Por Guillermo Altares
El País (Es)
La muerte de Ana Frank, la niña alemana que se escondió durante dos años en una casa de Ámsterdam con su familia, hasta que fue capturada por la Gestapo y deportada a Auschwitz, simboliza la gran tragedia del siglo XX, el Holocausto. Su figura va incluso más allá porque ha acabado por representar la inocencia de todas las víctimas de persecuciones racistas. Pero la universalidad de su legado —su diario ha vendido 30 millones de ejemplares en 67 idiomas— no siempre es fácil de gestionar.
Todo el mundo está de acuerdo en condenar y tomar medidas serias contra los hooligans del equipo de fútbol romano de Lazzio que se rieron recientemente de la niña mártir. En eso no hay ningún problema, ni siquiera en el castigo que se les impuso: visitar el campo de exterminio en Auschwitz. También existe un consenso general en que no es una buena idea vender en Internet un disfraz de Ana Frank para Halloween: no hay ninguna ofensa directa, pero es una falta de respeto evidente. Sin embargo, existe una zona gris más amplia, en la que las cosas están menos claras. La última polémica que ha rodeado a la pequeña Frank tiene que ver con los ferrocarriles alemanes, que anunciaron que iban a poner su nombre a un tren.
La intención de Deutsche Bahn es rendir homenaje al recuerdo de la niña, “no faltar a su memoria”, expresó la compañía en un comunicado. “Al contrario, somos conscientes de nuestra responsabilidad histórica y por eso tomamos la decisión de tratar de mantener viva la memoria de Ana Frank”, proseguía el texto. La responsabilidad de los ferrocarriles alemanes en el Holocausto es, efectivamente, enorme. Uno de los grandes historiadores de la Shoah, Raul Hilberg, analizó los registros del ferrocarril para estudiar cómo se pudo llevar a cabo un crimen tan descomunal. Los organizadores de los trenes eran conscientes de que llegaban llenos a los campos de exterminio y volvían vacíos y planificaron minuciosamente el transporte de millones de personas hacia la muerte. Un detalle especialmente siniestro es que las SS obligaban a las víctimas a pagar un billete de ida, con descuento de grupo. Hilberg y muchos otros historiadores consideraban a los responsables de los ferrocarriles cómplices.
Alemania es un país que ha tenido un comportamiento impecable en el reconocimiento de los crímenes de su pasado y que persigue como pocos el negacionismo. No hay ninguna mala fe, todo lo contrario, en la idea de los ferrocarriles alemanes, fruto además de una encuesta popular. Se trata del reconocimiento de un crimen, no de su trivialización. Sin embargo, la memoria de aquella niña que murió de tifus en Bergen-Belsen a los 15 años es delicada y debe ser tratada con muchísimo respeto. Tal vez lo deseable sería dejarla en paz y recordarla de la mejor manera posible: promover la lectura del texto que nos dejó y que demuestra que, incluso en sus peores momentos, el odio no es capaz de destruir a la humanidad. En vez de poner su nombre al tren, se deberían repartir ejemplares en todos los ferrocarriles de Europa.