Revista Pijao
Casa Museo Eduardo Santa
Casa Museo Eduardo Santa

Honrosa propuesta la  del historiador Luis Gabriel Calderón, apoyada por el periodista Henri Rengifo; publicación que aparece en el periódico EL CRONISTA, con fecha 6 de Mayo de 2020, con el titular “Propuesta de convertir casona del maestro Eduardo Santa en museo”.

Gran entusiasmo ha suscitado en el círculo de escritores, amigos, intelectuales y miembros de las Academias  colombianas de Historia y de la Lengua, de las cuales, el maestro Santa es miembro honorífico.

Diversas opiniones, en pro y en contra, también se han venido manifestando, en relación con dicha propuesta. La  califican, los entendidos del tejemaneje administrativo, como algo fuera del alcance económico del Municipio del Líbano.  Y es que son muy exigentes los requerimientos, con respecto a las ejecutorias propicias de refacción, mantenimiento y sostenido cuidado, que exigen los inmuebles en dicha población libanense; debido a su cálido clima húmedo, y las endémicas plagas, que “acaban” con vigas, muebles y demás componentes de las viviendas, en dicha región cafetera.

Muchos, han calificado la hipotética adquisición, del inmueble del maestro Santa, como exabrupto total, trayendo a colación, el lastimoso “descuido” de los restos del General Isidro Parrra, en el pasado, y las sucesivas vicisitudes acaecidas, referentes al sostenimiento, de la Casa de la Cultura.

Como esposa del maestro Santa, he sentido halago y agradecimiento,  por el fervor expresado por el historiador Rengifo, frente a la figura  de mi esposo, y lo que él representa en el ámbito intelectual, a nivel local, nacional y universal.

 Recibo, permanentemente, del Líbano-Tolima, y sus pobladores, manifestaciones de inmenso aprecio, irradiadas por la prestancia de Eduardo Santa, a quien todos expresan reverencial cariño y respeto. Tanto por el nutrido  legado intelectual que nos ha dejado, como por su recia personalidad, signada por la rectitud, la consagrada disciplina, la austera proyección de sus costumbres; y,  el talante altivo connatural a su persona. Siempre  fue ajeno, a alardear o  hacer públicos sus logros.  Fue su  innata actitud personal, el no utilizar o depender de lisonjas, ni de  otras prebendas, propias de nuestro medio, para lograr ascender  los estrados del reconocimiento.

No me parece descabellada, en modo alguno, la idea. La casona del maestro Santa, refleja en mucho, su diario vivir; rodeado siempre de libros, música clásica, plantas florecidas y unas muy sobrias pertenencias. Esos  eran sus valores espirituales, pues  los materiales para él, eran completamente secundarios. El maestro Eduardo Santa, es un modelo de vida, que bien puede abrir las puertas de su intimidad a sus coterráneos, convirtiéndose en ejemplo para las juventudes.

La adquisición de dicha casona la hicimos hace ya casi 40 años, después de fantasear desde que nos casamos, con la posibilidad de tener una casa en su amado terruño. Residíamos en Bogotá, con intensos compromisos intelectuales y  laborales, tanto él como yo. Éramos jóvenes aún, y los sueños diurnos los elaborábamos en pareja, construyendo con la imaginación, aquél sitio recreacional, cobijado por el maravilloso clima de raso y tul que caracteriza la altitud libanense. Jamás albergamos fantasías de lujos, ni ostentación. Recreábamos ideativamente una casita modesta, vieja, con historia; nada recién construido. Mejor, algo que conservara en su estructura, los estilos de vida ancestrales. Algo muy propio de la colonización antioqueña, que fue creando pueblos y más pueblos, en las montañas del Norte del Tolima.

Tampoco contábamos con demasiado dinero. Siempre dependimos, de nuestro ejercicio profesional, casi que exclusivamente. Comulgamos, los dos, con la postura moral, de  jamás desear posesiones excesivas.  Nos animaba, mucho más, el mundo de la poesía, la historia, la armoniosa actitud contemplativa de amaneceres y  ocasos; y, el canto de los pájaros. Los olores de la tierra …  la tranquilidad del alma.

Aún no había nacido Sarita, nuestra hija, en aquel entonces. La dedicación absoluta era a la docencia: el maestro Santa, en la Universidad Nacional:  yo,  en la Escuela Colombiana de Medicina. El estudio y la lectura, eran nuestra mayor entretención. El cumplimiento del maestro Santa a sus Academias; ocupaba espacios sagrados: y en mi quehacer profesional, la entrega a  mis pacientes, en mi consultorio privado y en la Clínica Montserrat.

Las vacaciones, las pasábamos en su terruño amado, en casa de su hermana mayor, la inolvidable Estercita Santa, quien nos prodigaba toda suerte de deliciosas comidas típicas y el infinito cariño que  siempre la caracterizó. Y, en las tardes,  el programa deleitoso, era recorrer las calles del pueblo, escuchando la bella voz varonil de mi esposo, quien emocionado, me iba reconstruyendo su Líbano de la juventud. Caminaba garboso, inflamado de ése su apego a las raíces.  En forma de éxtasis, iba dando vida a sus fantasmas, trayendo a habitar de nuevo los habitantes ya ausentes. Historiador y poeta por naturaleza, dueño del pasado, Eduardo Santa, se introducía en su prodigiosa memoria, adjudicando a cada vivienda, la familia de antaño, con nombres propios, oficios, fisonomía de cada uno y su propio estilo de comportamiento.

A éste ejercicio, siempre reiterado, en todas las visitas a su Líbano encantador, fuimos añadiendo, con el entusiasmo de recién casados, el de adquirir, cada casa que nos iba gustando. Para mí, era importante el que tuviera un solar. Para él, un patio central. Para los dos, árboles; y,  jardines con muchas flores, para que nos alegraran, las que él llamaba “chupalinas” (colibríes). Tener un gallo, que cantara al amanecer y nos advirtiera que comenzaba otro día de idílica residencia en aquel lugar.

Recorríamos el  Líbano de su recuerdos, reconstruyendo sus juveniles años, su infancia feliz.  Cada vez, nos acercábamos más, a la realidad de comprar una casita, de aquel entonces. Su casa materna, no se ajustaba a nuestros deseos, ya que al quedar en la Calle Real, el sitio del ahora, era en extremo bullanguero. Me mostraba, el maestro Santa, la ventana de su cuarto, en el segundo piso; y,  me hablaba de los tres solares de su mamá. Uno, con dalias; otro, con tomateras, plantas de ají y variadas especies medicinales. El tercero, embaldosado, para el almacén de telas  “La Garantía”, que Doña María Loboguerrero de Santa, había ido acreditando, con base, en sus magníficas ejecutorias.

Su hermana mayor, nos dirigía ahora, en la empresa que cada vez se iba cristalizando más y más. Comprar una casa en el Líbano de sus ensueños. Yo discrepaba de los proyectos de ella, siempre encaminados a casas pequeñas y “modernizadas”. Mi idea, estaba centrada siempre en la amplitud, la luminosidad y la vegetación; los solares, siempre los mágicos solares, que solo las casas de antaño poseían.

Pues, emergió el sueño, hecho realidad; y, la actual casona, cumplió absolutamente todos nuestros anhelos. Grande. Antigua. Luminosa. Habitada de historias. Llevaba cuatro años desocupada. Aparecía en extremo  exótica, como embrujada, sombría y demasiado “voluminosa” para la mayoría de sus habitantes. Nadie había hecho oferta. Nadie hubiera querido poseerla. Su estilo arquitectónico, no coincidía con los gustos y parámetros del grueso de sus habitantes. No faltaron las recomendaciones de algunos vecinos, quienes nos advirtieron de ser “extraña”. Conventual, con largos corredores y habitaciones hechas en “galería”; opinión que compartía mi amorosa cuñada, quien me alertaba de ser demasiado grande para el oficio, para mantenerla. Sus techos con más de tres metros de altura, nos iban a resultar un gasto enorme para estarla pintando. Su antigüedad, requeriría, permanentes reparaciones … etc.etc.

Contrario a todas esas prevenciones y advertencias, la adquirimos de inmediato. Absolutamente felices, entusiasmados: Nos encontramos allí, con la realización misma de nuestras entusiastas ilusiones.

Claro, que  no hay año, que no le tengamos que hacer  alguna refacción. Infortunadamente, el comején, roe sin piedad las maderas; y,  algunas estructuras propias de la arquitectura de la colonización antioqueña, las hemos ido reemplazando por elementos del hoy. Los “encielados” de antaño, eran de esterilla, con pañete de estiércol de caballo y cal. Imposible conservarlos. Las plagas, las goteras, la humedad, hicieron su tarea de consumición. En aquel entonces, no se utilizaban canales de metal; eran cunetas, de cemento, en los bordes del techo. Fue necesaria la instalación moderna, para evitar desbordamientos de aguas lluvias, y las consabidas humedades. El techo mismo hemos venido cambiándolo.  Las lámparas, para la  iluminación, las trajimos a alturas de acceso, en caso de cambio de bombillo. Antes, era toda una parafernalia, el simple hecho de fundirse alguno.

Fueron pasando los años, al quinto,  de  feliz unión, llegó nuestra única hija, Sarita. Allí emprendió sus primeros pasos. Allí, en la casona bautizada SANTÁGUILA, aprendió a amar los pájaros, las luciérnagas, las libélulas y las mariposas. A extasiarse con las constelaciones de las estrellas, que su papá le iba enseñando, pues el patio central, corazón de la casona, en las noches, se ilumina del todo, titilando muy de cerca, un gran lucero, que bautizamos Abenamar, creación literaria de su padre; y,  que ahora, nos irradia jubiloso, trayéndonos la presencia  del inmortal escritor: EDUARDO SANTA.

A Sarita, nuestra hija,  la alimentamos de lo esencial y hermoso de la vida elemental.  Muy pronto distinguió los diversos sonidos de la aldea, cada uno con su mensaje. Supo que las campanas de la iglesia, hablaban a las gentes sobre los diversos aconteceres. Duelo. Accidente. Incendio…todo dependiendo del número de repiques. Luego, ya tuvimos un gallo, Pepe, que con canto algo ronco, iba marcando el paso de las horas. Los gritos de los vivanderos: leeche; mazamooorra; limones. El timbre, cada ocho días, de la basura, ritual obligado de encuentro con los vecinos. La calle era de tierra, el polvo se levantaba en ráfagas y los niños alborotaban la cuadra. Todo era un vibrar de voces muy diferentes a las de la ciudad. Era frecuente que no tuviéramos suministro de luz eléctrica; cada vez que había tormenta, se quemaba algún fusible del pueblo. Los Jueves, no había agua (lavan los tanques). El rugir de la naturaleza, a diferencia del de la ciudad, se apreciaba en forma primitiva,  inundando todo el  ámbito, entre estremecedor y vital. Los truenos, fortísimos. Los rayos, con mayor luminosidad. A veces, la neblina, se entraba hasta el patio, y era del todo fascinante para la niña en crecimiento, sumergirse en ella. Una vez, en el solar apareció una inofensiva culebra, alegría total, pues desde temprana infancia ama todos los animales sin temor. Murciélagos, se instalaron en el altillo, también, impidiendo Sarita, que se les exterminara. Hasta un enorme sapo estuvo de visitante El transcurso del tiempo  de las vacaciones, en la bella casona, alimentó por siempre a nuestra tierna hija, marcando enriquecedoras huellas indelebles en su espíritu.  

La bella arquitectura de la casona, está conservada en amoroso tributo a sus años; solamente las necesarias refacciones y adiciones del vivir actual, hemos ido incorporándole. Como garaje, indispensable ahora; baño en la habitación principal; ventanas a los cuartos (antes estaban completamente “ciegas”). Cerámica al piso de acceso al solar. Y, por supuesto, construcción de un atractivo, amplio  y cómodo altillo, para conquistar el esplendoroso paisaje de las montañas que rodean el valle, donde reposa el pueblo. Allí, el maestro Santa,  se aislaba a escribir; a dar rienda suelta a su afortunada inspiración. Lugar de excepción, su ALTILLO, libre del trajinar doméstico y cercano al límpido  verde de sus campos de infancia; con ése azul intenso de los cielos del Líbano, que crea un telón de fondo, donde son posibles todos sueños. Paisajes bucólicos muy propios  de su existir.

Otras cosillas más, siempre algo  más, para exornar  la  muy cuidada casona. Rejas, ampliaciones. El maestro Eduardo Santa tenía gran manejo de los espacios y un enorme sentido estético. Fue adorador de su terruño natal y de su casona; sueño cumplido de retorno al seno ancestral, al cual cantó en su primer libro “La provincia perdida”;  como también fluye en forma mágica, en “Cuarto Menguante”, “Recuerdos de mi aldea”, “Los Espejos del Tiempo y “El paso de las nubes”. Y muchos, muchísimos libros y reminiscencias más de su autoría.

Su Líbano amado. ¡ Siempre!

NOTA: Hasta ahora, hago eco, a la propuesta del historiador Calderón. Primero, porque el duelo, en pandemia, acarreó características sui generis. Afronté la muerte de mi esposo, el maestro Eduardo Santa, absolutamente sola, el 2 de Mayo de 2020. Sarita mi hija, residente en España, con fronteras cerradas. Los hijos mayores del maestro, en edades con requerimientos de seguridad; y  una de ellas residente en Washington. Familiares y amigos cercanos, recluidos en el encerramiento decretado. Voy asimilando, en forma lenta y sana, todas las dolorosas etapas que conlleva la muerte de mi esposo, un hombre superior, quien con su creación literaria ha hecho más llevadera su pérdida física,  ya que su presencia espiritual,  ha sido, es;  y,  seguirá siendo,  perenne. Nos alimenta su robusta y variada  Obra Intelectual, a la que acudo casi a diario, en ejercicio frecuente de memorizar algunos de sus poemas.

Por ahora, no estoy en condiciones emocionales, de brindar la oportunidad, al Municipio del Líbano, para constituir  el Museo Eduardo Santa, en la casona que habito por temporadas. Son demasiados lazos afectivos, los que me unen a ella; y, así sea bastante costoso su mantenimiento y lograr su consuetudinaria y   total funcionalidad, estoy en capacidad aún, de asumir dichas onerosas  obligaciones. Para el futuro; y, contando con la disposición de mi hija Sara Santa Aguilar, propietaria de dicha residencia, ya se harán las gestiones pertinentes. Espero, que para lograr dicha prospección, el Municipio del Líbano, para entonces, cuente con los recursos adecuados, para seguir presentando la bella Casona del maestro Eduardo Santa, en las mismas condiciones en las que la hemos mantenido a lo largo de estos casi  40 años; sin escatimar, aprovisionamiento alguno para conservarla, pues en ella reposa la memoria del  ilustre hijo del Líbano Tolima. Allí quedarán para la posteridad sus pertenencias, retrato fiel, de sus valores éticos, estéticos e intelectuales.

RUTH AGUILAR QUIJANO. BOGOTÁ, Noviembre 22 de 2021.

 


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