Revista Pijao
Andrés Barba gana el Herralde de novela con una fábula sobre la violencia infantil
Andrés Barba gana el Herralde de novela con una fábula sobre la violencia infantil

Por Carles Geli   Foto Luis Sevillano

El País (Es)

No quiere admitirse o recordarse, pero la infancia no es dulce, los niños pueden ser muy crueles. Lo saben bien en la ciudad tropical de San Cristóbal, donde de repente 32 críos muy violentos de procedencia desconocida trastocan la vida de la pacífica población, sumergiéndola en una pesadilla de la que solo se librarán con la muerte de los sorprendentes invasores, que habrán dejado como herencia el cuestionamiento de lo que se entiende por orden o agresividad. Esa es la inquietante trama de República luminosa, la obra con la que el madrileño Andrés Barba ha obtenido el 35º premio Herralde de novela (18.000 euros). Una especie de fábula también, en su caso sobre la fagocitación del presente por el pasado, cómo se construye éste, a través del nacimiento de un misterioso museo, es el planteamiento de La extinción de las especies, del argentino Diego Vecchio, que quedó finalista.

Barba (Madrid, 1975) juega en zona de confort. Por partida doble. Por un lado, es un autor de la cantera de Anagrama, donde ya quedó finalista del Herralde en 2001 (La hermana de Katia) y ya fue ganador de su premio de ensayo, con La ceremonia del porno, también en su 35. ª Edición y que escribió hace justo una década con Andrés Montes. También en este sello tiene editada la mayor parte de su obra, diez libros, como las novelas breves La recta intención y Ha dejado de llover. Por otra, el lado oscuro de la infancia en su salto a la adolescencia, las sombras del crecimiento de las personas, es un tema que ha ido surcando indirectamente en obras anteriores de este escritor de narración reflexiva.

En República luminosa, uno de los protagonistas de aquellos sucesos en la vida de San Cristóbal es el narrador, 20 años después, de una crónica inaudita: la invasión de unos niños que obligarán a los habitantes de esa pequeña ciudad tropical encajada entre la selva y un río a cambiar sus conceptos de orden y violencia y, por extensión, del concepto mismo de civilización. Será un año y medio de pesadilla que dejará unas consecuencias indelebles en la población. La naturaleza tampoco ayuda: que Barba sea traductor de Joseph Conrad y de Herman Melville y Thomas de Quincey parecen dejar su huella en la atmósfera inquietante en la que transcurre la obra. "Junto a mi mujer, traduje los relatos completos de Conrad, y esa escenografía suya, ese dónde están los límites entre civilización y barbarie, es una presencia espiritual", admite Barba. La otra gran fuente de inspiración fue un documental polaco de 2005 sobre unos niños rusos instalados en una estación de metro: "Era una república infantil donde lo interesante no era tanto la morbosidad de la violencia sino cómo se relacionaba con ellos la gente que pasaba, no tenían herramientas para hablar con esos chicos y de ahí se deducía la incomodidad de mirar y la demostración de que aquello era inmanejable, una comunidad totalmente al margen de la civilización".

Ganador ya de premios como el Torrente Ballester (Versiones de Teresa) o el Juan March (Muerte de un caballo), Barba (escogido por la revista Granta como uno de los mejores narradores jóvenes en español y traducido a 17 idiomas) ya ha abordado el lado oscuro, la falsedad del mito de la inocencia de la infancia, es casi una constante en su obra, como muestra la novela corta Las manos pequeñas, sobre la aparente candidez de dos niñas tan supuestamente encantadoras como oscuras. "Ahí me influyó más quizá El señor de las moscas, de William Golding; aquí es más Conrad, claramente... Sí, la infancia es un tema que me ha preocupado siempre; los de aquí tienen entre 9 y 13 años, son prepúberes, y simbolizan esa tierra de nadie, esos lugares de transición, momentos de ambigüedad, y que, en cambio, son durante los que se toman decisiones que luego determinarán toda tu vida; en Agosto, octubre también era así", reconoce, si bien ahora se ha distanciado más: de ahí la elección de un narrador-cronista, que lo relatará todo desde la lontananza del tiempo y de los materiales empleados: grabaciones, tesis doctorales, testimonios...

Para Barba hay preguntas nunca resueltas cuando uno se interroga sobre la infancia y la preadolescencia: "¿Cómo y hasta dónde hay que proteger la infancia? ¿Por qué queremos que crezcan rápido, quizá para dejar de inquietarnos? ¿De qué queremos protegernos nosotros de un niño? ¿Qué nos escandaliza de ellos?". Insiste en que no quiere "poner caretas diabólicas a los niños" y que hay en esta novela, incluso, "cierta fascinación por la naturaleza cuando prueba a crear ciertas formas de civilización: nadie sabe de dónde provienen esos niños, es como si hubieran brotado de golpe". En la novela, ese grupo dialoga con los niños de la ciudad, en una relación que inquieta a los mayores. Ello le recuerda a su propio pasado, cuando viviendo de pequeño en el barrio madrileño de Tetuán "nos peleábamos con unos chabolarios: era una violencia fascinada por ambos lados, con referentes de los otros". La violencia latente, como la que destila la novela, también atrae a Barba: "Es ese estado magnetizado, como ahora me parece detectar en Barcelona, donde cualquier gesto puede desatarlo todo; en el libro, lo harán los niños", concluye.

Algunas gotas de oscuridad, pero no exentas de humor, también se reserva la novela finalista del premio Herralde, La extinción de las especies, de Vecchio (Buenos Aires, 1969). Afincado en París desde 1992, narrador (Historia calamitatum) y ensayista (Egocidios: Macedonio Fernández y la liquidación del yo), Vecchio aprovecha su bagaje como profesor de talleres de confección de lenguas imaginarias y espectrales para narrar el sueño de Zacharias Spears, que funda en Washington un museo para albergar especímenes desaparecidos y dar la posibilidad a los visitantes de viajar a espacios y épocas remotas. Fe en el supuesto progreso y los peligros que ello conlleva, la manía de coleccionar y el siempre inquietante duelo entre pasado y presente marcan la trastienda del mensaje de la novela, que aquí tiene en la inacabada obra de Flaubert, Bouvard y Pécuchet, su referencia por esos estudiosos de todos los saberes posibles, pero que siempre fracasan. "Yo también quise jugar con la farsa y entender los museos como libros escritos a partir de los objetos que, uno al lado de otro, siempre cuentan algo", dibuja Vecchio sobre su fábula de cómo la realidad siempre se convierte en otra cosa, de cómo se la manipula. El escritor, que admite la influencia de la obra Museo de la Novela de la Eterna de su estudiado Macedonio Fernández, se sorprende del "frenesí museístico" actual, lo que provoca que "estos centros hoy pueden oscilar entre el hospital y el lupanar: cualquier cosa se transforma hoy en museo".

Barba y Vecchio son los primeros ganadores del premio tras la total remodelación del jurado y la retirada al frente del mismo del editor fundador de Anagrama, Jorge Herralde. El profesor universitario de Literatura Gonzalo Pontón Gijón, la escritora Marta Sanz, el librero Jesús Trueba, el vencedor de la pasada edición, Juan Pablo Villalobos, y la editora Silvia Sesé han conformado el tribunal de una convocatoria a la que se presentaron 626 novelas, 114 más que el año pasado y récord de la última década, sino quizá de toda la historia del galardón (si se descuentan los 1.462 originales de 2014, cuando se aceptaban por internet sin necesidad de presentar a su vez copia en papel). "Tenemos mucho eco en América Latina y también hacemos muchas menciones que luego publicamos", analiza Sesé. Una manera de entrar en el catálogo de la reputada colección gris.


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