Por Juliana Muñoz Toro Foto Gustavo Torrijos
El Espectador
Abrí un libro empolvado buscando una historia y de sus hojas cayó un recorte de periódico olvidado, un poema. El nombre de su autor había quedado mutilado, pero lo reconocí de inmediato al leer sus primeras líneas “todo tuyo siempre todavía”. El verso era (es) de Darío Jaramillo Agudelo, el único poeta colombiano del que puedo recordar, a pesar de mi mala memoria, líneas que me acompañan como oraciones, mantras que surgen inesperadamente, así como el recorte, para que un sentimiento se parezca lo más posible a un conjunto de letras: “Ese otro que también me habita, / acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo ajeno o de ambos, (…) ese otro, / también te ama”.
El día en que conocí a Darío Jaramillo, en un taller de poesía, lo vi tan alto… y a la vez tan cercano. Quería saber cómo ocurría la magia. Cuál era su secreto para hacer versos de amor que no fueran empalagosos sino vibrantes, para hacer poesía erótica sin recorrer los mismos caminos, sino avanzar por el trecho exquisito que es el cuerpo. Y él contestó sin reservas: a la hora de escribir no quiero a nadie cerca (“primero y siempre está tu soledad / y luego nada / y después, si ha de llegar, está el amor”), no pongo música y necesito todas las horas adelante que sean posibles.
Explicó que termina la jornada a la mitad de un párrafo y así al día siguiente sabe qué es lo que sigue. Necesitaba ser algo así como un pájaro, que produce su mejor melodía cuando está enamorado, y bien sabemos que los pájaros aman el amanecer con la misma intensidad con que aman al ser con el que estarán aleteando más tarde en el marco de una ventana.
Yo voy por obsesiones, contó, como los gatos (“los gatos no son de este mundo, / pasan de puntillas, / observan en la oscuridad, / espían para Dios o el diablo, / hacen pereza aburridos de este mundo, / los gatos: invasores, testigos”) o los amores imposibles (“todos los amores imposibles son eternos, el tiempo no los toca / y no existen traiciones entre los amores imposibles”). Lo inspiran León de Greiff, Rainer María Rilke, Walt Whitman y su Canto a mí mismo, y tantos otros con los que haría una antología eterna.
“Vivo con la necesidad de escribir, aunque uno nunca aprenda a escribir”. Y lo dijo porque a sus 70, ganador del Premio Nacional de Poesía 2017 con el libro El cuerpo y otra cosa, y habiendo publicado además novela, ensayo y literatura infantil, se sigue pensando como un aprendiz. Es el aprendiz que escribe por placer y no porque necesita llenar la nevera. Él llena la nevera gracias a otras cosas, como su importante carrera como gestor cultural, pero a la poesía la deja libre y que aparezca cuando se le dé la gana.
Quisiera que mi poesía sonara siempre hablada, confesó, toda revolución poética procede del habla cotidiana. Por eso se graba leyendo sus versos más jóvenes. Así les encuentra un ritmo, una palabra más justa. Reescribe, guarda y vuelve a leer. No lo afana publicar ni mucho menos ganar premios. Los premios si acaso son buenos como excusa para que lo llamen sus amigos.
De su padre escuchó los primeros versos recitados y de ahí no sólo quedó alucinando con palabras, sino que descubrió que podía librarse de los castigos aprendiendo poemas de memoria. Le gusta el fútbol, la piña y el mango, el piano de Mozart y la voz desgarrada de Janes Joplis, que aparece en uno de sus versos de amores imposibles: “de pronto la voz de Janis Joplin / me ensarta en una noche cítrica, / de alambre”.
¿Oficio o inspiración? Oficio, tal vez, cuando escribe una novela: con un final planeado, a veces en forma de carta –como La muerte de Alec–, con personajes elaborados y estructuras racionales que obedecen a la lógica interna de “ese país imaginado”. Mientras que el poeta se enfrenta al papel o al viento, si es que acaso fuese pájaro, como si fuera la primera vez. Con esa incertidumbre, con esa intuición. ¡Ah! como el amor recién descubierto: “Sé que el amor / no existe / y sé también / que te amo”.
Cerré el libro con el recorte adentro. Servirá para volver a decirle a aquel que soy “toda tuya siempre todavía”. Al menos mientras Darío Jaramillo escribe un “poema sin pájaros ni fuentes, un poema que eluda el mar y que no mire a las estrellas”, porque el perfecto verso de amor no es un poema sino un verbo como “pasar los dedos por tu piel” o, aún mejor, un canto, “el canto de mi dicha”.