Por Felipe Sánchez Foto Albert García
El País (Es)
“¿Culta?”, se preguntaba en 1980 sobre Caracas el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez, uno de los tantos intelectuales del continente que habían llegado a la capital venezolana expulsados por las dictaduras y atraídos por las oportunidades de la suntuosa economía del país sudamericano, llamado por entonces la Venezuela Saudita. “Es verdad, si el adjetivo se mide con el termómetro de las convenciones”, se respondía Martínez, “hay seis grandes salas de conciertos, siempre pobladas; cuatro museos de alto nivel y una decena de museos menores consagrados a salvaguardar la memoria nacional; siete universidades y unos 10 institutos de altos estudios; seis orquestas sinfónicas, más de 20 salas de teatro en actividad y un festival babilónico —el mejor del mundo—”.
Varias décadas después y tras una larga sucesión de crisis de distintos Gobiernos, agudizada durante el mandato de Nicolás Maduro —elegido en 2013—, queda muy poco del país que sedujo en los años cuarenta y cincuenta al escritor cubano Alejo Carpentier o al joven periodista Gabriel García Márquez, así como un par de décadas más tarde al propio Tomás Eloy Martínez o al gran crítico literario uruguayo Ángel Rama, entre otros.
Este año las instituciones culturales venezolanas han presentado graves síntomas de decadencia. Primero fue el anuncio del Ministerio de Cultura en junio que decretó la suspensión por falta de fondos del premio de novela Rómulo Gallegos, el más importante de la región. Después llegó la cancelación en agosto de una gira por Estados Unidos de la afamada Orquesta Juvenil de Venezuela, dirigida por Gustavo Dudamel. Maduro ha acusado al músico de hacer política tras criticar este la muerte de un joven violinista durante la ola de protestas antigubernamentales que entre abril y julio causaron más de 120 muertos y cientos de heridos.
El Rómulo Gallegos, que en sus mejores años galardonó a Mario Vargas Llosa (La casa verde, 1967), Gabriel García Márquez (Cien años de soledad, 1972) o Carlos Fuentes (Terra Nostra, 1977), había dado las primeras señales de preocupación en 2015, cuando el ganador en esa oportunidad, el escritor colombiano Pablo Montoya, tuvo que esperar más de medio año para recibir los 100.000 dólares de la distinción. “Hay premios sin dote económica, como el Goncourt en Francia. El escritor no recibe casi nada, un cheque de uno o diez euros, pero en cambio se le ofrece una difusión espectacular que garantiza que el escritor tenga una gran retribución”, reflexiona Montoya en un correo electrónico sobre la suspensión de este año. “El Rómulo Gallegos podría hacer algo parecido, pero la crisis que padece Venezuela no permite nada en estos momentos. Es un país, en cierta medida, al garete”, concluye.
Roberto Hernández, presidente de la institución estatal que dirige el premio y quien confirmó en junio su aplazamiento, admite en una conversación por chat que han considerado adoptar el modelo del incentivo simbólico del Goncourt, aunque “solo de modo informal”. Con una inflación del 2.200% proyectada para este año y una caída de 7,4% del PIB, según el Fondo Monetario Internacional, así como la prohibición de Washington de comprar bonos y deuda del Gobierno de Venezuela y la petrolera estatal, PDVSA, la entrega del premio parece el menor de los problemas del país sudamericano. Pero es un claro síntoma de estos.
Las dificultades presupuestarias se han sumado al viejo lastre de la política. Leonardo Azparren, exdirector de la otrora célebre Monte Ávila, cuyas colecciones incluyen las obras más importantes de la literatura y el pensamiento latinoamericano, describe en un intercambio de correos la deriva de esta editorial estatal: “Después de la gestión del profesor Alexis Márquez Rodríguez [la última antes del chavismo], cambió poco a poco su política editorial para hacer énfasis en ediciones ideológicamente afines con el régimen del teniente coronel Hugo Chávez”. Azparren se refiere a títulos como Bush vs. Chávez. La guerra de Washington contra Venezuela (2006), de Eva Golinder; Ser capitalista es un mal negocio. Claves para socialistas (2007), de Haiman El Troudi; o Kirchnerismo. Desde las tensiones estructurales hacia la construcción del futuro (2012), de Jorge Capitanich.
El académico de la Universidad Central de Venezuela lamenta que Monte Ávila perdiera “su lugar casi hegemónico en el mundo editorial” del país sudamericano e, incluso, la tienda que tenía en el teatro Teresa Carreño, que “desapareció para ser una más de una red de librerías del régimen”. Al igual que este local, los deteriorados salones del teatro han sido usurpados y han dejado de ser una escala obligatoria en el circuito internacional de la música clásica, como lo fue hasta los años noventa, para acoger mítines políticos afines al oficialismo.
Uno de los actos más recientes celebrados allí fue uno de los del ciclo Todos Somos Venezuela, unas jornadas de repudio al cerco político y económico de la comunidad internacional contra el país ante la deriva autoritaria del régimen. El pasado agosto el Gobierno instaló contra viento y marea una Asamblea Constituyente conformada solo por chavistas que se ha autoproclamado la máxima autoridad y se ha arrogado las funciones del Parlamento democrático de mayoría opositora.
Pese al declive de las instituciones, el chavismo tuvo el propósito de ampliar el acceso a la cultura en un país en el que este era un privilegio de las clases media y alta. Chávez inauguró en 2007 una imprenta que puede producir a diario unos 60.000 libros, revistas y periódicos. Según el Ministerio de Cultura, solo esa institución publicó 11 millones de ejemplares en 12 años, de 2004 a 2016. El país pasó también en el mismo lapso de editar cuatro títulos al año por cada 100.000 habitantes a alrededor de 12, de acuerdo con datos del Cerlalc, el organismo regional de fomento de la lectura.
Pero comparado con otros países, esto apenas representa el 1,7% de la producción de toda América Latina, en la que Venezuela ocupa el noveno lugar en número de ediciones. Y el porcentaje de lectores entre 2008 y 2012 —los últimos datos contrastables disponibles— apenas aumentó dos puntos, pese a la onerosa inversión estatal, según la investigadora venezolana Gisela Kozak.
El periodista Manuel Silva-Ferrer, investigador asociado al Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín, señala en el libro El cuerpo dócil de la cultura que el balance de la gestión chavista es contradictorio porque el Estado y el mercado han impuesto restricciones que limitan y encarecen el acceso a la cultura. Muchos intelectuales además han migrado del sector público al privado, en “un fenómeno propio de regímenes totalitarios”, afirma Silva-Ferrer en una entrevista telefónica.
Se trata justamente de lo que sucede en el Sistema Nacional de Orquestas, un exitoso programa de formación musical del Estado del que se benefician más de 300.000 menores, la mayoría de escasos recursos. “Ciertamente, el grado de control político sobre el Sistema ha aumentado notablemente, aunque esto es apenas visible fuera, ya que su postura siempre ha sido evitar las declaraciones políticas y alinearse tácitamente con cualquier partido o político en el poder, por lo que apenas ha sido silenciado”, afirma en un intercambio de correos Geoffrey Baker, profesor de la Universidad de Londres y autor de El Sistema. Orquestando a la juventud venezolana. “El impacto es mucho más sottovoce: deserción significativa de personal en todos los niveles de la organización”, agrega.
Además de la gira suspendida en Estados Unidos, la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela también dejó en el aire una serie de conciertos en julio en Bogotá. El investigador Baker precisa: “Si el Sistema se encuentra estrechamente vinculado al declive del chavismo, es porque estuvo muy atado a este durante los buenos tiempos de los altos precios del petróleo y la popularidad del Gobierno. Y hace 10 años, el mundo lo amaba”.
Artistas cercados entre el apoyo del Estado y el sector privado
La doctora Victoria L. Rodner, profesora de Márketing en la Fundação Getúlio Vargas de São Paulo y quien ha investigado la industria cultural en Venezuela, resume en tres puntos la política del chavismo frente a las artes plásticas. “Los museos prefieren los espectáculos colectivos y acogen macroexhibiciones donde cualquier hijo de vecino está incluido”, señala en una investigación, en la que subraya el desprecio total por las comisarías o curadurías, lo que, entre otras cosas, ha conducido a una sangría de profesionales hacia el sector privado. “El arte popular llega a las calles del país, de modo que la iconografía nacional decora los murales en toda Venezuela, con lo que se proyecta un fuerte sentido de identidad, de patriotismo, así como un mensaje político”, advierte en segundo lugar. Y concluye: “La participación internacional en eventos artísticos como la Bienal de Venecia [cuya asistencia es financiada por el Gobierno] representa o describe una identidad étnica y colectiva para que todo el mundo la aprecie”.
“Venezuela tiene un pabellón permanente en un espacio envidiable”, agrega por teléfono Rodner sobre la Bienal de Venecia, el evento de arte contemporáneo internacional por excelencia. “Y solamente van los artistas avalados por el Gobierno. [El problema es que ellos] quieren tener un doble apoyo, del Estado para ir a la Bienal y de las galerías venezolanas para exponer su trabajo. Pero si van a Venecia, las galerías dicen: ‘Ah, bueno, ese es chavista, yo no voy a presentar sus cuadros”.