Por Mauricio Sáenz
Revista Arcadia
Julio César Londoño se anuncia en el prólogo como un ensayista de divulgación, dedicado a “estudiar en prosa los temas de las ciencias y las humanidades, sin acudir a la jerga técnica ni a las formulaciones matemáticas”. Y sí, cualquier lector podría caracterizar de esa manera Los pasos del escorpión y otros ensayos, aunque al hacerlo podría quedarse corto.
En efecto, en este, como en sus otras obras, una novela y varios libros de cuentos (además es un cuentista muy premiado), Londoño despliega, además de su prosa tan natural y ajena a lo grave, su don para la ironía, la burla, la capacidad para tratar aspectos fundamentales de un tema y condimentarlos con un gracejo inevitablemente gracioso. Una visión que, por lo demás, está sembrada de referencias cruzadas que dan cuenta de su enorme cultura amasada a lo largo de años de lecturas en su natal Palmira, donde, como ha dicho con inocultable felicidad: “Nunca he tenido que trabajar”.
De modo que esta lectura resulta un paseo por el jardín florido de la erudición del autor, pero también por el campo minado de sus sarcasmos eruditos y sus alusiones veladas, que a veces dejan la sensación de que Londoño se está burlando de sí mismo, en el mejor de los casos, o del lector, en el peor.
Y es que los temas que aborda dejan la sensación de estar frente a un pozo insondable de informaciones que van desde lo banal hasta lo existencial, sin que jamás asome el aburrimiento. Comienza por la moda, ese fenómeno que inicia, nos enteramos, hacia 1350, cuando nace el concepto del individuo en la Baja Edad Media y terminan los “modelos que duraban siglos”. Lo cual no excluye que ya siglos antes Virgilio se convirtiera en el primer cronista fashion, cuando dijo tras conocer la seda: “Es como el agua”. Y agotó el tema.
Luego arranca con los números y las letras, que permiten expresar “todo el universo, todas sus sombras, partículas, piedras, flores, pájaros, dioses, estrellas, fantasmas y teorías (…) con las diez cifras arábigas y los veinticuatro caracteres latinos de nuestro alfabeto de cada día”. Pero no, en realidad solo quiere hablar de los números, intuidos, dice, a tiempo con la aparición de la conciencia: “El número es natural, la palabra tal vez, las letras definitivamente no”. Párrafos y miles de años más adelante, esas maravillas permitieron nacer a la escuela pitagórica, cuyos integrantes, mitad hombres de ciencia, mitad brujos, demostraban teoremas pero nunca meaban al sol.
Luego Londoño ataca el tema de los sentidos, los sistemas sensoriales que nos permiten entrar en contacto con el mundo exterior, si es que este existe. Y contradice la sabiduría popular, que habla de cinco órganos, al reducir el tema a uno: la piel, la frontera del yo. Pero reconoce que el sentido clave es la visión, y lo demuestra con una anécdota muy suya: cuando Sócrates le pregunta a Fedro cuál ojo preferiría perder, Fedro no titubea: “Los dos de su mamá, maestro”.
Luego, una sorpresa: “El affaire Mutis-Poniatowska”, ampliación de una columna publicada en El País de Cali, en 2013. Aquí Londoño, en una primera persona engañosa, juega con el tiempo. Dice haber conocido a la condesa en 1961, algo imposible porque tendría entonces 8 años. Pero no nos importa. Con “crítica, más crónica, más ficción, más chismes”, nos sienta en las fiestas de Álvaro y Helena en ese México de los años cincuenta, y nosotros nos dejamos llevar al universo soñador de mitad del siglo. Un texto que poco tiene de ensayo, y mucho de belleza.
Pero no se equivoquen: el libro exuda cultura, y la verdad es que Londoño nos hace felices. No parece existir un tema que le arredre: el bosón de Higgs, la crítica literaria según Borges, las máquinas inteligentes, la filosofía del siglo XX, las hormigas, esos pequeños titanes, el matoneo escolar… Y culmina con el ensayo que le da título al libro, en el que busca descifrar el destino: determinismo o casualidad, libre albedrío u orden divino. No hay respuesta, por supuesto, aunque sí una frase lapidaria: no hay nadie más irrefutable que un posprofeta.