Revista Pijao
El indiscreto encanto de la burguesía
El indiscreto encanto de la burguesía

Por Rut de las Heras Bretín

El País (Es)

Mariano Fortuny y Marsal es un pintor de detalles, un observador de los matices de la vida, de lo insignificante, pero que mueve el día a día. Y Carlos Reyero es un observador de esos detalles de la vida del artista, y con ellos ha construido Fortuny o el arte como distinción de clase (Cuadernos Arte Cátedra, 2017), un libro que no pretende ser técnico, ni un manual, ni una novela. Una publicación que tiene muy marcado el punto de vista de este catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid y su manera de plasmarlo.

No es la única que verá la luz al abrigo de la exposición Fortuny (1838-1874), que organiza el Museo del Prado y que se podrá visitar hasta marzo de 2018; a esta se une Cecilia de Madrazo, luz y memoria de Mariano Fortuny, a cargo de Ana Gutiérrez sobre la figura de la esposa del pintor, y otra realizada por esta conservadora de la pinacoteca y su colega Pedro Martínez que es la recopilación de unas cuatrocientas cartas de, para y sobre Fortuny.

Y qué mejor manera de relatar esos aspectos diarios que utilizar precisamente eso, los diarios. Los periódicos son una de las fuentes de estudio del siglo XIX y en esta obra han jugado un papel importante. El autor advierte que hay que saber leerlos: “Hay que tener en cuenta que pueden estar manejados por quien paga, por quien lee, por quien los usa para prestigiarse —como en este momento hacía la reina María Cristina—”. Nada muy diferente a los tiempos actuales. Señalado esto, insiste en que son los que mejor recogen el momento, la inmediatez. “La reflexión y el análisis de los hechos corresponde a los historiadores cuando pasa el tiempo y hay más perspectiva”, apunta.

En esta órbita realista se encuentra Fortuny, al que le interesa lo anecdótico, los detalles colaterales. La Diputación de Barcelona le envía a Marruecos para que documente la guerra, una suerte de fotorreportero del momento; él regresa con estudios de batallas, de campamentos, de movimientos de tropas... Pero, sobre todo, con una nueva visión de la pintura, con un estilo que no encaja en ninguno de los movimientos del siglo XIX y, sin embargo, toca todos: es realista (retrata lo que ve), pinta al aire libre —sobre todo en su etapa granadina (1870-1872) y en Portici (1873-1874)—, tiene un toque impresionista...

Al igual que un periódico, que cada uno acostumbra a leer en el orden que quiere, este Fortuny o el arte como distinción de clase también se puede leer como se desee, no es necesario seguir un orden, cada uno de los siete capítulos es independiente, tiene entidad en sí mismo, “fragmentario como la vida”, describe Reyero. Como es la de este pintor, acuarelista, grabador y coleccionista, con diferentes etapas sobre todo marcadas por los lugares: educación en Barcelona, beca en Roma, documentación de la guerra hispanomarroquí, vuelta a Barcelona y a Roma, estancia en Granada y, casi al final de su cortísima (36 años) y prolífica vida, Portici (Nápoles). Fortuny pasó de ser un niño huérfano en Reus, su ciudad natal, que vive con su abuelo, un carpintero con inquietudes artísticas, y que lo lleva a Barcelona para que estudie, a uno de los artistas españoles más internacionales del siglo XIX. Mientras, se ha empapado de lo que le ha rodeado en cada etapa.

El catedrático aclara que los artistas no lo son 24 horas, salen de su atelier y su vida no es tan épica como la cuentan algunos biógrafos. Son también los y lo que le rodea: familia, amigos, marchantes, estudiantes becados en Italia como él, las calles de las ciudades del norte de África, su suegro Federico de Madrazo —director del Prado de 1860 a 1868 y de 1881 a 1894— o Jean-Charles Davillier, coleccionista de arte y el primer biógrafo de Fortuny.

A partir de un retrato que le hizo Madrazo, que se conserva en el Museo Nacional de Arte de Cataluña y que recibe a los visitantes del Prado, se ha creado toda una iconografía del artista. Pero Reyero señala que eso forma parte de la imagen que su suegro, uno de los mejores retratistas de la época, quería dar de él y que no corresponde literalmente a las fotografías que se conservan de Fortuny, donde tiene un rostro más dulce y una mirada menos presuntuosa. En este momento, y en tantos otros, no solo había que ser, si no también parecer artista. El protagonista del libro y de la exposición era un hombre hecho a sí mismo, y esto era el ideal burgués del siglo XIX: alguien que exhibe su capacidad de trabajo, que sabe que tiene un don y lo explota, que sabe venderse. “Casarse con Cecilia de Madrazo no es cualquier cosa”, dice Reyero. En el libro es más explícito: “Fortuny no solo se había casado con una mujer, sino que se había incorporado a una familia. Una familia con mucha clase”.


Más notas de Actualidad