Calarcá, Quindío (1947)
Ha sido reconocido con cuatro primeros premios nacionales de cuento y una docena más en segundo y tercer lugar. Participó en el Taller de escritores “García Márquez” de Bogotá, con Eutiquio Leal y en la Universidad Nacional con Luis Ernesto Lasso. Entre otros, ocupó el segundo lugar en el Concurso Internacional de Cuento, Prensa Nueva de Ibagué, donde fueron jurados Jaime Mejía Duque, Arturo Alape y Maruja Vieira, en 1994, así como el primer premio en el Concurso Nacional de Cuento Municipio de El Líbano, en 1993. Prologó los libros del narrador tolimense Edgar Osorio Agudelo, El sudor de la abnegación (1998) y Hojas para un Teorema (2002). Ha publicado los libros La Luna ladra en Marcelia (1995), Al son que me canten cuento (2007), Crónicas quindianas (2010) y Momentos memorables de militancia musical (2016).
Algunos de sus cuentos están incluidos en diez trabajos colectivos, el último de ellos, Nuevos cuentos colombianos, antología de Elkin Obregón S. (Confiar 2009). Durante dos años fue coordinador del programa radial El verso azul y la canción profana, emitido por la U. FM Estéreo de Armenia. Durante cinco años hizo parte del comité organizador del Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales, de Calarcá. Perteneció al Comité Editorial de la Biblioteca de Autores Quindianos y a los consejos departamentales de Cultura y de Literatura.
Como músico e intérprete del acordeón, es el fundador de la agrupación musical Los muchachos de antes, dedicada al tango (Bogotá 1980) y que permanece vigente en el Quindío. Es colaborador habitual del diario La Crónica del Quindío y otras publicaciones escritas y virtuales de Colombia.
Marcelia, ciudad de nombres raros e historia
Por: Leopoldo de Quevedo y Monroy
Especial para Buque de Papel, Cali Martes 20 de Septiembre de 2011
Acabo de leer el libro de Libaniel Marulanda "Al son que me canten cuento". Es una letanía de recuerdos de colegio y de pueblo de un soñador con mucha lengua. Tiene encima como una ruana paisa la bobada de unos 30 premios de puro cuento ganados desde hace ya unos 40 años. Su colegio el Rufinojota de Marcelia, sus gentes, calles y vecindades lo surtieron de sueños, lenguaje y de todas esas cosillas que le ocurren a un pilluelo con lápiz.
El libro de 190 páginas parece un retazo de la historia de un paisa sin zurriago ni ruana. Medio cachaco, muy cuyabro, fogoso como el Conde del Jazmín, con bastón y cubilete, símbolo de la andariega Marcelia. Cada parte y capítulo son retratos de un jirón al viento sobre la cuerda de ropa o entre el cajón de la mesita de alcoba. Esa es su gracia. Nada extravagante, ni demasiado florido y sin sandeces. Contada como en la charla mientras se toma en el bar un café recién cernido, sin tapujos parroquiales y a calzón abierto.
Cuando me decidí a leer estos cantos en prosa, entré casi a un jardín de blanco y negro. Dibujos a derecha e izquierda, policromía en el centro, recuadros y adornos de pared con versos. Parecía una casita de campo con chambrana roja y balcón. El acordeón Bussilachio que se repite en viñetas me recordó mis años de infancia. Me intimidó un poco ver tanto premio por lado y lado. Qué reto leer a un autor de tanto perendengue encima. Pero no. Libaniel no es un creído. Lo digo por lo que leo, pues en persona de piel, nariz, corvas y carriel no lo conozco. Ni importa. Me contentaré de conocer su prosa y oír de lejos su canto.
Refrenda Libaniel la costumbre de quienes nacen en el Triángulo de Oro y del Café de cranear para sus hijos nombres nuevos, sacados de cavas y códices. Heyzennowerth, Erwin, Splinder, Francinever, Kelvinator o John Spray, Yargenis y Numancia. Nombres como Rodrigo, Horacio, La Ñata o Antonio ya nos parecen raros al lado de los comunes de Quindío o Armenia.
No me importa que los jurados de incógnito le hayan dado el primero, el segundo o tercer premio a tal o cual cuento. De nada sirve que al final de cada uno Libaniel nos lo refriegue. A medida que uno va leyendo Al son que me canten cuento y La luna ladra en Marcelia va asignando su criterio y concediendo el aplauso a Los cucos de Loli, a Aguas arriba o a La alegre casita de Arenales y a otros. Ahí se ve que a veces Libaniel se descuidó y no envió a concursar estos cuentos. Qué fluidez, qué sencillez de agua clara. Cómo narra lo obvio, lo humano y risueño, sin rebusques ni artimañas.
Cierro el libro y me queda en los ojos un sabor a ruana, a yipao, a perro de labriego, a bares con billar y tango y viaje a la capital en Bolivariano, a colegio y novias, a revolución con folletín de Mao. Ese es el regalo de la lectura de un libro al calor de lo vernáculo, de lo universal del ridículo y la vida crasa, del humor que sale del vino y la cocina y del olor a calzón de mujer cercana.
Abrazo con mi palabra las letras nacidas en Marcelia y Quindasia, de la sangre de Marulanda. Les doy el Premio de ser leídas con regodeo y sonrisa de medio lado.
Lenguaje y visión del mundo en “La luna ladra en Marcelia” de Libaniel Marulanda
Por César Valencia Solanilla*
Dentro de las diferentes tendencias que pueden constatarse en el desarrollo de la narrativa colombiana contemporánea, existe una que siempre nos ha cautivado, por el carácter complejo que ella tiene y porque de tanto expresarse en los comentarios superficiales o en las aproximaciones críticas intrascendentes, termina por perder su significado real: el proceso de búsqueda, afirmación y revelación de la identidad cultural. En las décadas 70 y 80, este fenómeno fue notorio como una forma de salto adelante en la superación del costumbrismo y del realismo crítico, pues estos factores se convirtieron en una especie de lastre en la banalización del hombre y del mundo, al querer enunciar “lo propio”.
La llamada narrativa de la violencia, al mismo tiempo, enfatizó de manera obsesiva en el “inventario de muertos” como una manifestación epigonal del realismo crítico. Pero el fenómeno de la identidad cultural permaneció ahí, y es una inquietud latente que aún puede percibirse en gran parte de los narradores contemporáneos, sobre todo en aquellos que a través de la confrontación con el mundo de la modernidad y del caos de las grandes ciudades, asumen la búsqueda como escritura de la memoria colectiva.
Este es el caso del escritor quindiano Libaniel Marulanda, en su primer libro de relatos, La luna ladra en Marcelia, en el que se hace evidente la voluntad de apropiación del pasado y del presente como reiteración histórica sin la truculencia del discurso de la violencia, como tampoco de la simple presencia del paisaje o de la realidad telúrica no problematizada. El libro, integrado por 21 relatos, la mayoría breves, revela varias de las facetas importantes de la vida colombiana en el pasado reciente y que aún funcionan en el imaginario colectivo como hitos de varias generaciones: la insurgencia popular por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, la utopía del cambio social, económico y político de los años 60, la lucha revolucionaria de los 70, el éxodo masivo de colombianos al exterior en busca de mejores oportunidades, la consolidación de un modelo democrático liberal corrupto, y desde luego, la honda influencia que estos referentes histórico-reales han tenido en el imaginario individual con esa poderosa carga afectiva que representan para el hombre desencantado la frustración, la soledad, el abandono, el tedio, la inutilidad de la acción pragmática.
La luna ladra en Marcelia -título por demás dotado de un simbolismo muy particular- es una obra que, desde esta perspectiva de la identidad cultural, se apropia del pasado lejano en la nostalgia de un proyecto romántico fallido (“La luna ladra en Marcelia”, “En el Niágara”, “Bajo un cielo de estrellas”); reconstruye el pasado cercano para reformular ciertas claves sociales y políticas a través de la ironía y la paradoja (“Heyzennowerth”, “Hoy mi deber era”, “Notas de Sasaima”), y muestra con sarcasmo el presente como una especie de callejón sin salida al cual irremediablemente está abocado el hombre (“Carnaval”, “Los fines pertinentes”, “En acto de servicio”, “La diecinueve”). Historias todas ellas signadas por el peso de la derrota y la desolación, con chispazos elocuentes de humor negro, pero en las que es evidente el propósito del autor de plantear ese fondo tragicómico que envuelve nuestra identidad individual y colectiva.
Los seres que habitan la narrativa de Libaniel Marulanda son, en este sentido, hombres y mujeres de la cotidianidad, empleados oficiales perdiendo o a punto de perder sus empleos, inmigrantes que regresan para mostrar falsas opulencias, enamorados infelices, parejas que se suicidan, revolucionarios asesinados, indigentes masacrados, músicos miserables, alcaldes putañeros, jóvenes sin futuro, todos ellos viviendo y padeciendo vidas vacías, en las que la alegría, el gozo, la felicidad, son apenas muecas fugaces de un mundo cercano y recortado. La ternura, la bondad, la amistad, la solidaridad, de las que muchos de ellos están dotados, no es suficiente, sin embargo, para equilibrar el desencuentro del hombre con el mundo. De ahí la presencia permanente de lo irónico y de lo paradojal en la experiencia vital, que despoja a los seres de su identidad ideal y los hace verse cada vez más derrotados frente al espejo: metáfora de la realidad contemporánea, que el autor desarrolla de manera implacable. Para hacer posible esta virtualidad expresiva, el narrador utiliza un estilo directo, sencillo, sin artificios literarios, aunque en algunos de sus relatos se ensayan formas narrativas de la modernidad, en la mayoría de los casos eficaces para los fines internos del relato, como es el caso de “En el Niágara”, desgarradora historia sobre la vida miserable de los serenateros de pueblo y en donde se fusionan con acierto diversos tiempos verbales; o el tiempo interior de “La fiel pelota de Peter” acerca de un accidente de tránsito relativamente presentido, y “La diecinueve”, también sobre los músicos que sobreviven de trabajos denigrantes. Esta ausencia de artificios literarios conlleva a la decantación del lenguaje y en cierta medida a la opción del relato tradicional, o a la manera de Horacio Quiroga, buscando siempre la tensión y el final inesperado. En la mayoría de los relatos, en especial aquellos con mayor extensión, esta voluntad estilística logra a plenitud sus cometidos, como en el caso del cuento “Rumores de serenata”, compuesto por cinco microrrelatos, que narra con sarcasmo los amores clandestinos de un profesor y una alumna de la universidad. Esta pieza, al igual que el texto que le da el nombre al libro, “La luna ladra en Marcelia” y “El Niágara”, representan a nuestro juicio los cuentos en donde la capacidad expresiva del autor logra su punto más alto: congregan poesía, amor, desamor, amistad, nostalgia, y un corrosivo humor negro como sustrato que equilibra la dureza de la realidad exterior.
A este proceso de apropiación de elementos de la identidad cultural individual concurre también la presencia de un ambiente y un paisaje identificable en la realidad: la zona cafetera, Armenia-Calarcá (Marcelia), Circasia, Montenegro, las carreteras regionales, Bogotá, México. Pero estos elementos no son un añadido a lo que pudiéramos llamar la identidad cultural colectiva, sino que hacen parte de manera integral del mundo que se quiere representar mediante la invención imaginaria.
Libro de importantes valores literarios, La luna ladra en Marcelia representa a nuestro juicio una incursión significativa de la narrativa quindiana en el panorama del cuento colombiano y evidencia la tesonera labor de muchos años en el ejercicio de la escritura literaria de un autor que, conforme lo refiere él mismo al final de varios de sus relatos, ha trajinado con suficiencia los concursos literarios en el país, en los que ha obtenido méritos suficientes para ser considerado como uno de los mejores exponentes del género de su departamento.
Desde nuestra perspectiva de lectores atentos al desarrollo de la narrativa colombiana contemporánea, damos la bienvenida a una obra de la cual vale la pena ocuparse, como manifestación bien lograda de ese proceso de búsqueda, afirmación y revelación de la identidad cultural, individual y colectiva, que señaláramos al comienzo de este escrito.
* Profesor de literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira.
Doctor en Literatura de la Universidad de La Sorbona, París.