Revista Pijao
De pequeño quiero ser wagogo
De pequeño quiero ser wagogo

Por Javier Vallejo Fotografía Carmen Ballvé

El País (Es)

En el poblado Nzali siempre hay gente cantando, cerca y a lo lejos, también en la oscuridad. Todos sus habitantes son vocalistas e instrumentistas consumados, sin que nadie les haya enseñado. Si acaso, aprendieron cuando eran bebés, dormidos profundamente sobre la espalda de sus madres, envueltos en la tela kanga, mientras ellas danzaban toda la noche, para atraer la lluvia.

Tampoco hay programas de reciclaje de los residuos, pero todo se recicla en la aldea. Lo cuenta Polo Vallejo en Acaba cuando llego, ganador del primer Premio al Libro Mejor Editado en 2016, en la categoría de Arte, concedido por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. El volumen resume los cuadernos de campo que el etnomusicólogo madrileño escribió a lo largo de dos décadas, durante sus visitas a este rincón tanzano, que le llevó de asombro en sorpresa.

Un yanqui en la corte del rey Arturo o un marciano en la de Felipe VI no recibirían de sus anfitriones impresiones tan desconcertantes y suculentas como las que a Vallejo le produce el  inmenso arco sonoro, táctil y gustativo de este rincón africano genuino y sin desbastar. Bajo su mirada forastera, progresivamente aclimatada, los acontecimientos más nimios adquieren una dimensión enigmática y trascendente, que el autor nos comunica en presente de indicativo, con la perplejidad que sintió en el momento, sin anticipar la explicación simple que acabó dándoles.

A cada trecho del relato, una foto de Carmen Ballvé le sirve de contrapunto: la niña Miriam Mtizi tapándose la boca con las blancas uñas de su mano derecha, ante un paisaje panorámico; el perfil de la bella Julia Husein, sentada en penumbra, su rostro meditabundo iluminado por la luz que se cuela a través de una puerta abierta fuera de campo; tres niños cubiertos de barro, en trance de ser iniciados en la edad adulta... Todas en blanco y negro, las fotos realzan la impronta telúrica del universo wagogo.

La mirada de la retratista y la del etnomusicólogo dialogan entre sí tal y como dialogan las voces de estos cantantes agricultores, cuya polifonía de tradición oral no tiene parangón. Los admirables cantos sardos, corsos, europeorientales y del Cáucaso no producen sobre el oyente ese efecto ola, que de un golpe lo sumerge y lo empapa hasta los tuétanos, característico de la música wagoga. El espléndido libro de Swanu Books (editorial creada por Vallejo y Ballvé expresamente para publicarlo) también sumerge al lector y lo abstrae: todo él sabe a África. El tomo alterna dos cuerpos de letra cómodos de leer, administra con holgura generosos márgenes y espacios en blanco, distribuye las fotos a contratiempo del texto e ilustra lo narrado con expresivos dibujos de niños de Nzali.

Vallejo es un narrador facultado, irónico, provisto de una ingenuidad virgen, a lo Jacques Tati: a todo le saca chispa poética, entreverada de humor. Dice mucho con casi nada: tras la llegada de un buhonero, que surte de pilas a los aldeanos, en Nzali comienzan a sonar las radios y ya nadie canta. Evocaba Juanito Valderrama a través de su hijo en El ala de mi sombrero la riqueza sonora de la Sevilla de su infancia, repleta de pregoneros de mercancías variopintas. En Nzali, por fortuna, “conforme las pilas se gastan, las radios van enmudeciendo y la música vuelve a inundar el aire”.

Tan celebrado está siendo este libro, donde todo ofrece una impresión de objetividad equiparable a la que producen la prosa de Azorín y el cine de Robert Flaherty, que ya está pensando Vallejo en reinvertir parte de lo recaudado en un librito-CD sobre el cancionero infantil de Kedugu (Senegal): el 15% será para construir una escuela en el poblado tanzano.


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