Por Manuela Saldarriaga H.
Especial para El Espectador
Veinte años, veinticinco crónicas de viaje, doscientas cincuenta páginas, setenta ciudades. Cuatro lugares con asilo: Madrid, París, Nueva Delhi y Roma. Alimento para sus biografías de ficción, material en su estado original, no destilado. Cuatro libros, tres agendas, media botella de whisky en un bar de hotel y en una mesa un novelista, porque “escribir mientras uno viaja es una de las formas más lúcidas de estar solo”.
El elemento en común de esta narrativa geográfica es el punto de vista de quien escribe. El encuentro de alguien con un lugar que, cuando va por él de paso, no se pasa, y cuando en él se queda, de pronto se olvida; como con la gente. Y para ese alguien este diario periodístico, Ciudades al final de la noche, publicado por Angosta Editores, es el resultado de una modificación, porque “todo viaje te cambia”.
Santiago Gamboa anhela pensar que sabe poco y que casi nunca es advertido, logro de pocos flamantes tipos de flâneur. Anda en búsqueda de paisajes humanos. La construcción, esa nueva naturaleza, le habla del espíritu promedio de un espacio. El asfalto es más estimulante que el arbolado porque, según él, las construcciones son todo y el lenguaje físico varía según su sociedad y su cultura. El golpe de suerte para quien relata es además, con cada situación, como la de quien arroja una moneda al aire; lo que parecía un hospital en China termina siendo la sede del Partido Comunista. Un vehículo azaroso entre la observación y lo que se manifiesta.
De hecho, entre uno y otro relato, el vaso comunicante está en el entretejido de posibilidades, en la búsqueda y curiosidad por lo que el entresijo humano supone, la urdimbre humana. En palabras del escritor, las ciudades reflejan toda la miseria, toda la angustia, el arte, las expresiones, la relación con la vida, el amor y la muerte. “Uno llega a una ciudad como Katmandú y se encuentra con una montaña de cascajos y de pronto aparecen sus templos budistas y piensa: por Dios, ¿de qué se trata?”. Gamboa asegura que antes, hace siglos, había una mejor arquitectura que ahora, y si bien es cierto, sabe que las ciudades son todo aquello que la gente tiene en la cabeza. Cuenta, por ejemplo, que para que un chino diga que algo es un parque, tiene que haber cuatro elementos: un lago, frente al lago una colinita, en esa colina debe haber bambú, y cerca al lago, un espacio para tomar el té. “La palabra paisaje es propuesta según cada cultura”.
En su primer viaje pensaba que un país diferente al suyo debía parecer de otro color. Ahora no ignora que los países sobre los que ha escrito no son tan luminosos. Él prefiere llegar poco a poco a donde quiera que sea y siente que nunca regresa, porque a ningún lugar pertenece, o mejor, que cuando lo hace es siempre un falso regreso. “Cada escritor se inventa su propia forma de serlo”. Su vicio habitual es dar una vuelta a la redonda de donde se hospeda, porque, por lo general, lo que se oculta detrás, la zona de sombra, es lo más parecido a lo auténtico. Cuando viaja piensa que la sangre le corre de manera distinta, descubre gente bellísima en ciudades monstruosas, ruidosas y polvorientas. Al moverse, todo lo que tiene en la cabeza toma una forma muy intensa —incluso un poco más violenta—, asegura.
Las cosas suceden y suceden también cuando no se está. Él lo dice. Queda la sensación de que hubo un deseo de asistir a una situación aun cuando posiblemente no convocaba la participación del escritor. “Me fascina inventar teorías personales sobre las cosas que vivo cuando viajo. Por supuesto, la gran mayoría de teorías son falsas: creer que un río de gente bajando por la calle necesariamente tiene que ver conmigo o que me quieren hacer creer algo que no ocurre es simpático. Me gustan esos juegos de la soledad y definitivamente el anonimato es bueno para la literatura: cuanto más lejos, más cerca”.
Algunas de sus novelas beben del agua de sus crónicas de viaje, las interviene. Cuando conoció Etiopía escribió un texto periodístico y la experiencia fue tan potente que cuando necesitó escribir una novela se bastó con la vianda de una ciudad del Cuerno de África. “La creación literaria desemboca en el mismo cauce”. La faz de su trabajo que menos se conoce en Colombia, su país de origen, es justamente el relato periodístico, una excusa para destacar el que la editorial antioqueña haya resuelto publicar este compendio de textos que distan espacial y temporalmente unos de otros.
Posiblemente, estas crónicas develan quién hay detrás de bambalinas de la ficción, quién es Santiago Gamboa y por qué se asimila descubriendo un místico, amargo y dulzón secreto entre callejuelas, con su buena memoria, repitiéndose a sí mismo citas, y con las fieles coordenadas de pérdida bajo su calzado gastado. Recordándose a los diecinueve años listo para lanzarse a la vida y nadar en alta mar —en sus palabras—, en su explicación de brújula inquieta, cuando besaba y acariciaba a muchas mujeres con impaciencia, y años después, un baño de un bar de hotel, un espejo en el baño, y el reflejo de un hombre que se asoma en ese espejo, repitiéndose una pregunta que jamás supo responder, un murmullo incesante. La soledad son los otros. “Una música que atesoré durante años y que me permitió escribir mis primeros libros”.