo que más le gustaba era exponer ante un auditorio sus reflexiones y luego invitarnos a cenar y a tomar vino, rodeado por muchachas, colegas o simples estudiantes.
El ejemplo más palpable de su generosa recepción en Francia fue sin duda lo ocurrido con la obra de Marvel Moreno (1939-1995). Entre el 3 y el 5 de abril de 1997, en una inolvidable primavera, Gilard y Fabio Rodríguez organizaron un coloquio sobre la obra de la barranquillera. La fraternal y alentadora presencia de Gilard en la Universidad de Toulouse, su interés constante por la cultura latinoamericana —literaria, musical, política, deportiva— nos dieron un gran impulso.
* Fue corresponsal de El Espectador en París. Su más reciente libro es Las palmeras suplicantes (Collage Editores).
Uninorte y la Cátedra Europa exaltaron la obra de Gilard
La obra de Jacques Gilard fue homenajeada este año en la Cátedra Europa de la Universidad del Norte, en Barranquilla. Como invitada estuvo su hija Céline Gilard, doctora en estudios ibéricos. Julio Olaciregui, Enrique Sánchez, Fabio Rodríguez Amaya y Ramón Bacca hablaron de la importancia de su legado en la cultura del Caribe colombiano. Céline Gilard, quien comparte el interés por la literatura latinoamericana, contó que todo empezó una noche en la que su padre no podía dormir después de haber leído Cien años de soledad: “Finalmente pudo dormir y al despertarse dijo que García Márquez era un genio, que acababa de comprenderlo todo y que quería trabajar sobre la literatura latinoamericana”. “No ha habido un estudioso, crítico e investigador que haya hecho tanto por la literatura del país. Después de 30 años de trabajo logró, junto al Grupo de Barranquilla, posicionar a Colombia en la tercera modernidad”, opinó Rodríguez Amaya.
Tomado de Julio Olaciregui, especial para El Espectador