Por Ángela Martín Laiton
El Espectador
La familia Gutseit había decidido ese día anglificar su apellido. Estaban en el nuevo mundo después de haber sido expulsados de Ucrania en 1906. Todo los había perfilado como posibles enemigos del zarismo. El zar Nicolás II no sólo los expatrió, sino que los separó. A Isaac Gutseit lo envió a Siberia y a su esposa, Manya, a Alemania. En medio de la convulsión de esos años, ambos lograron conseguir tiquetes y huyeron hacia Norteamérica. No querían esconder su origen ruso, ni el judaísmo, pero declararse judíos socialistas ya habría tenido un precio muy alto. Desde ese día firmarían Goodside y harían del inglés su cotidianidad, aunque a sus hijos les hablaran en ruso y yiddish. Isaac se hizo médico y llevó honor a la nueva tierra como el profeta que lo antecedió, Victor, Jeanne, y la más pequeña de sus hijas, Grace.
La familia Goodside se instaló en Nueva York, en el barrio del Bronx. Manya Goodside vivía al límite con las locuras de su hija menor, una niña llena de energía e ideas que se hacía expulsar de cada escuela que pisaba. No tenía remedio y eso frustraba a la madre. Años después, en una entrevista, aquella hija un poco loca manifestaría con nostalgia que su madre no había vivido lo suficiente para saber que su hija no iba a naufragar. A los 19 años, Grace Goodside se casó con el camarógrafo Jess Paley, de quien adoptó el apellido por el resto de su vida, al menos en los libros que firmó. El matrimonio sí naufragó en poco tiempo y de él quedaron dos hijos, Nora y Danny.
La señora Paley a los 30 años había dejado a un lado la escritura de versos y emprendido la narrativa. A pesar de haber comenzado joven, su obra puede resumirse en tres libros de cuentos, tres de poesía y una colección de ensayos. Pero a Grace Paley eso nunca le generó dudas, y cuando la crítica se acercaba a preguntarle por qué la pobre extensión de su trabajo, contestaba: “Es que el arte es largo y la vida es corta”. Sus libros están atravesados por el humor y la cotidianidad de protagonistas mujeres que realizan tareas comunes. No quería plasmar grandes epopeyas, porque para Paley el sentido de la vida humana estaba allí, en la gente a la que aparentemente no le sucede nada, todo narrado sutilmente, en primera persona y con una poderosa forma de construir diálogos. Cuentos en los que pasa la vida y casi nada, pero que cuando terminan todos queremos saber qué sigue, escarbamos en los vecindarios y en barrios enteros con el ojo agudizado por la sensibilidad de la escritora. Sabemos que lo que sigue está por ahí en algún parque lleno de niños con sus madres vigilándolos, en las conversaciones entre ellas, en una tarde de té o en el chismerío del supermercado. Frente a esta actitud de dejar abierta su literatura, la escritora explicó: “Siempre he despreciado esa línea recta irremediable entre dos puntos, donde la primera frase va seguida de una trama. No por razones literarias, sino porque desvanece toda esperanza. Todo el mundo, sean seres reales o inventados, merece el destino abierto de la vida”.
Paley era una aficionada de la normalidad de la vida en sus historias, y en su cotidianidad estaba obsesionada por transgredir esa normalidad. Cumplía buenamente su papel de madre y llevaba a sus hijos al parque, y mientras los niños jugaban tenía reuniones activistas contra las armas nucleares. Quería ser una buena madre, sí, pero también una buena mujer y dejar el mundo mejor para las que vinieran luego. No creía que debía renunciar a sí misma y a sus convicciones por haber parido. Para ella, la maternidad era sólo un momento de la vida de las mujeres, nunca su proyecto de vida. Grace Paley se hizo pacifista y luchó contra la guerra de Vietnam, contra la militarización del mundo. Grace Paley se hizo feminista y luchó contra el machismo, ocupó lugares en la literatura que tradicionalmente estaban reservados para los hombres, abortó en dos ocasiones y en plenos años sesenta le dijo al mundo que sí, que las mujeres abortan y van a seguir haciéndolo.
Se cumplen 10 años de su muerte. Muchos dicen que era más activista que escritora, otros la defienden como una de las grandes voces estadounidenses de la literatura. Cuando Philip Roth la reseñó, afirmó: “Es una escritora que entiende la soledad, el deseo, el egoísmo, espléndidamente cómica y de ninguna manera una dama. Tiene sentimientos profundos, una imaginación salvaje y un toque de dureza”. Han dicho que Paley es a la narrativa lo que Sylvia Plath a la poesía. Sin embargo, es una voz que ha permanecido escondida en otras latitudes de la tierra por esa deuda que tienen los hombres con la lectura de obras hechas por mujeres, como la misma Paley decía: “Algo interesante es que las mujeres han comprado libros escritos por hombres desde siempre, y se dieron cuenta de que no eran acerca de ellas. Pero continuaron haciéndolo con gran interés porque era como leer acerca de un país extranjero. Los hombres nunca han devuelto la cortesía”.
En tiempos como estos, de ridiculización del feminismo y a diez años de ella, la que luchó por un mundo donde quepan las mujeres, queda su literatura, quedan sus palabras: “No se puede cuestionar que una chica de 18 años hoy tiene más posibilidades que una chica de la misma edad hace treinta años. ¿Esa chica quiere retroceder? No. Pero cuando una joven dice ‘no soy feminista’ es una forma de aceptar que están dispuestas a retroceder”.