Por Verónica Abdala Foto Ariel Grinberg
Clarín (Ar)
María Kodama es la persona a la que Borges dedicó expresamente más textos y también la mujer que más veces invocó en su obra. En 1972, el escritor se reconocía así enamorado de aquella joven mujer de ascendencia japonesa, a la que creía predestinada para él: Es el amor, tendré que ocultarme o que huir. / Crecen los muros como en un sueño atroz / La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única (…) / El nombre de una mujer me delata / me duele una mujer en todo el cuerpo.
Ella, a su vez, le dedicó su vida, y es su heredera universal. Lo conoció a los doce años –después de que le impactara una línea de Two English Poems, que a los 5 años le leyó una tutora en inglés-, y fue su alumna desde los 16. A partir de entonces, mantuvo con él una relación de íntima complicidad, que se fortaleció con el paso de los años. Se casaron, dos meses antes de la muerte de Borges, en Ginebra, en 1986.
En las últimas tres décadas, nada distrajo a Kodama de la que entiende fue, es y será su responsabilidad y su misión: el resguardo y la difusión del legado literario de Borges. Un objetivo que persigue desde la Fundación Internacional Jorge Luis Borges -institución que preside- y a través de sus viajes y conferencias por el mundo. Es y ha sido una guardiana temeraria. Pero ahora es ella la que pasa a un primer plano: acaba de publicar sus Relatos (Random House), esos que Borges –cuenta- hubiese querido prologar.
Los cuentos llegan acompañados por las preciosas ilustraciones de Alejandro Kokocinski, pintor, escultor y diseñador italiano de origen ruso-polaco.
Son en total cuatro relatos en los que la autora explora temas como el arrepentimiento, la culpa, el perdón, la pérdida de la inocencia, la locura y la finitud de la vida, protagonizados por un joven samurái dividido entre la tradición y el deseo; un legendario guerrero que rememora su infancia en el lecho de muerte; una niña enferma en busca del paraíso y un apasionado paleontólogo a las puertas de un importante hallazgo. Se titulan: “La sentencia”, “El dinosaurio”, “Leonor” y “John Hawkwood”.
-Kodama en japonés significa “eco”, pero usted persigue una voz propia. ¿Le preocupa que la comparen con Borges?
-No. Una vez conocí a la mujer de un artista que tenía un estilo personal, aunque su marido se sentía amenazado. Por la misma época yo había publicado un cuento mío y Borges me contaba entusiasmado: “La gente me dice que su estilo no tiene nada que ver con el mío”. Creo que somos muy distintos.
- ¿Él la alentaba a escribir?
-Sí, escribo desde muy chica y él siempre quiso que yo publicara, la que no quería era yo. Incluso quería prologar mis cuentos, porque le gustaban muchísimo mis historias, aunque yo no me sentía cómoda.
-¿Por qué?
-Todos le pedían que prologara sus libros, la gente no tiene vergüenza en pedir, pero yo soy pudorosa. Otro que quería prologar mis cuentos era Alberto Girri, gran poeta y amigo, aunque Borges se hubiera muerto de celos. No lo hubiese permitido. Pero a mí no me importaba nada de eso: yo hago lo que me produce placer y sensación de libertad, lo demás no me interesa. Escribo porque ese es un espacio de libertad para mí: yo siento que bailo cuando escribo. A Borges, cuando se extralimitaba y me asfixiaba, le decía octupus dixit (en latín significa “dijo el pulpo”) y él entendía y replegaba sus tentáculos…
-¿Cuál es su idea de la libertad?
-Ser libre es elegir y asumir las consecuencias, no es hacer lo que a uno se le canta. La libertad es responsabilidad. De chica yo amaba trepar a los árboles, y mi padre me advirtió que caería. Por supuesto que caí, y terminé en el hospital. Él jamás me habló del tema. Así me enseñó a pensar por mí misma. Crecí consciente de mi responsabilidad. Además, tampoco tengo miedos.
-¿Tampoco le costó tomar la decisión de publicar?
-Si hubiera sido por mí, yo jamás lo hubiera hecho. Lo hice por Kokocinski, un pintor al que respeto mucho, y que hace unos años quiso ilustrar mis cuentos.
-¿Es metódica para escribir y corregir? Borges hacía un verdadero culto de la corrección...
-Yo no, solo escribo si se me ocurre una idea: la pienso dos o tres días y recién cuando tengo el cuento terminado en mi cabeza me siento a escribirlo. Después, casi ni corrijo. El buscaba la perfección en sus textos, por eso corregía tanto.
-¿Usted qué busca?
-Divertirme, solo hago cosas que me dan placer.
-¿Cómo se lleva con el periodismo?
-Ahora bien, pero porque yo cambié. Me difamaron durante treinta años, sufrí una depresión muy grande. Después decidí avanzar por mi propio camino, mirando a los monstruos de reojo, como si estuvieran atrás de un cristal, y con mi duelo por Borges del otro costado, sólo me concentré en avanzar...
-¿La deprimían los cuestionamientos que le hicieron en aquellos años, tras la muerte de Borges?
-Me deprimía que no me dejaran hacer mi duelo por Borges, además de todas las barbaridades que dijeron en este país. Hacer un duelo es desarmarse, deshacerse, supongo que esperaban eso, pero en cambio di batalla, no desde la confrontación, que no es mi estilo porque soy japonesa.
-Hay quienes, en cambio, juzgan que es una mujer conflictiva.
-Yo me concentro en lo que tengo que hacer, y también apelo al humor. Respondo con ironía, a veces. Hay ladrones, mentirosos, difamadores, los conozco bien a todos. Algunos muy conocidos, incluso, se llenan la boca hablando de Borges y publican libros, cuando es evidente que ni siquiera lo leyeron. Eso me indigna.
-¿Alguna vez pensó en reconstruir su vida al lado de otro hombre?
-Tendría que ser Peter O’Toole. Alguien totalmente distinto a Borges, porque siempre estaría la comparación…
-¿Qué recuerda de aquella primera vez en que oyó un texto suyo?
-En uno de esos poemas, él le ofrece a esa mujer su fracaso, su soledad y “el hambre de mi corazón”. Yo le pregunté a mi tutora qué era eso y ella me dijo que cuando creciera entendería cómo era el amor. Pero yo no sufrí como decía el poema. Años después, mis amigos me decían, cuando estaba con Borges: “¿Cómo salís con el viejo de los laberintos?, es un espanto”, pero él en realidad era una persona divertidísima. La pasamos muy bien juntos.
-¿Y ahora, qué cosas disfruta?
-Leer tragedias griegas, en griego antiguo. Lo hago todas las noches. Los griegos parecían provenir de otro planeta: lograron la perfecta disección del alma humana. En La Ilíada, por ejemplo, está la mejor definición sobre el amor que conocí: es una frase que Andrómaca le dice a Héctor para retenerlo, cuando sabe que irá a luchar con Aquiles e intuye que va a morir: “Tú eres para mí mi padre y mi señora madre y mis hermanos, pero por sobre todas las cosas eres el amor que florece, eres todas las cosas”. Yo decía eso de Borges, después de que murió, definía así lo que no sabía definir de otra forma porque no me gusta mucho hablar de mí. Pero fuimos libres y felices, por la intensidad con que vivíamos. No lo extraño, él me acompaña siempre. Mi amor por él sigue intacto.
Así escribe
Él quería ser como su abuelo. Era un niño y todavía podía querer. No sabía que en su mundo había otras palabras que era necesario aprender un cumplir; tradición honor, ante todo deber. Le fueron reveladas súbitamente, como sucede con las cosas esenciales, sin poder resistirse o negarse. Sus rodillas estaban ahora dormidas. Los tendones acalambrados por la posición incómoda y la humedad de la arena. Quiso levantarse pero se negó esa piedad, sólo así podría borrar aquella mirada de desprecio, impersonal, del hombre que había sido su abuelo y que se convirtió en un extraño unido a los otros en el consejo de la familia cuando llegó el momento de asumir su vida adulta. Supo que nunca sería la suya, la que iría hasta los otros, a aquellos que no conocían el gozoso juego del viento con los pinos, hasta aquellos que habían olvidado la memoria y el llanto. Tendría que enterrar su ser y representar. Los signos que encierran la belleza, la soledad, le estaban vedados. Del equilibrio y el dolor nacería luego la poesía, si estaba en él. En ese instante no podía servir de excusa a su debilidad.
Fragmento del cuento La sentencia.