Por Alfonso Carvajal
Especial para El Tiempo
Charles Baudelaire fue el padre espiritual de los poetas malditos y de la poesía moderna. Era la conciencia del desarraigo. Sus pequeños labios tenían las señas de un sátiro insinuante y el cinismo de un niño burlón. Su rebeldía, su cuidadoso, premeditado dandismo, y el sentido perverso de su inteligencia nos colocan frente a un poeta excepcional. Si alguien precedió la ironía de Óscar Wilde y su refinado esteticismo, fue Baudelaire. Elegante, cáustico y certero.
Este parisino nacido en 1821, junto a Rimbaud, revolucionaron la poesía de la época: acartonada, tímida y retórica. El realismo de sus convicciones, de la atmósfera cruda de lo cotidiano lo alejan del romanticismo, pero en ciertos momentos su aventura interior en constante batalla con el mundo exterior lo acercan profundamente. “La verdadera realidad no está más que en los sueños”, dice Baudelaire, desconfiando de las apariencias y las cosas meramente tangibles. Su realidad y sus sueños están en el arte, al que define como “una magia sugerente que contiene, a la vez, al objeto y al sujeto, al mundo exterior y al artista mismo”.
Idolatra la realidad y participa de ella como en un festín placentero y estético. Ese contacto con la realidad, incesante, vital, lo lleva a poetizar, a entrañar de misterio, sus actos más frecuentes y elevarlos a su esencia primordial. Por ejemplo, le canta a la embriaguez, la convierte casi en un discurso filosófico: “¡Es menester embriagarse sin tregua! ¿De qué? De vino, poesía, o virtud, como prefiráis, ¡pero embriagaros!”. La embriaguez deja su furor físico y pasa a ser un estado del espíritu. Uno a uno nombra los elementos de la vida, y de esa conjugación, como en el laboratorio de un alquimista moderno, despeja el camino a avanzar.
En El vino del asesino, nos muestra que la embriaguez tiene un sentido, una extraña ética, que solo la poesía puede cantar de una manera original, como si fuera el éxtasis del vacío:
“Seré esta noche borracho muerto; /entonces, sin miedo y sin remordimiento, /me acostaré en la tierra, /y dormiré como un perro”.
Un dandi oscuro
Baudelaire, el hombre, el poeta, el mártir, el farsante, está coronado por una aureola de misterio que él esculpió, ayudó a moldear, e hizo piedra. Su vestimenta es un disfraz prodigioso, estrafalario: trajes lúgubres, con botones de metal, chalecos de terciopelo y pantalones de casimir abombados, cuando la moda indicaba usarlos estrechos, su gusto abierto por el opio, la dichosa zozobra al consumir sustancias alucinantes, sus continuas invocaciones demoníacas, le dan un aspecto taciturno, malévolo.
Detrás de este cuadro escénico, manto fantástico, hay un travieso seductor cuyas mentiras son superiores a la realidad. Es un dandi que en la oscuridad, en el tedio, da lo mejor de sí. Pero el dandismo de Baudelaire no es simplemente una pose estética; su refinamiento e inteligencia son disfraces para atacar al burgués. Antepone a la actitud superficial del dandi burgués, es decir del personaje que proviene del poder material, algo más profundo, y el dandismo en sus palabras sería algo interior, más allá de cierto exotismo que permite el dinero, y es “el de la superioridad aristocrática del espíritu”.
El arte y su práctica provocan un lujo del ser, más que del aparentar ser, y dice “que por encima de todo es la ardiente necesidad de hacerse a una originalidad, contenida entre los límites externos de las conveniencias”. El dandismo es algo sagrado, “como una suerte de religión”, una pasión, “una doctrina de lunáticos”, que surge de la inteligencia, de un proceder frío, y lo esencial para este insólito príncipe del desarraigo es “combatir y destruir la frivolidad”. La rebeldía, el ímpetu, asociados en el placer del cálculo.
Jeanne Duval
Desea en la mujer cierto aire de voluptuosidad, melancolía, y que guste del aroma venenoso de los sinsabores de la realidad. En Madrigal triste, exclama:
“Te amo sobre todo cuando la alegría, / huye de tu frente vencida; cuando tu corazón en el horror se ahoga”.
Quería un amor libre, pasional e independiente, donde no existieran conquistadores ni vencidos; una compañera que reflejara sus sueños en el infierno, y “en el horror de la noche malsana” le dijera el alma de gritos llena: “¡Soy tu igual, oh mi rey!”. Ante la insuficiencia de acariciar este ideal, responde al mundo con frases cargadas de desprecio: “El amor puede derivar de un sentimiento generoso: el gusto por la prostitución; pero de pronto es corrompido por el gusto de la propiedad”. Esa forma de hablar, de discurrir, de rasgar las vestiduras amorosas es esencialmente moderna. La ambigüedad y el amor se funden en un novedoso lenguaje transgresor: la ironía, para aliviar la ruda carga del pensamiento racional. La ironía como desfogue y metáfora literaria es la burla consigo mismo y con los otros a la máxima potencia.
Su agitado corazón estuvo ligado a Jeanne Duval, una sensual mulata de las Antillas, que bailaba en modestos cabarets de París. Fue una mujer resbaladiza, misteriosa y fatal; caras de una misma moneda que el poeta gustaba recrear. Su afinidad por el libertinaje los llevó a recorrer un largo proyecto de espinas y maravillosos extravíos.
Por la Duval accede al sufrimiento, y rompe los esquemas amatorios convencionales. Le aceptó sus infidelidades, sus caprichos, y la amó como a una revelación. Estos versos parecen describirla:
“Su tez es pálida y ardiente; la morena encantadora / tiene en el cuello los aires noblemente amanerados; / alta y esbelta andando como una cazadora / su sonrisa es tranquila y firme”.
Fue un amor de tormentas, adobado de múltiples sentimientos: la pasión, la decadencia, la ternura, la caridad, el erotismo y la amistad nutrieron este matrimonio inusual que escandalizó a la sociedad parisiense. Jeanne fue su musa: la diosa de sus desdichas. Y en este pacto poético radica la fuerza de su amor conflictivo, desgarrador, aunque perdurable y leal hasta la tumba. En Bendición, el poeta se desdobla y pone en los labios de su amada estas palabras: “Y mis uñas, semejantes a las arpías / sabrán labrarse un camino hasta tu corazón”.
Convivían y volvían a partir, lejos el uno del otro, pero no demoraban en asistir sus corazones al lecho puro de los desesperados. Vivieron existencias paralelas, agobiadas. En 1859, la Duval sufre de parálisis, y Baudelaire se encarga de cuidarla. Luego de la muerte del poeta, se la verá agitando rabiosa sus muletas por las calles implorando estar junto a él en el cielo, o en el infierno.
Discordia sartreana
Jean Paul Sartre, el gran filósofo existencial, en arremetidas psicoanalíticas, en boga en sus días de intelectual rimbombante, lo hunde como hombre: no le perdona su osadía de “carácter individual”. Con su bisturí de experimentado carnicero, sobre la cómoda mesa del anfiteatro de la posteridad, desmenuza la historia personal del poeta, y alega victorioso sus fracasos, sus penurias: “Nadie ha conocido mejor que él la inutilidad de sus esfuerzos”, exclama el autor de La náusea.
Sartre ignora o pasa por alto –tal vez la coyuntura histórica lo obliga– su obra. Habla poco de ella, siempre contextualizando, y cuando lo hace, la reduce a un absurdo inventario psicológico. ¡Claro que Baudelaire sabía la inutilidad de sus fervores y entusiasmo! También era consciente de que estos asuntos pérfidos, plegarias trabajadas, beneficiarían la poesía y su poesía. Sacrificó su etiqueta social, su espacio de benefactor, de guía, por la sombra de la independencia y la marginalidad. Su silencio colectivo lo asiló en los corrales de los demonios y ángeles solitarios.
El cinismo del irónico despista al filósofo, en ese punto aparte, fluyen las inmensas brechas que los separan. Su poesía pareciera no interesarle como creación estética, los quebrantos humanos concentran con aire ruin sus preocupaciones. Es más una recreación de sí mismo, de sus especulaciones patológicas, que del Baudelaire perezoso, inseguro, febril, dos veces inútil, que conquistó él solo la poesía.
La obra de Baudelaire es un espejo del hombre, un filtro de sus necesidades viscerales, que, aún no lo sabemos, Sartre obvió por razones morales o políticas; será mejor dejarlo en deuda con la poesía. Baudelaire es un pequeño burgués, hecho que estorba a Sartre. Desde su ideología, lo ve sin comprometerse con nada, y le irrita comprobar que es a propósito. A través de esta óptica de sentimiento de clase, le producen agrieras “las motivaciones” de sus actos. Prefiere a Genet, que nace huérfano, manchado, hijo puro de la impureza, y que desde la nada levanta su rebeldía, su honrosa, no fingida contrariedad contra una sociedad bárbara, desigual e injusta. Genet vive en el infierno, Baudelaire lo inventa. El primero es un héroe humano, el segundo un dios fallido.
Baudelaire es el fastidio, la silueta más agraciada del desasosiego: que sueña y crea patíbulos mientras aspira ocioso su pipa. Ha hecho su presentación de cuerpo entero, ha rasguñado su hoja de vida, ha llegado hasta nosotros, y nos interroga si conocemos a la bestia delicada que tenemos al frente. Tímido, repulsivo, nos llama “hipócrita lector”, luego nos abraza, y susurra que somos su semejante, su hermano de pesadilla.
Sus ojos perversos, tiernos, son la imagen de un niño antes de cometer un crimen doméstico. ¿Cómo llamar a este villano, a este canalla que gusta del látigo, del confort, del resplandor del hastío?, si sus “alas de gigante le impiden caminar”.