Por Peter Cozzens
El País (Es)
Cuando el presidente Lincoln le dijo a Oso Flaco que a veces sus muchachos blancos se portaban mal, estaba restando mucha importancia a la cuestión. Durante los dos siglos y medio que transcurrieron entre el asentamiento de la colonia de Jamestown en Virginia y las palabras admonitorias de Lincoln al jefe cheyene, una colonización blanca con afán constante de expansión había desplazado a los indios hacia el oeste sin respetar los compromisos adquiridos en los tratados o, en ocasiones, ni siquiera la mera humanidad. El Gobierno de la joven república norteamericana no pretendió exterminar a los indios, ni tampoco era la tierra india lo único que codiciaban los padres fundadores. También pretendían “iluminar y refinar” al indio, conducirlo del “salvajismo” al cristianismo y otorgarle las bendiciones de la agricultura y las artes domésticas.
En otras palabras, destruir la forma de vida india, incompatible con la norteamericana, civilizando a los indios más que matándolos. Los indios “civilizados” no vivirían en sus tierras nativas, ya que el Gobierno federal tenía la intención de comprárselas al mejor precio por medio de tratados negociados bajo la premisa legal de que las tribus eran las propietarias de la tierra y poseían la suficiente soberanía para transferir ese título de propiedad al verdadero soberano, es decir, a EE UU.
El Gobierno federal también se comprometió a no privar nunca a los indios de su tierra sin su consentimiento o a no luchar contra ellos sin autorización del Congreso. Para impedir que los colonos o los Estados individuales violaran los derechos de los indios, en 1790 el Congreso promulgó el primero de los seis estatutos conocidos en conjunto como el Nonintercourse Act, que prohibía la compra de tierra india sin la aprobación federal y establecía severos castigos por los crímenes cometidos contra los indios.
No es de extrañar que la estipulación de castigos en la ley muy pronto resultara ineficaz. El presidente George Washington intentó interceder en favor de los indios, a los cuales, insistió, había que proporcionar una completa protección legal, pero su advertencia no significaba nada para los blancos ávidos de tierras que vivían fuera del control del Gobierno. Con la intención de prevenir una matanza mutua, Washington envió tropas a la frontera del país. Una vez arrastrado a la brega, el pequeño ejército americano dedicó dos décadas y casi todos sus limitados recursos a luchar por el viejo noroeste contra las poderosas confederaciones indias en guerras no declaradas. Esto sentó un pésimo precedente; a partir de ese momento, los tratados serían una mera fachada para ocultar la toma de tierras a gran escala que el Congreso intentó paliar con rentas en efectivo y mercaderías.
Después de George Washington, a ningún otro presidente le quitaron el sueño los derechos de los indios. De hecho, la rama ejecutiva lideró el camino que conduciría a desposeerlos de sus tierras. En 1817, el presidente James Monroe le dijo al general Andrew Jackson: “La vida salvaje requiere para su permanencia una mayor extensión de terreno de la que es compatible con el progreso y las justas demandas de la vida civilizada, y debe ceder ante esta”. Como presidente, hacia 1830, Jackson llevó la orden de Monroe a su riguroso pero lógico extremo. Con la autoridad que le confirió la Ley de Traslado de 1830, y empleando diversos grados de severidad, Jackson barrió a las tribus nómadas del viejo noroeste hasta más allá del río Misisipi. Cuando los sureños le presionaron para que liberara tierras indias en Alabama y Georgia, Jackson también sacó de sus tierras a las llamadas Cinco Tribus Civilizadas (choctaw, chickasaw, creek, cheroquis y seminolas) y las reubicó al oeste del río Misisipi, en el Territorio Indio, un amplio terreno que se extendía a lo largo de diversos Estados futuros y que poco a poco se redujo hasta comprender solo el actual Oklahoma. La mayoría de los indios civilizados se marcharon de forma pacífica, pero desalojar a los seminolas de sus bastiones en Florida le supuso al ejército demasiado tiempo y sangre, así que al final permitieron que se quedaran allí unos pocos.
Jackson no dudó nunca de la justicia de sus acciones y con sinceridad creyó que, una vez estuvieran más allá del río Misisipi, los indios se verían libres para siempre de la usurpación blanca. Se permitiría a los tramperos, a los comerciantes y a los misioneros atravesar el nuevo hogar de los indios y aventurarse en las grandes llanuras o en las montañas que había más allá, pero, sin duda, allí no se producirían más levantamientos porque los exploradores del ejército habían informado de que las grandes llanuras no eran aptas para el asentamiento blanco, y la sociedad lo había aceptado.
Pero ya había presiones en la periferia. Un pujante comercio de pieles en el río Misuri aumentó el contacto blanco con las tribus del Oeste. Asimismo, los tratados de traslado obligaron al Gobierno a proteger a las tribus reubicadas no solo de los ávidos blancos, sino también de los hostiles indios de las llanuras, que no deseaban compartir sus dominios con los recién llegados, ya fueran estos indios o blancos. Entretanto, los blancos de Misuri y de Arkansas solicitaron protección contra los indios a los que habían desposeído, ante la eventualidad de que la nueva tierra les pareciera de algún modo inferior al edén que les habían prometido (como, en efecto, sucedió). La respuesta del Gobierno consistió en construir entre 1817 y 1842 una cadena de nueve fuertes desde Minnesota hacia el sur y hasta el noroeste de Luisiana, que creó una tentadora abstracción conocida como la Frontera India Permanente.
De los 275.000 indios cuyos hogares quedaban fuera del Territorio Indio, el Gobierno se preocupaba más bien poco y sabía aún menos. Las ideas que tenían los blancos sobre los indios del Oeste eran simplistas y tendían a los extremos; los indios eran o bien nobles y heroicos o bien bárbaros y aborrecibles. Sin embargo, cuando la Frontera India Permanente se derrumbó menos de una década después de su creación, un repentino cataclismo de acontecimientos en cadena puso a los blancos y a los indios frente a frente al oeste del Misisipi. La primera grieta en la Frontera Permanente se abrió en 1841. Atraídas por la promesa de tierra fértil en California y en el Territorio de Oregón, unas cuantas pesadas caravanas de carromatos cubiertos de lona blanca se aventuraron, traqueteando, por las llanuras. Pronto el goteo se convirtió en torrente, y el camino para carromatos así creado a lo largo de las arenas movedizas del monótono río Platte quedó impreso en la psique del país con el nombre de la Ruta de Oregón.
Extracto de ‘La Tierra llora. La amarga historia de las Guerras Indias por la Conquista del Oeste’, que Desperta Ferro publica el 3 de noviembre.
Traducción de Rocío Moriones Alonso.