Por Daniela Pasik
Clarín (Ar)
“Nadie escribió nunca un libro. Sólo se escriben borradores. Un gran escritor es el que escribe el borrador más hermoso”, dice Abelardo Castillo en sus Mínimas incluidas en Ser escritor (1997, Seix Barral). Muchos grandes autores de todas las épocas, estilos y países han dejado sus decálogos. Desde Juan Carlos Onetti hasta Ray Bradbury, pasando por Horacio Quiroga, Stephen King, Augusto Monterroso y Joyce Carol Oates.
Algunos son amables, otros graciosos, bastantes categóricos, pero todos dan por sentado que muchos quieren escribir, y creen que con un poco de entrenamiento es posible. Pero para meterse a hacer un cuento, novela o poema no siempre alcanza con las ganas. Y hay que tener algo que decir. Para eso están los talleres, decenas que conviven en la Ciudad y el GBA a lo largo del año. Algunos, privados y a cargo de escritores reconocidos. Otros, gratis o muy baratos, en centros culturales. En promedio, la experiencia puede ir de los 400 a 1.500 pesos mensuales, según el caso. Aunque el fenómeno nació décadas atrás, se mantiene firme. Y los cursos se alimentan con nuevos aspirantes.
Pero, ¿cómo empezar? “Es importante que el texto te plantee una necesidad, que necesites escribirlo por alguna razón. Tiene que ser algo que necesita salir, llueva, truene o se me caiga el techo”, dice Ángela Pradelli, novelista multipremiada y tallerista desde hace tres décadas. “Si no tenés nada para decir, no tenés que ir a escribir”, acuerda Selva Almada, autora de novelas como El viento que arrasa y Ladrilleros (2012 y 2013, Mar Dulce), que da cursos de escritura. Pero eso no quiere decir que es imposible. “Amamos las ideas, pero más debemos amar, para obtener oficio, la perspectiva. Con perspectiva, todo, un café con un viejo amigo, el día que descubriste a los Beatles, puede generar un gran texto”, aporta Luis Mey, que acaba de publicar Los pájaros de la tristeza (Seix Barral) y da clases individuales o grupales.
La poeta Irene Gruss, que hace clínica de obra, dice que se puede estimular la creatividad y propone: “Salir de sí mismo, ver a la gente, los árboles, escuchar la música que te dé vuelta”. Alejandro López, autor de La asesina de Lady Di (2001, Adriana Hidalgo) y Keres cojer? = guan tu fak (2005, Interzona), descontractura: “En general, muchos vienen al taller en busca de ideas, de motivación, a veces con mucha culpa. Entonces les doy títulos, situaciones, formatos”.
Una vez que se empieza surgen otras cuestiones. “Los principiantes tienen muchas veces una idea demasiado solemne, escriben con un estilo que consideran literario y que es una rara mezcla de español de traducción, Borges (sin la naturalidad que él tenía y que ni ellos, los principiantes, ni yo, tenemos) y otros autores que admiran”, reflexiona la novelista y cuentista Inés Garland, que coordina talleres para adolescentes. “El mayor error de quienes comienzan a escribir es creer que literatura se escribe con L mayúscula, y no relajarse para contar”, concuerda Diego Paszkowski, autor de best sellers y con varios discípulos que hicieron carrera. Gabriela Cabezón Cámara, escritora que da cursos y clínicas, aclara: “Los que recién empiezan a escribir muchas veces usan una lengua formateada por otro, explican en vez de representar, tienen ideas demasiado estructuradas sobre los límites de los géneros. Pero todo esto suele superarse muy rápidamente”.
¿Cómo soltar la pluma? “Hay que empezar a contar algo que viste o escuchaste o tocaste. O todo junto. Confiar en que una palabra lleva a la otra, en que se atraen por paradigma semántico o fonético. Y seguir”, indica Cabezón Cámara. “Salí a mirar el mundo, a escuchar a otros, elegí una pareja, un solitario, un niño, un grupo, lo que atraiga tu curiosidad; mirá como si no hubieras mirado antes y escribí lo que ves”, propone Garland. Margarita García Robayo, colombiana radicada en Argentina y a cargo de un taller de narrativa dice que una “estrategia útil” es iniciar un diario llamado ‘conversaciones que escuché en la mesa de al lado’, y que eso sirve para afinar la curiosidad. Paszkowski propone algo que le recomienda a sus alumnos: “Pensar la literatura como un trabajo actoral. Hay que posicionarse en distintos personajes y escribir monólogos a partir de esos personajes, por lo que luego podrán ‘ser’, por ejemplo, una niña envidiosa de cinco años, un anciano conservador, o lo que quieran”.
Hacer listas es otra estrategia, y López ofrece estos temas: “De personajes posibles, parientes, mocos que se han mandado, polvos que no fueron, enemigos, cosas que no funcionan”. Fernanda García Lao, autora multifacética de cuentos , novelas y poesía que coordina talleres, advierte que hay que estar alerta y asegura que “el mundo es un absurdo que pide a gritos un autor”, por eso sugiere “soltar el instinto, la intuición poética” y propone: “Escriba como quien abre un cuerpo desconocido. El suyo. Y atrévase a la oscuridad. O a la risa”.
No hay que dejar que “gane la necesidad de escribirlo todo”, indica Almada, y en el mismo sentido, a nivel técnico, Mey propone evitar las redundancias, explicaciones e informaciones. “Un buen texto no repite ideas ni cae en explicaciones que el lector tiene que ver a través de las acciones”, dice.
“Los errores más comunes son excederse con los adjetivos, escribir oraciones con estructuras idénticas, el falso sentimentalismo, no trabajar cada oración por tener apuro por el ‘producto’ final”, apunta Garland. Wittner explica que “a veces hay una tendencia a ser ‘demasiado fiel’ a la realidad; al hecho o percepción que en efecto impulsaron la escritura. Si lo que cuento pasó un jueves, pero queda mejor el sonido de ‘martes’, hay que usar martes”. García Lao, igual, desdramatiza: “No estoy contra los pifies. Un texto es un enigma de lenguaje a resolver. Entonces, valoro el error de la primera escritura. La incorrección, primero. La potencia. Y luego sí, la cordura, es decir, la corrección. Muchos se desaniman si el cuento no sale de una sentada y es imposible escribir así”.