Por Juliana Muñoz Arango
El Espectador
En la universidad teníamos un amigo cuya vida sentimental era un misterio. Alguna vez por fin respondió a la pregunta de si había amado antes. Contó que de niño vio a una muchacha de cabello ensortijado y gestos suaves subirse al bus en el que se dirigía al colegio. A ella, a ella la había amado. Al comienzo no lo tomamos en serio. Que eso no era real, dijimos, sino ideal.
Ahora, pensando estrictamente en lo literario, sin ese amor ideal, algo de dolor y drama, tal vez una historia no sería tan interesante. Gérard de Nerval, uno de los abanderados del Romanticismo francés, se tomó muy en serio este principio platónico y escribió Sylvie, una novela en la que su protagonista no sólo ama a un imposible, sino a tres: Sylvie, que representa lo terrenal y “alcanzable”, mientras no se desee; Adrienne, lo celestial, y la actriz Aurélie, lo mundano y el descubrimiento del amor de la infancia como algo sagrado.
En este embelesamiento encontramos un excesivo gusto por el detalle, una contabilidad por la decoración y la naturaleza. Lo material es el ancla a lo real cuando el protagonista se pregunta si ante la amada está soñando o está despierto. En palabras de Jean-Jacques Rosseau, que el mismo de Nerval cita: “el espectáculo de la naturaleza consuela de todo”.
Hay un juego entre el recuerdo y el sueño. Las memorias que surgen de forma obsesiva se traducen en sueños. Y los continuos viajes del protagonista son la metáfora del viaje al fondo de sí mismo por medio del recuerdo. Es una cruzada para decidir si quedarse a vivir en el mundo del ensueño o no.
Esta historia, recién publicada en Colombia por Libro al Viento, fue escrita en los tiempos en que Nerval ya estaba con sus locuras, como la de pasear con una cinta azul a una langosta. Tiempos que fueron los más fecundos para su oficio porque, así lo creo, en el mundo imaginario se nos abren puertas que en la realidad no. Así lo diría el escritor francés sobre una de sus musas: “ella tenía para mí todas las perfecciones, respondía a todos mis entusiasmos (…) no se me ocurría informarme de lo que pudiera ser ella fuera del teatro; temía enturbiar el espejo mágico que me devolvía su imagen”. Después, añade: “Una imagen persigo, nada más”.
Y nada más es necesario. El amor es a la vez dolor y consuelo. El amor como épica.
Volviendo a mi amigo poeta, el de la muchacha del bus, me faltó mencionar lo que dijo en su defensa: ¿por qué eso que yo sentí es menos amor o menos real que lo que siente una pareja de cien años o lo que un pintor siente por los colores?