Por Karina Sainz Borgo
zendalibros.com
El viaje es largo, duro, incierto. Atraviesan un territorio sin caminos y lleno de peligros que ignoran. ¿Qué los mueve? ¿La codicia o la necesidad? ¿Tiene sentido lo que hacen? Ésas son las preguntas que cruzan la mente del espectador al ver Oro, la más reciente película de Agustín Díaz Yanes basada en un relato inédito de Arturo Pérez-Reverte y que llega esta semana a todas las salas de cine en España.
Forman un binomio prodigioso Agustín Díaz Yanes y Arturo Pérez-Reverte. Alatriste (2006) fue el primer acierto de esa conjunción: aquel soldado de los tercios de Flandes, un personaje literario de relojería revertiana que Agustín Díaz Yanes (Madrid, 1950) llevó a la gran pantalla con Vigo Mortensen como protagonista. Aquella se convirtió en una de las películas con mayor presupuesto del cine español y un verdadero éxito de taquilla. Once años después, Oro vuelve a reunir el ojo certero del cineasta ganador de dos premios Goya y la pluma del escritor y académico. El resultado es excepcional. Un “western del siglo XVI español”. Así lo describe Díaz Yanes. Y no le falta razón.
Inspirada en las expediciones de conquistadores españoles como Lope de Aguirre o Núñez de Balboa, Oro es una película intensa, violenta, ruda, pero no pero ello está desprovista de belleza y lucidez. El reparto está integrado por Raúl Arévalo, Bárbara Lennie, Óscar Jaenada, Anna Castillo, Jose Coronado, José Manuel Cervino y Juan José Ballesta, además de la colaboración especial de Juan Diego. El filme es una producción de Apache Films, Atresmedia Cine, Movistar+, Sony Pictures España y Tezutlan Films AIE, con la producción asociada de Aralan Films y Virtual Contenidos. Y si a eso se suma que una parte se filmó en la finca de Morante de la Puebla, el asunto va servido. Aunque ésa, claro, es otra historia.
Son muchas las estampas que refulgen en Oro. Fogonazos de arcabuz, el brillo metálico de toda enajenación: el cronista que apunta el detalle de los días para que lleguen salpicados de lluvia y sangre a manos del rey; el extravío de Requena (Juan Diego), el viejo soldado exhausto de buscar El Dorado que termina asimilado en una vida tribal; Doña Ana (Bárbara Lennie), la joven casada con un viejo notable que encontrará en la selva el territorio de libertad que jamás ha tenido, pero también el mercenario y cazador de indios, Gorriamendi (Oscar Jaenada), que se encara al joven Martín Dávila: “Tu peleas como un soldado… pero no piensas como nosotros. Ni buscas lo que nosotros. Buscas fama y fortuna”. Cada coma es un clavo en esta cruz. Aquí todo cuenta.
—30 hombres van a la selva en busca de oro. Mueren o se matan entre ellos. ¿Qué épica hay aquí?
—Hay una épica de pobres. La que creo que pudo existir en aquella época y que ha quedado retratada en películas mucho mejores, por ejemplo, Grupo salvaje. Cuando se estrenó, la crítica de The New York Times decía que Grupo Salvaje retrataba a un grupo de americanos que cruza la frontera con México. Pues bien, esta es una película en la que grupo de españoles se mete en la selva a buscar una ciudad de oro y ocurren todo tipo de tropelías.
—Hay una violencia latente, asfixiante, pero el enemigo nunca se muestra. ¿Está dentro de ellos?
—No se muestra, pero los mata. Antes decías que se mataban unos a otros. De los 30 de la expedición, los indios matan a once. La otra mitad sí se mata entre ellos. Ya ves.
—En Oro no hay buenos o malos, hay personajes con códigos o sin ellos. Eso no los salva… ¿pero llega a redimirlos?
—Sí, hay personajes con códigos. El sargento Bastaurrés, que interpreta José Coronado, es un viejo soldado con códigos. El personaje Requena, de Juan Diego, también. Los más aventureros quizá tengan algo menos. Martín Dávila, que interpreta Raúl Arévalo, tiene códigos. Aunque él, en realidad, no busca tanto el dinero como la fama. Quiere descubrir. Poner su nombre a algo. Ser partícipe. Subir en la escala social. Sin embargo, en la película hay una idea general: por mucho que fueran aventureros unos y malandrines los otros, cuando hay un enemigo común se unen para luchar.
—Como ocurre en el episodio contra los indios. Esa escena en la selva en la que cantan. Su solo coraje los protege.
—De eso se trataba. De mostrar cómo luchan juntos.
—“De los Álamos vengo, madre”. ¿De dónde proviene esa canción?
—La conseguí en el libro de Hugh Thomas, Imperio. Es un villancico del siglo XV o XVI. Me gustaba mucho la letra y aunque es cierto que se ha interpretado, le pedí a Javier Limón que la orquestara, para que ellos pudieran cantarla.
—Cuando Gorriamendi, el mercenario y cazador de indios, dice a Dávila: tú vienes buscando fama, yo busco oro, ¿qué se enfrenta en ese diálogo?
—Hay dos mundos. El de un profesional de las Indias, que vive entre ellos y ya tiene muchas de sus costumbres. Alguien que ha sido cazador de esclavos indios y a quien sólo le interesa llegar a la ciudad de oro y, a ser posible, quedarse con todo lo que exista allí. Dávila es un personaje más romántico.
— ¿En qué sentido?
—Dávila es un joven que se ha ido de Trujillo a Sevilla con diez o doce años. Ha vivido sus aventuras. Ha leído. Se ha cultivado, pero es un don nadie que marcha a las Indias en busca de fama, como hizo Hernán Cortés y otra gente. Por eso Jaenada (Gorriamendi) se da cuenta de que es peligroso, porque para él sólo son de fiar los que piensan como él.
—La película bebe de las Crónicas de Indias y procura afeitar algunos lugares comunes. ¿Oro relativiza la Leyenda Negra?
—Puede ser… pero a qué te refieres, de qué forma.
—Adelgaza la grasa de la crueldad fortuita y coloca en primer plano el enloquecimiento de estos personajes perdidos en la selva.
—Había muchas formas de hacer esta película. El relato de Arturo (Pérez-Reverte), que es maravilloso, tenía la característica de ser un relato abierto. Estaba contado desde la voz de un soldado. En el guión pensamos que era mejor que lo hiciera el cronista. Esa voz en off permitía adelgazar la grasa de la que hablas y convertir la película en una pequeña crónica de Indias, una de las muchas que hubo. Una de la nunca sabremos si va a llegar a manos del emperador o si se perderá en el mar, pero que se convierte en uno de los pequeños relatos.
—Esta es su quinta película, once años después de Alatriste. Aquella transcurría en el XVII, un siglo de decadencia. El de Oro es un siglo de expansión. ¿Por qué volver?
—Se dio la oportunidad. Me lo ofrecieron. Me gustó mucho lo que había escrito Arturo. Aquel relato tenía una película dentro. Yo ya había hecho Alatriste y pensaba que había cubierto mi cupo de películas históricas. Pero el texto me gustó y decidí sacar la película adelante. Sin embargo, esta película es muy distinta de Alatriste, que era mucho más optimista. Era otro tipo de personaje, Arturo había escrito siete libros protagonizados por él. Estos son seres anónimos en la selva. Oro es una película mucho más compleja, más difícil de pensar.
—Raúl del Pozo percibió en Oro una historia oscura. Casi goyesca: el perro, el garrote…
—Raúl hizo una columna maravillosa, pero yo veo la película de otra forma. No es tan amarga como él piensa. Doña Ana, el personaje de Barbara Lennie, aporta mucha luz.
—En su interior hay una idea de supervivencia que esconde algo adicional. ¿Qué mueve a esta mujer?
—La biografía de ella que venía en el relato de Arturo muestra a una chica pobre del Baztán. Una mujer muy guapa, a la que con 15 o 16 años sus padres campesinos casan con un hombre muy notable que le saca 30 o 40 años. Su vida hasta entonces ha transcurrido entera en el valle del Baztán, del que sale con un viejo. Como ella cuenta en la película, viaja Sevilla pero no la dejan salir a ver cómo es la ciudad. Es la única persona de todo el grupo para la cual la selva es un territorio de libertad. Al ser mujer, es la única que puede desarrollar sus fantasías, lo que hasta entonces estaba vetado para ella: el amor, el sexo y que no podía conocer porque estaba casada con un hombre mayor. Era una mujer triste, que todo lo había conocido a través de los libros, pero que al mismo tiempo se ve obligada a conquistar ese territorio que supone la selva. Y no puede hacerlo sólo con el sexo, debe hacerlo también con el sentido de la supervivencia, con la vida y con la muerte. Y eso es lo que me gustaba de ella. Y con una actriz tan buena como Bárbara no hace falta decirlo, con la mirada lo cuentas todo.
* * *
Muchas expediciones suicidas —y no pocas enajenaciones— tienen lugar en los días previos al estreno de Oro. Una Cataluña independiente. Una España que no sabe vivir consigo misma. El aliento del presente respira en la nuca del espectador. Hombres que mueren con garrote. Selvas que engullen. Estampas atávicas. Sin embargo, en esta historia sobreviven los que, como el soldado Martín Dávila, son capaces de cierta nobleza. Los que, aun matando, llegan vivos al otro lado del río… acaso para conquistar un nuevo mar de sí mismos. Agustín Díaz Yanes no ve tan clara la idea de esta película como metáfora de algo más. Oro no es ni pretende ser un símil de nada, mucho menos del presente. Las películas no están hechas para eso, dice. ¿Para qué sirven, entonces? Pues quizá para sacudir a quienes las ven sentados en una sala oscura. Encandilarlos con el brillo de lo desconocido. Su propio pasado, por ejemplo. Un lugar del que, como las ciudades de oro, nadie vuelve ileso.
Oro… Ésa es, pues, la razón de esta entrevista. Un viaje hacia lo desconocido. De eso habla esta mañana —trepado en un incomodísimo taburete— el cineasta Agustín Díaz Yánes, este hombre de apellidos compuestos a quien sus amigos mientan Tano. En pocos días, Oro llegará al gran público y aunque la agenda de su director echa humo, él habla tranquilo y sin mover un pliegue de su piel color aceituna. Hijo de madre zaragozana y padre torero —el banderillero Agustín Díaz ‘Michelín’—, está tocado por una sensibilidad que hace de él un creador diferente, alguien excepcional. El duque de Michelín en el ficticio reino de Ronda de Javier Marías. Ese dato, valga decir, no es casual.
Siendo apenas un adolescente, y tras una temporada en Connecticut, Díaz Yanes pasaba sus días leyendo The Catcher in the Rye, de Salinger, así como todo el género policiaco y novelas de paper back en inglés que pudiese conseguir en la cuesta de Moyano. También se tragaba tardes enteras en Las Ventas: desde un cartel del tipo Victoriano Valencia, Joaquín Bernardó y Efraín Girón con una corrida de Conde de la Corte hasta una tarde de Rafael Ortega, Sánchez Bejarano y un Curro Romero que por negarse a matar al toro fue a parar al calabozo. Aquellos años del franquismo, claro. Díaz Yanes, que era un Antoñetista irredento, también pasó por la DGS y no por negarse a entrar a matar un astado como Curro Romero en 1967, sino por militante del PCE en sus años de universidad. Eso también importa.
Díaz Yanes estudió Historia, pero lo suyo eran otras cosas, por no decir que la mezcla de todas las anteriores. Se convirtió en guionista primero y director de cine después. Aunque él insiste en que no tuvo más remedio. Si en 1995 dirigió Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, su primera película, fue porque Victoria Abril lo obligó. “O diriges tú o yo no la hago”, le dijo. Y así fue. El filme ganó ocho Premios Goya. A esa siguieron Sin noticias de Dios, con Penélope Cruz y Victoria Abril; Alatriste y Solo quiero caminar, su más reciente película antes de Oro. Entre medias tiene una novela, Simpatía por el diablo, publicada en 2012.
El bestiario moral de Oro está envuelto en el paño de la mejor ficción y de la que Agustín Díaz Yanes aporta, en esta conversación, algunas pepitas. Entre medias, una imagen reparte a estos hombres y mujeres del siglo XVI a ambos lados de un río que separa la vida y la muerte. Así cruzan ellos sus aguas, como el Caronte de Patinir en la laguna Estigia: guiados por el resplandor de una ciudad hecha entera de oro de la que nada saben. Una versión de sí mismos por la que bien vale la pena morir… o matar.
— ¿Estaríamos leyendo Oro en clave contemporánea si nos detenemos en las rencillas de vascos o andaluces en esta expedición?
—En España siempre ha sido así e incluso en la Europa entera de aquella época existían esas ideas que se han mantenido hasta hoy. Pero no creo que Oro tenga ver con la España contemporánea. Tiene más que ver con otras cosas. Los personajes de Oro son de pueblos. Uno es de Trujillo, otro de Zafra, otro de Barbate. Estas personas nunca antes habían salido de sus pueblos, lo más lejos que llegaron fue a Sevilla para coger el barco. Fernand Braudel decía que la historia tiene tiempos muy largos. La historia de las mentalidades contiene ideas que se arrastran desde el XVI o el XVII. Se transmiten de generación en generación.
—En su ensayo Imperiofobia, María Elvira Roca Barea plantea la idea de una Leyenda Negra creada desde fuera y que los españoles terminaron por asumir como propia. ¿Cómo dialoga Oro con eso?
—Es imposible que lo haga. Esa es una idea anglosajona que se ha metido dentro de España y que los propios latinoamericanos han asumido como propia. Es difícil combatirla. La conquista, el descubrimiento de un nuevo continente, fue algo muy complejo. Piensa que, después de eso, hoy existe una lengua que hablamos 500 millones de personas.
—Eso no contradice el hecho de que la película relativice esa idea.
—Lo que intento decir es que, además de todas las barbaridades que pudieran cometer los españoles de aquella época, hicieron otras cosas que tampoco estaban mal, como las universidades. Llevaron lo que ellos pensaban, insisto, lo que ellos pensaban que era el progreso. Quizá los indios que vivían allí no lo consideraban tal cosa. Yo no soy historiador…
—Pero estudió Historia.
—Me considero un gran lector de historia. Por eso pienso que es complicado luchar contra mitos gigantescos que se han creado a través de los siglos. Leí el libro de Elvira Roca Barea, me pareció estupendo. También leí el de Hugh Thomas, Imperio. Combatir eso no es tan sencillo. A mi edad, además, ya me da igual. ¿Cómo combates esas cosas? Es imposible. Das tu visión y punto.
— ¿Cuál es la suya entonces?
—Al ser yo español y de Madrid, la película estará teñida de muchas cosas mías. La idea es de Arturo, así que tiene también cosas suyas. Esta película sería distinta si la hiciera un mexicano. Yo sólo procuro hacer la mejor película posible. Las películas no son libros de historia, son películas
— ¿Tienen propósito?
—Pueden tenerlo, pero no puedes contarlo. Procuro que las películas no sean tan didácticas como comienzo a pensarlas. Porque no sirven para eso. Sirven para otras cosas.
—Si existiera algo como un bestiario moral en Oro, ¿cuáles son los personajes que más le llaman la atención?
—Dos de ellos. Gorriamendi y Dávila. Porque eran dos personajes muy antitéticos. Pero también el sargento Bastaurrés (José Coronado) me interesaba mucho, pero no pude desarrollarlo lo suficiente. Al igual que don Gonzalo, este hombre viejo, crepuscular, que ha combatido y tiene ahora una mujer joven. De los que no son protagonistas, me gustó el indio Mediamano. Un hombre que probablemente trabajó en las minas de mercurio. Han matado a su mujer, a su familia. Han arrasado su pueblo. Le han cortado una mano y está al servicio de los españoles, para sobrevivir. Mediamano los guía por la selva y es leal. Otro personaje fue Requena, que interpreta Juan Diego, es como el Denis Hopper del Apocalipsis Now. Hay otro tipo de personajes como el verdugo, Diego París, que evoluciona. Él pasa de un papel muy pequeño y quiere ser luego un señor, saber si el rey lo conoce y leerá su nombre en las crónicas. Otro fascinante pero que no me dio tiempo a seguir, el escribano. Para todos esos escribí una secuencia de más, pero me habría salido una película de tres horas.
—No deje fuera al cura fanático, hilarante a su manera…
—El cura es muy de Arturo. Cuando comenzamos, Luis Bermejo, que es un magnífico actor, me preguntó: cómo quieres que lo haga. Como tú lo veas, le dije, pero ocurre que Bermejo tiene mucho humor. De ahí salió un cura medio loco, para mi gusto extraordinario, que le quita esa cosa tan seria. Es un hombre piradillo, al que todos odian.
—Ya con su referencia inicial a Grupo salvaje ha dado una clave, pero… ¿cuál es exactamente el género de Oro?
—Yo la veo como una película frontera, un pequeño Western, que es el gran género del que todos bebemos, al menos en cine. En novela quizá habría sido otra cosa, pero en cine es un pequeño Western en el siglo XVI español.
—Esto escapa de su control y de su interés quizá, ¿cómo cree sea leído Oro en estos tiempos de buenísimo exacerbado?
—No lo sé. Y me da curiosidad. Hay nube que hace que película como ésta, que se hicieron mucho en los ochenta, hoy se vean de una forma distinta. Ahora ya no sé porque no se hacen muchas películas así. No lo sé. Una de las cosas de hacerte mayor, es que pierdes el contacto con las cosas.
—La cita que hace de El paso de la laguna Estigia no es una casualidad. Alude a un tránsito. Hay una intención, pero quiero que sea usted quien la explique. ¿Cuál es?
—La que tú has dicho. Estamos hablando todo el tiempo del Río Grande. El Río Grande es el Guadalquivir, donde rodamos algunas secuencias. La película llega hasta el río de una forma y de ahí en adelante, una vez que cruzan la laguna Estigia como dices, es otra. En mi mente es el fin del viaje. El río que marca la distancia entre los vivos y los muertos.
— ¿Qué hará después de Oro? ¿Lo dejarán escribir, no?
—Una vez que estrenas la película, excepto unas semanitas de promoción, ya te dejan tranquilo. Aparece un vacío, que es estupendo. Descansaré una semana, que es lo más que aguantas antes de aburrirte, y me pondré a escribir un guión que tengo medio escrito y una novelita. Pero novelita, ¿eh?, que como me veis con Arturo y con Javier, pensáis que tal… pero yo no me meto en su terreno —risas—.