Por Hernán D. Caro* Berlín
Revista Arcadia
Si el mundo no se acaba en los próximos años, los historiadores futuros recordarán nuestra época como un tiempo de divisiones e inestabilidad diversas: geopolíticas, económicas, sociales, ambientales, religiosas e incluso —o ante todo— emocionales. Señalarán los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos como la inauguración del nuevo milenio. Nombrarán la crisis financiera del 2008 y —dependiendo de su orientación ideológica— hablarán o no de los peligros de la desregulación bancaria y las incoherencias del capitalismo desbordado. Mencionarán el remonte del populismo de derecha y los movimientos antiinmigrantes e islamofóbicos en los países del “primer mundo”; la victoria de la política antieuropea en Inglaterra; la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos; la crisis de identidad de la Unión Europea; el recrudecimiento terrorista bajo el Estado Islámico; el fortalecimiento de gobiernos nacionalistas como el de Modi en India y de trazas dictatoriales en Rusia o Turquía… Y si esas historias futuras se acuerdan de Latinoamérica, dirán que también allí nuestro tiempo estuvo marcado por discordias: escándalos de corrupción en Brasil, colapso en Venezuela, montaña rusa política en Argentina, o un proceso de paz en Colombia atravesado por temores infundidos, populismo y juegos sucios.
Pues bien, al menos de manera parcial, la escritura de aquella historia ya ha empezado. Su documento más reciente es un volumen imponente y enérgico, recién publicado en castellano y que en los últimos meses ha causado pasiones encontradas entre los comentaristas angloparlantes: La edad de la ira. Una historia del presente (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2017). Su autor es el ensayista indio Pankaj Mishra, quien se hizo popular gracias a su anterior libro, De las ruinas de los imperios: la rebelión contra Occidente y la metamorfosis de Asia (2012). La nueva obra de Mishra es ambiciosa. Su objetivo: dar razón de las “fallas tectónicas” que “corren bajo la vida interior de naciones” y de “la perplejidad, a menudo dolorosa”, que caracteriza al fracturado mundo actual. La tendencia de Mishra a buscar explicaciones abarcadoras, así como las referencias a decenas de autores de los últimos cuatro siglos, tanto occidentales como de la tradición “oriental”, puede ser abrumadora. Y no obstante algo es innegable: el poder intelectual que subyace a La edad de la ira y su relevancia como una obra que es tanto una reflexión aguda sobre nuestros tiempos, como un producto directo de ellos.
El libro está construido sobre dos líneas de acción entrelazadas. Por una parte, la consideración de las crisis actuales —la “guerra civil global”, según Mishra— como síntomas del fracaso de un modelo de civilización predominantemente angloamericano, que se expandió por el planeta desde el final de la Segunda Guerra Mundial y declaró su (supuesta) victoria final tras la caída de la Unión Soviética: un modelo capitalista, individualista, laico, radicalmente mercantilista, liberal y progresista. Para Mishra, la incapacidad de este modelo, llamado a menudo “neoliberalismo”, de cumplir sus promesas —igualdad y prosperidad gracias al mercado libre, progreso global si se siguen ciertas recetas económicas sugeridas por países ricos, realización individual como sinónimo de poder adquisitivo, etcétera—, libera energías explosivas que hierven hoy dentro de individuos y comunidades en todos los rincones del planeta. Esas energías estarían a la base del ascenso en curso de gobiernos demagógicos de resabios derechistas y nacionalistas, la propagación del Estado Islámico o la escalada de una cultura de la indignación y la agresión cotidianas —a menudo xenófobas, machistas y conservadoras, pero no exclusivamente de este tipo—, evidentes con potencia en las redes sociales.
El actual, sostiene Mishra, es un orden emocional global donde la frustración está a la orden del día y tiene consecuencias serias. “La energía y ambición liberadas por la voluntad individual de poder —escribe— superan la capacidad de las instituciones políticas, sociales y económicas. Así, los trolls de Twitter y los engañados por el Estado Islámico dan tumbos entre sentimientos de impotencia y fantasías de venganza violenta”. Lamentablemente, Mishra —nacido en un país de pasado colonial— no considera necesario dar un vistazo hacia Latinoamérica. Habría podido aprender un par de cosas. Y sin embargo, es probable que las categorías que emplea funcionen bien para que un lector diligente pueda entender mejor lo que sucede en algunos países latinoamericanos, y también en Colombia.
Grandes expectativas, grandes frustraciones
Un concepto central del retrato —claramente lúgubre— que Mishra dibuja es el resentimiento: “La característica definitoria de un mundo donde la promesa de igualdad choca con desigualdades masivas de poder, educación, estatus y propiedad”. Se trata de una “irritabilidad universal”, una “molestia frente a otras personas causada por una mezcla intensa de envidia y la sensación de humillación e impotencia”. Este sentimiento funciona hoy dentro de círculos viciosos: una ideología económica globalizada —de la que hacen parte la revolución tecnológica digital y un sistema bancario omnipotente— no ha llevado a más justicia social sino todo lo contrario, al surgimiento de una tecno-oligarquía ultracapitalista; una ideología política con intereses neocoloniales no ha llevado a la exportación de la democracia a Irak o Afganistán, sino a la desestabilización de regiones enteras y la destrucción de cualquier esperanza de equilibrio. Y los ejemplos podrían continuar.
Hondas insatisfacciones personales y colectivas —y no un presunto “choque de civilizaciones”—, instrumentalizadas por políticos populistas o fanáticos religiosos, conforman el caldo de cultivo de la “guerra global” de Mishra, donde el terrorismo, el nacionalismo, el autoritarismo, el racismo y la discriminación, entre otros demonios del presente, se condicionan y potencian mutuamente. Y no es de extrañar que el resentimiento se dirija a menudo contra grupos sin “lobbies”: minorías étnicas o sexuales, inmigrantes, refugiados. Como escribe Mishra: “En tiempos de crisis, los objetos de odio se necesitan más que nunca”. Por lo demás, los medios de comunicación enardecen la sensación de amenaza permanente y las redes sociales “aumentan la tendencia a comparar constantemente la propia vida con la de los más afortunados”. Y así, abismales frustraciones y rencor producen más frustración y rencor, y la historia no termina.
Para Mishra, los orígenes de la disputa entre el modelo comercial-industrializado, cientificista, cosmopolita, secular, liberal y convencido del progreso de la historia (como, según él, es nuestro neoliberalismo), y una reacción antiliberal, antitecnológica, antiprogresista, aislacionista, y en último término antirracionalista, se pueden rastrear hasta el siglo XVIII, cuando las bases ideológicas del mundo moderno se estaban asentando. Más precisamente: se pueden rastrear a la relación tempestuosa entre Voltaire y Rousseau, dos de los intelectuales más célebres de aquel siglo. Esta genealogía es la segunda de las dos líneas argumentativas de La edad de la ira mencionadas antes.
Rousseau —“un marginado de la élite parisina de su tiempo, quien luchó con los sentimientos de envidia, fascinación, repulsión y rechazo”— habría sido, pues, una especie de profeta del resentimiento contra la ideología que llevaría al neoliberalismo moderno, y que Mishra identifica con Voltaire. Para Rousseau, “la nueva sociedad comercial, que ya estaba adquiriendo sus características de división de clases, desigualdad y elitismo, hacía a sus miembros corruptos, hipócritas y crueles con sus valores de riqueza, vanidad y ostentación. Los seres humanos eran buenos por naturaleza, hasta que entraban a tal sociedad…”. La reacción feroz de Rousseau a la Ilustración de corte volteriano se habría transportado por los tiempos, alimentando al Romanticismo alemán, resonando en el existencialismo de Dostoyevski, en los pensadores protofascistas italianos y alemanes, en las obras de autores antiimperialistas persas, en la psicología de los fundamentalistas del Califato de nuestro siglo… En las frustraciones de quienes llevaron a Trump o Erdogan al poder, de quienes dan la espalda a una sociedad abierta, en el actual hundimiento del liberalismo: allí se escucha, según Mishra, el eco del resentimiento de Rousseau.
“La historia parece estar vertiginosamente abierta”
Esta genealogía del resentimiento es fascinante, como lo es el análisis de las raíces emocionales de nuestros muchos contemporáneos. La edad de la ira es una fuente de conexiones imprevistas e iluminadoras. Sus percepciones centrales dejan claro que no conoceremos ya etapas prolongadas de no-crisis. La revolución digital, con sus promesas de democratización del saber y la empresa, terminó convertida en un duplicado virtual del establecimiento capitalista tradicional. El terrorismo islamista, con su odio asesino de los valores occidentales y sus métodos barbáricos, no es un engendro de impulsos retrógrados, sino un fenómeno muy moderno, inscrito en un orden de bancos, tecnología y resentimientos globalizados. Y el capitalismo global, en su forma actual, no es la fuente prometida de igualdad y bienestar, prosperidad colectiva y realización individual, por no hablar de una relación equilibrada con el medioambiente.
Ahora bien, La edad de la ira también nos recuerda que la realidad es compleja, y lo hace a través de las simplificaciones en que incurre: de lo que significan “neoliberalismo” y “liberalismo”, conceptos intrincados que Mishra se empeña en usar como sinónimos; del papel que interpretaciones y estructuras conservadoras, misóginas y radicales, no occidentales, tienen en el surgimiento del islamismo; y también, sin duda, de la relación amor-odio entre Voltaire y Rousseau, y ante todo de la riqueza del pensamiento del primero.
Pero quizá la principal reducción en el libro notable que es La edad de la ira sea una que es tan antigua como la humanidad: el impulso de dar todo por perdido. Mishra no es tímido al juzgar el estado del mundo: escribe sobre una “crisis universal”, un “pánico generalizado”, sobre la “sensación inminente de fatalidad” y una “extraordinaria destrucción de la fe en el futuro”. Y uno se pregunta si estos epítetos apocalípticos realmente definen nuestros tiempos. E incluso aceptando aquellas descripciones hiperbólicas, uno se podría preguntar: ¿le pertenecen exclusivamente a nuestra época? ¿No los usarían también los contemporáneos de la caída de Roma o del Imperio Azteca, o de la Primera Guerra, la Segunda o la Guerra Fría? (y la lista, claro está, es de no acabarse).
“Así es nuestro tiempo. El mundo cruje y amenaza derrumbarse, ese mundo que, para mayor ironía, es el producto de nuestra voluntad, de nuestro prometeico intento de dominación. Es una quiebra total”. Estas palabras no las escribió Mishra, sino Ernesto Sabato en su ensayo Hombres y engranajes, en 1951. A ellas han seguido más de 60 años de historia. No han sido fáciles, pero sería cínico y errado decir que solo trajeron miseria universal. Si Mishra hubiese escrito su “historia del presente” hace cinco años, se habría encontrado con un presidente afroamericano en Estados Unidos, algo una vez inconcebible, o, quizá, con que en Colombia la guerra contra las Farc aún bullía sangrientamente. Y si observara nuestro tiempo con más detalle, vería que ciudadanos e instituciones en todo el planeta siguen creyendo —y trabajando— por algún orden.
En La edad de la ira, Mishra crítica vigorosamente la creencia en la “inevitabilidad de la historia”, en que esta se dirige hacia el progreso. Tiene razón. Pero esa crítica también vale para el pensamiento apocalíptico. La historia es azarosa: mejora y empeora y vuelve a hacerlo. Y —mala noticia para los apocalípticos— es muy probable que el mundo, para bien o para mal, no se acabe tan pronto como lo creen. Es cierto lo que escribe Mishra con algo de preocupación: “La historia de repente parece estar vertiginosamente abierta”. ¿Pero acaso no lo estuvo siempre?
*Periodista y doctor en Filosofía de la Universidad Humboldt de Berlín.