Por Matías Serra Bradford
Revista Ñ
Bien temprano, en un café de su barrio, cerca de Plaza Barrientos, Edgardo Cozarinsky sostiene la mirada del otro. Su debilidad por entablar conversación –con conocidos, pero sobre todo con desconocidos– es uno de los núcleos de su trabajo. El autor de La novia de Odessa y Vudú urbano es el único en Buenos Aires que sigue usando un café como poste restante, para recibir libros o correspondencia de orden más privado. Como todo aficionado a enigmas ajenos, es celoso de los propios. Pero sólo puede guardar secretos quien es riguroso ante sí mismo, y Cozarinsky ha convertido el ejercicio de la autocrítica en un aliado constante. Quizá es lo que le da resto para administrar una práctica poco común en el territorio nacional: la ironía. El aplomo no siempre es un espejismo.
Alguna vez dijo que el cineasta Nicholas Ray había sido capaz de “imprimir a su trabajo la más impalpable y tenaz de las cualidades: un tono”. No es otra cosa lo que ha hecho quien firma los relatos de En el último trago nos vamos. Ese tono lo coloca un poco antes o un poco después de la ficción. Un accidente convierte a un hombre en fantasma, pero también a aquellos que ahora él ve desde el otro lado. El civilizado desvarío de una mujer solitaria cerca de Angkor Vat, Camboya, coquetea con la excesiva curiosidad ajena. Un novelista y un traductor discuten variantes para un término foráneo y evocan juegos de naipes tan remotos como las palabras rusas que intentan interpretar. En Nueva York, un hombre le cuenta su pasado a una vidente y entre los dos multiplican paradojas, coincidencias y proyecciones.
Cada relato de Cozarinsky nos recuerda que el tiempo es edad; para tomarse revancha, lo llena de omisiones. Sigue siendo fiel a una forma de narrar serena que es el reverso de la resignación. Una prosa paciente, retenida, que va envolviendo al lector, y en la que de repente puede surgir un latigazo, una observación justa, devastadora. Es como si en una elegante sala de estar urbana apareciera silbando una pequeña víbora venenosa. (No hay que olvidar que es el realizador de un imborrable documental sobre Jean Cocteau).
A medida que avanza la luz de la mañana, vira el azul de la mirada de quien la ha perfeccionado como detective literario y cinematográfico. Tonos que oscilan entre ofrecer protección y solicitarla; tonos y matices –los hay– que no tienen edad.
–Tu libro alterna una geografía detallada y puntual de Buenos Aires y una geografía más exótica, no menos precisa. No aparece París, la ciudad en la que viviste de principios de los 70 hasta fines de los 90. La venís borrando hace tiempo. ¿Sentís que no te ha dado demasiado literariamente?
–Creo que se está borrando sola. Hay algo en los lugares que le habla a la imaginación, le sugiere una posibilidad de ficción. Acaso más fuerte cuanto menos se los conoce. En algunos cuentos viejos está París, pero hace tiempo que ya no me propone ficciones. En el nuevo libro están Camboya y Paraguay, algo de México y hasta una playa de Brooklyn. Todos lugares donde estuve de visita. Tal vez por eso se imprimieron fuerte en mí, sin el desgaste de la vida cotidiana, que le quita misterio e incógnitas a un lugar y su gente. Fijate que de Buenos Aires mis cuentos y novelas siempre rondan el Parque Lezama, Paseo Colón, la avenida San Juan, la calle Garay. No son los lugares de mi vida cotidiana.
–Algunos de los personajes del libro son escritores. ¿Lograste explicarte por qué en vos fue lenta la aparición de la escritura? Al margen de causas estrictamente personales y posteriores, ¿pensás que al principio pudo haber habido un efecto inhibitorio en el altísimo nivel literario de los que te rodeaban acá, y luego en el ambiente asfixiantemente cultural en el que estabas inmerso en París?
–Razones personales las hubo durante toda mi juventud: miedo de exponerme a la opinión ajena, desconfianza de mi capacidad. Antes de irme a vivir en Europa solo publiqué dos libros que no quiero, ensayos que rondaban lo académico sin instrumentos para abordarlo, productos menos de la pereza que de la voluntad de eludir el riesgo. En los primeros años de París escribí el que considero mi primer libro: Vudú urbano, que se publicó casi una década más tarde. Lo conté a menudo: en 1999 estuve muy enfermo, creí que no iba a sobrevivir y me lancé a escribir con furia, todos los días. Empecé con cuaderno y birome en el hospital. A partir de 2001 se publicó un libro cada año y medio. Escribir es lo que me mantiene vivo.
–Y apareció una versión fructífera de la gracia bajo presión de la que hablaba Hemingway. En una oportunidad dijiste que “Siempre hay una película más por hacer” podría ser la divisa de Duras. También la tuya, y en vos como en ella una película y un libro más…
–Y sí, mientras haya un libro más por escribir seguiré vivo.
–En los relatos se explicita una y otra vez una voluntad de borrar un pasado autobiográfico. En tu trabajo, borrar y tachar se vuelven un “motivo”, igual que en un pintor. Es como si desconfiaras de la invención, de la ficción depurada de todo origen personal.
–Uno escribe de lo que conoce, y uno mismo es el material que tiene más a mano. No creo en lo que llaman “autoficción”, creo que lo que uno temió que ocurriese, lo que deseó y no ocurrió, son tan reales como lo que “realmente” ocurrió. Todo es vivido. Y una vez que uno pone unas palabras en la página, las palabras cobran vida y hay que seguirlas sin resistirse.
– ¿Y en qué instancia aparece el Cozarinsky corrector, el montajista, de un escrito en curso?
–Desde el principio. Pongo palabras en la página para tener algo que corregir. Ya los formalistas rusos sabían que el montaje cinematográfico y el del texto corren paralelos.
–La figura del fantasma está en primer plano en el primer cuento, pero se pasea por muchos otros. Aparte de su utilidad narrativa, ¿qué otro aspecto te atrae de esa figura?
–Los fantasmas no son una criatura literaria, están a nuestro lado, nos visitan, nos interrogan. Mis muertos me exigen que rinda cuentas, yo a mi vez les hago reproches o les agradezco. Cuando llegás a mi edad tenés más amigos y conocidos muertos que vivos. Su ausencia es relativa. Más bien se trata de un cambio en el modo de presencia.
–Alguna vez dijiste que la necromancia –el poder de entrar en comunicación con los muertos– es algo que el cine desde sus comienzos abordó con audacia y naturalidad. Hace tiempo que la llevaste con delicadeza al terreno de la literatura.
–Diría que el cine guarda simulacros de vida. La literatura convoca.
–Seguís refinando tu predilección por lo indefinido, lo limítrofe.
–En alguna novela y algún filme dije “el detective siempre termina por averiguar algo sobre sí mismo”. Es algo que está en Raymond Chandler y, me dicen, en el psicoanálisis. Debo de ser el único judío porteño de clase media que nunca se analizó.
–Siempre sufriste de alergia hacia cualquier jerga teórica, sea psicoanalítica o de otro tipo, ¿no?
–Por la jerga, sí. No por las disciplinas. Leer teoría literaria me resulta estimulante si no dejo que me estrague el paladar para leer literatura. A Freud, precisamente, lo he leído como literatura. Lo que no tolero es la terapia, la imposición de la salud mental como valor. Estoy feliz con mis neurosis, y cito una palabra de jerga que no está en mi vocabulario. Sigo a Rilke: no me quiten mis demonios, sin ellos perdería mis ángeles.
–Tus narradores se colocan siempre del lado de la discreción, del secreto, y a la vez salen a la pesca de lo que está oculto (en otros, por otros). Es otra cara de la invariable duplicidad de tus personajes.
–Se me ocurre que los lectores conocen mejor que yo a mis personajes, y los narradores de mis cuentos y novelas no me reflejan necesariamente. Tienen que ignorar lo que yo sé para salir en su busca, y a veces vuelven con algo distinto de lo que yo creía saber… Lo que decís me parece un resabio de James, a quien leí vorazmente en mi juventud.
–En el cuento “Noches de tango” leemos: “un viejo lector de James nunca duerme”. La circulación de lecturas vuelve a estar presente. Tu narrador detecta ecos de estilos muy puntuales. En “La dama de pique” una cita de “La Perspectiva Nevski” de Gógol le hace decir “me parece escuchar un lejano, pretérito eco de Martínez Estrada”.
–Y sí, hay algo en la literatura rusa que me devuelve siempre a la literatura argentina.
–En una familia de cómplices, Patrick Modiano se perfila como una afinidad visible. ¿Qué otros nombres incorporarías a esa cofradía?
–A Modiano lo leí desde Rue des boutiques obscures, con fidelidad y a menudo decepción. Publicó demasiado, pienso que empujado por la editorial. Tiene libros que son borradores. Pero los tres primeros, que en castellano publicaron, creo, como Trilogía de la ocupación, y más tarde Dora Bruder, Libro de familia y algunos que olvido, son admirables. Reconocí un lazo de parentesco con Sebald, desde el primer libro suyo que leí.
–Pensando en Sebald y su procedimiento, el texto dedicado a tu madre es el único que trabajaste a partir o alrededor de una foto, ¿no es cierto?
–Así es. Era difícil, después de Barthes, escribir sobre una fotografía de la madre pero me lo impuse como un desafío, de esos con los que me gusta medirme.
–Ya que lo mencionás a Barthes, a quien viste, ¿qué se podía aprender de él en persona, en el trato, más allá de sus libros?
–Asistí a sus seminarios, que eran la preparación de sus libros. Creo que allí está la gran fascinación que en su momento pudo ejercer. En el trato parecía una persona buena y triste, aburrido de la vida.
–Has ido y venido de la literatura al cine y aparecen novelistas y cineastas como personajes de En el último trago… ¿Podría decirse que hay más intención en el cine que en la literatura? Dejás la impresión de un escritor sin intenciones, que sale sin guión a ver qué se le presenta en el camino.
–Lo cierto es que muchos cuentos los empiezo sin saber adónde van. Es una de las razones por las que me gusta escribir. No hay guión. En cine es casi imposible esa libertad. Yo la conocí, hasta cierto punto, gracias a Constanza Sanz Palacios que produjo mis tres filmes “de cámara”: Apuntes para una biografía imaginaria, Nocturnos y Carta a un padre.
–Estas películas y otras, anteriores, me llevan a otra intriga: ¿sentís que en la busca de formas distintas fuiste más osado en cine que en literatura? No lo pregunto pretendiendo otorgarle a la osadía un lugar de privilegio por sobre otras virtudes.
–Es posible. En cine a menudo me interesó trabajar con la discrepancia entre imagen y sonido, con la voz en off que no comenta la imagen sino lo contrario. Es algo que pude hacer en la forma del ensayo, que no es el documental tradicional. En lo narrativo me interesó más bien jugar con la elipsis.
–Tengo la impresión de que hay cosas que hiciste en cine y que preferirías borrar, como otras cosas, cuando la mayoría de ellas son notables.
–No todo lo que hice en cine me parece logrado. A veces me duele, si estoy obligado a volver a ver un trabajo casi olvidado, comprobar la falta de tenacidad, la fatiga que pudo vencerme en algún momento de la lucha por imponer mi punto de vista. Siempre preferí mis propios errores a los ajenos.
–Volviendo a los nombres, tu relación con escritores argentinos en París –Cortázar, Saer, Calveyra, Bianciotti– fue casi nula. ¿Fue una cuestión de poéticas distantes, de temperamento?
–No fui de buscar la frecuentación de escritores. A Cortázar lo vi unas dos o tres veces. Hablaba en conversación como si lo estuvieran entrevistando. Calveyra era mucho más querible: el poeta, su tierra, vivían en él lejos de toda postura. A Saer solo lo vi una vez y no llegué a tratarlo. Bianciotti apostó su vida a ser un escritor francés y llegó a la Académie Française.
–Los nombres son una obsesión en tu obra. En Vudú urbano los llamaste “fórmulas mágicas”. En el cuento “La dama de pique” oímos “extraje un nombre de mi memoria” como si un nombre fuera una carta de triunfo...
–Los nombres de personajes y lugares son una especie de talismán. Geniales en Dickens, laboriosos en Nabokov. En Dinero para fantasmas busqué un nombre de resonancia argentina y tradicional, pero no “clase alta”, para el escritor y cineasta que busca borrarse. Elegí Oribe. Más de un lector lo asoció con el personaje de “El perjurio de la nieve”, el cuento de Bioy Casares. Lo había leído años atrás, y me asombró que no se me hubiese ocurrido, que no subiera a la superficie de mi memoria. Misterios del trabajo que elegimos, o más bien que nos eligió.
En el último trago nos vamos, Edgardo Cozarinsky. Tusquets, 200 págs.