Por Eduardo Milán Foto Archivo
El País (Uy)
UNO. Hay algo en la actitud poética de Washington Benavides que se parece a una actitud poética de Octavio Paz. Se trata de una insistencia, la de mantener el diálogo con la tradición como algo vivo todo el tiempo, al margen de lo que dicte la exigencia de una época. Es una curiosa manera de entender la modernidad, una manera casi literal de seguir el dictum de Baudelaire, para quien la modernidad consiste en esa capacidad pendular: un pie en el pasado, un pie en el futuro. La comparación no se puede continuar, entre otras cosas porque Benavides, al contrario de Paz, nunca se "atrevió" a la vanguardia, ni siquiera porque sentía una cierta fascinación por los juegos de lenguaje. Pero no en la poesía. Si bien conoció toda la zaga de movimientos vanguardistas que siguió a la irrupción de la Poesía Concreta en São Paulo en 1952 (Poesia Praxis, Poema Processo, los usos del tropicalismo de fines de los sesenta en las letras de Caetano Veloso y Gilberto Gil, sobre todo del primero), Benavides estaba fascinado por la invención lingüística en la prosa poética de João Guimarães Rosa. Es muy difícil encontrar un escritor con la capacidad de invención verbal de Guimarães Rosa. En América Latina no existe una prosa semejante. Hay que remontarse al maestro de Guimarães, James Joyce, para hablar de pares de la portemanteau. Me consta personalmente su fascinación: traduje con él un par de cuentos del escritor brasileño que fue publicado en editorial Banda Oriental. Es decir, le era bienvenida la invención verbal siempre y cuando no estuviera en peligro el sentido. Pero aún el sentido se sostiene dudosamente si no hay, de fondo, el continuo sedimento de una narración. Benavides necesitaba cancha abierta para neologizar, nunca en corto. Y se entiende. Si una concepción tradicional de la lírica descansa en el cuidado de la palabra, dicha así, en cursivas, como átomo o núcleo relacionante fundamental del poema, el juego-sólo-juego que involucre a la palabra puede acabar con la empresa completa. En cambio, en un horizonte narrativo donde las palabras se relacionan unas con otras para crear, más que islas, ámbitos, el concepto mismo de juego no involucraría a todo el lenguaje. El cuerpo textual de la prosa no está considerado objeto como el poema moderno. Y lo que preserva un poeta como Benavides es la salud del objeto. El culto por una objetualidad atesorada es lo que mantiene a Benavides dentro de la concepción del poema moderno y le impide dar un paso más y abismarse en cualquier vanguardia. Esta concepción del poema está tratada en forma estratégica en Hokusai (1975). Benavides usa ahí el verso fragmentado proveniente de Charles Olson en su origen, el "verso proyectivo". Pero no hay nada de la concepción del verso proyectivo en Hokusai. Lo que hay es una narración proyectada espacialmente por grupos fónicos que se ubican en un zigzag descendiente en la página. Son bloques linguísticos separados por grupos de sentido, una especie de narración escalonada.
DOS. Si se recuerda Hokusai, se tendrá claro que es el libro más "culto" de Benavides. Culto no en el sentido de seguimiento de prácticas rituales y de costumbres comunitarias —el sentido de "cultivo" más allá de la tierra—: en el sentido de mostrar un campo de referencias socialmente prestigiado y revelarlo como mundo propio de afinidades electivas. En Hokusai la cultura poética es un medio para abrir un claro en la selva oscura de la dictadura militar, un claro para acceder al mundo poético del afuera, de lo que no está allí y ni siquiera está —en la mayoría de los casos o de las "personas" tratadas en el libro— con vida en ese momento. Benavides manejaba esa concepción característica de la literatura moderna que borra el límite de los tiempos vitales: todos los escritores —sobre todo los poetas para él— están dentro de ese campo "generoso" de la literatura que no reconoce diferencias entre vivos y muertos. Se trata de establecer genealogías mediante la afinidad. Pero hay algo importante que aparece en seguida si se busca un poco más que en la apariencia: el interés de Benavides es más biográfico que estrictamente poético. La anécdota, en Hokusai, es fundamental. Es un libro de afectos más que de poéticas. Es precisamente ahí, en la afectividad unitiva de Hokusai, que se evidencia la carencia del emisor ante la supuesta riqueza de los interlocutores virtuales ausentes. Es la médula de Hokusai la contradicción y la creación de un efecto de alto contraste. Por un lado, un emisor que muestra —o sea que no oculta bajo ninguna coartada— la realidad que vive o padece, una realidad tercermundista que lo incluye como humano casi indefenso ante la fuerza del control social. Por el otro, gran parte de lo más selecto de una cultura poética refinada que sobrevive, gracias a la literatura, en una zona de neutralidad atemporal, libre de ganancia y de pérdida. El lazo que permite la vinculación o por lo menos el diálogo entre los supuestos iguales es la consideración, por encima de cualquier avatar "menor" —insisto: vida y muerte incluidas— de la palabra literaria —y muy especialmente, poética— y en su extensión, del arte —vía la mediación del pintor Hokusai— como verdaderos salvoconductos que permiten atravesar cualquier coyuntura adversa. Una dictadura militar, como todo estado de excepción, se sostiene en el ejercicio de la fuerza que se irradia en una serie de regulaciones inquebrantables. La de expresión, entre las libertades afectadas, es una de las más vulneradas. Aunque la simbolización establece una distancia entre la palabra y lo que designa, la tendencia es a la autocensura o a la abstracción —o a la apuesta por un azar casi suicida que juegue a favor del pasar desapercibido. En cambio, Benavides presenta un libro que no plantea una realidad de libertad quebrada o de pacto social arrasado. Exhibe, de manera más o menos metafórica —porque Benavides usa un habla poética muy cercana al lenguaje coloquial que no le permite caer en jeroglíficos ni en hermetismos arcanizantes— una existencia cercada por penurias sobriamente señaladas. Lo que resalta es la diferencia entre esa realidad de alto voltaje en su precariedad y los referentes a los que convoca como confidentes. No se trata, claro, de ningún tipo de chantaje al destinatario de esas cartas lanzadas al mar. El destinatario poético, el "otro lado", sólo figuradamente escucha —John Donne, Bernart de Ventadorn, Ezra Pound, etc, sólo atienden esa demanda dentro de una lógica mitopoética. El que escucha es el lector. La recepción crítica de Hokusai, si no recuerdo mal, fue muy atenta y muy respetuosa. Benavides era en 1975 un poeta indiscutible en la poesía uruguaya, de un prestigio completamente consolidado. Cuarenta y dos años después me sigue llamando la atención el hiperculturalismo de Hokusai. No porque fuera inconcebible: "The Cantos" de Ezra Pound, uno de los pilares de la poesía del siglo XX que Benavides concebía como una de sus influencias, tiene como tema a la cultura, no sólo poética: la cultura de la humanidad tomada así, en general. Lo que llama la atención en Hokusai es el lugar de emisión, el momento histórico que atraviesa ese lugar, las características singulares de la voz poética que aborda la cultura poética extraterritorial que le da amparo. Y la sospecha de que, una vez más, ahí se cumple lo que tanto pone de relieve Frederic Jameson en su cita de Walter Benjamin: "Documentos de cultura son documentos de barbarie".