Ibagué, Tolima (1973)
Escritor y periodista. Estudió Lingüística y Literatura, Comunicación social y periodismo con énfasis en audiovisuales.
Coautor del libro Protagonistas del Tolima Siglo XX, asistente de investigación para los libros de investigación Poetas del Tolima Siglo XX. Cuentistas del Tolima Siglo XX. Novelistas del Tolima Siglo XX y Diccionario de Autores Tolimenses, Pijao 2000. Coautor del libro Músicos del Tolima Siglo XX, Pijao Editores.
Director y presentador del magazín Con Ustedes de Cablecentro 2003. Director del programa radial La cultura en buenas manos de la emisora cultural del Tolima. Editor Mobile Panregional Cyclelogic 2003—2008. Editor de las páginas internacionales de BellSouth (Colombia, Ecuador, Uruguay, Perú, Venezuela, Chile, Guatemala, Nicaragua, Panamá)
Autor del libro conmemorativo Tolima 150 años. Autor de libro Salón Tolimense de Fotografía 21 años de historia. Redactor del semanario Tolima Siete Días de la Casa Editorial El Tiempo. Corresponsal de El Tiempo 2008—2013. Redactor del semanario El Cronista 2012. Corresponsal del periódico El Tiempo para la redacción de deportes. Jefe de prensa del Club Deportes Tolima 2013—2015. Columnista de la revista Facetas. Publicó en 2016 el poemario Los días perdidos.
Libros Publicados
Los días perdidos
Por Alejandro Viana
Esta obra, es un encuentro con los interminables estados de conciencia de un ser hecho de poemas, ese mismo que, investido como tenue espectro, ha conseguido reflejarse en las estrellas. Tal es el encuentro, con sus palabras y con sus sonidos, donde es posible visionar todo un mapa celeste de constelaciones de imágenes, en ese firmamento imaginario que es su poesía.
Estos estados de conciencia, manifiestan la vida y la muerte, a través del flujo interminable de la ensoñación poética o de la imaginación creadora, en la experiencia única e irrepetible de su tiempo. Son pues, consciencia y existencia de aquel ser efímero, de un poeta intangible, que habita en una orilla del mundo de los hombres.
En “los días perdidos”, estos que también manifiestan la razón y sinrazón de cualquier existencia compartida, logramos experimentar la empatía del sueño consciente y el inconsciente ensoñado, revelación pura de todo lo vivido.
A partir de una obsesión manifiesta en la escritura y la sucesión de apuntamientos sobre papeles achacosos, con recuerdos casi perdidos aunque susurrantes en su memoria de poeta, de esas revelaciones que han surgido a lo largo de su vida en forma de pensamientos sueltos o de poemas lúcidos, ahora mismo continúa esta nueva obra sus múltiples lecturas, con sus propios silencios y meditaciones, metamorfoseándose en otras palabras y en otros instantes, por el conjuro del tiempo, en un espacio y en un lugar tan habitado de intimidad y tan lleno de estratos y de objetos vivos, inertes o irreales, que van apareciendo y desapareciendo al unísono tras cada evocación, como parte de todo este ser imaginado por nosotros los lectores que carga a cuestas su indescifrable humanidad.
Sólo entonces presentimos y vivimos a ese hombre con alma de demiurgo taciturno, con tantas otras cualidades, ofrecidas al mundo de lo imaginario o de lo cotidiano, a la propia realidad que limita y delimita todos nuestros cuerpos. Y aquí, en esta su geografía, sin perder sus coordenadas en medidas imposibles, de vez en cuando, se transforma en cartografía delirante de su ser y de su estar, en mapa mental de sus presencias y sus ausencias, adonde aparecen los más obscuros e iluminados instantes, de una vida que deviene interminable, en ese momento eterno, que sólo experimentamos los vivos con los muertos, y que son, a fin de cuentas, nuestras propias sombras hechas de luz y de penumbra.
Así, estos días, que son ahora nuestros, hunden sus raíces en una tierra abonada con poemas, tan llenos de misterios, de nostalgias, de sueños y metáforas, que nos muestran un etéreo retrato de lo humano, desde la viva imagen de una casa y su entorno familiar, un barrio que lleva al cementerio y una montañosa ciudad, desfigurada por encuentros imperceptibles, con esas sombras y esos fantasmas, que deambulan por el tiempo detenido de los hombres, de toda esa naturaleza que renace cada día en su tapia, su patio y su jardín, abrigada con el follaje perenne de un árbol imaginario que hace posible recrear las palabras del lenguaje, y por supuesto, de su viaje místico por el movimiento cíclico del amor y el desamor. Son pues, el brevísimo encuentro con la vida de un ser, que es aquí, poeta del instante.
Ricardo Torres y sus días perdidos
Por Jorge Eliecer Pardo
Algunos tienen pinta de poetas, otros la tienen y lo son. Es el caso de Ricardo Torres, escritor silencioso que acaba de publicar su primer libro, “Los días perdidos”, “prosas poéticas” subtítulo, a mi parecer, redundante. Torres es de Ibagué, del 73. Lo leí dos veces, en la antesala de Avianca, en aplazamientos que duraron un día completo. Agradezco de entrada el acompañamiento. Más grato repetir poesía que improperios. No lo leí con rabia ante la agonía de esos espacios repletos de gente ofuscada, campos de batalla y lágrimas. Claro, me miraban como bicho raro, clavado en el interior de la portada con paisaje ibaguereño, calle de árboles y un extraño personaje caminando hacia el fondo.
El poeta, en su dedicatoria personal, entre otras cosas, me dice: “… estas palabras viajan a sus manos con el deseo de que no naufraguen en el camino”. En la segunda lectura empecé a hacer notas en las inmaculadas páginas en blanco. Me di cuenta que los textos navegaban en mi agudo criterio para con la poesía. Comparto algunas de las apreciaciones que dejé plasmadas en el envés de los poemas.
Retoma el ritmo de una imagen, historia, remembranza, recuperando la narrativa que tanto elude la “poesía” de hoy. (…) Naturaleza, pájaros y desolación, transitan en estos poemas que parecen congelados en un lenguaje sugerido. (…) Sentimientos reposados en claroscuros imposibles, cuartos y casas deshabitadas. Cotidianidad que la palabra devela en el justo momento de la evocación, de la figura no leída o vuelta a leer en poemas y canciones impredecibles. Puertas, pasadizos que el lector transita sin tocar la madera, canto de aves, siempre sedientas.
Cigarros muertos con picos de alquitrán y ceniza, el humo ha partido ya y el poema sigue encendido.
Los árboles crecen como los laberintos de Ricardo, en el llamado lastimero, existencial, del poeta. No está tirado en la hierba como Whitman sino en las ramas, como Calvino. Los árboles —dicen— mueren de pie, los de R. Torres, viejos, agobiados, siguen ahí, sin futuro.
Nos queda el saber de un lenguaje que denota, un pájaro que emigró, un amor que no fue, un paisaje de calles sin Borges ni Poe, una canción en el fondo del bar, sin Pessoa, quizá un saxo, atrás, escondido, Julio, el Cronopio Mayor. Poesía de lo urbano sin el advenedizo Mario B, con el palpitar de Costantino.
Cadáveres asordinados, lenguas envenenadas para la palabra no dicha. Transeúntes que evocan a Juanmanuel R., en las cartas a buzones del viento.
Poesía hermosamente derrotada. Días perdidos, lienzos despedazados en las figuras abstractas de amantes que se diluyeron en los manchones de las paredes.
Poesía para los solitarios. Poesía que sigue navegando sobre turbulencias.
Aún no se han perdido los días
Por Benhur Sánchez Suárez
Si algo ha de trascender de la literatura para la humanidad es esa capacidad de identificación que reconoce la vida en cualquier espacio y en cualquier tiempo.
Y más la poesía que, en su capacidad de sintetizar el alma humana, abre posibilidades y esperanzas como, cuando en cualquier rincón del mundo, alguien identifica la chispa de su vida en una frase, en un verso, hasta en una palabra bien utilizada.
El arte de la palabra es de significados. Fíjense cómo, hasta en la creación de universos ficticios y territorios fantásticos, hay siempre un espejo en el cual podemos mirarnos, descubrirnos y, muchas veces, analizarnos.
Y eso nos permite habitar una casa distinta y sentir posibles los anhelos que habíamos archivado como caminos sin retorno y volver a ver la luz que nos hará ser mejores seres humanos cada día.
Con esa disposición he leído: “Las palabras que caen de mi boca como hojas secas, volverán a ser algún día palabra viva y, entonces, dejarán de ser un cadáver sobre la tierra húmeda”.
También he leído con asombro: “Somos, tal vez, la suma de simples y sencillas memorias, inútiles tantas, que apenas si las recordamos” porque me he sentido descubierto en mi ejercicio de reconstruir mi propio mundo.
El libro está compuesto de pequeñas narraciones que deambulan y escarban en lo cotidiano, casi siempre ungidas de desesperanza, algunas veces amargas como la vida, y con un leguaje depurado y a ratos ampuloso, pero sin ocultar su hálito poético, que es el que sustenta y da vida al conjunto de textos que conforman el libro. Su título “Los días perdidos” (2016), del escritor ibaguereño Ricardo Torres Correa (1973). Es su primer libro publicado.
En él habita la fragilidad de lo que pudo ser, de lo que podría ser aún, y se nubla en la derrota: el “a veces me mira” o el “a veces sueño” que llama la atención para que no nos derrumbemos a pesar de las dudas y de las probabilidades.
Está también la angustia en los textos que traslucen una búsqueda desesperada de lo que ya fue como una manera de reafirmar el presente. El color que se percibe es el negro, es la sombra. El grito preferido es el silencio, porque el contraste entre el pasado y el presente es la derrota: “aquí estoy, canto triste de mi cuerpo”, y la espera: “Estas manos cansadas de arar los caminos y sembrar violencia en las grietas que dejan las sonrisas de los desconocidos, intentan abrir sus alas y romper la jaula que las petrifica […]” Entonces, no todo está perdido, ni los días. “Los días perdidos” son memoria de una vida.
Y merece ser leída.