Líbano, Tolima (1947)
Doctor Honoris Causa de la Universidad Simón Bolívar de Barranquilla. Ganador de premios nacionales de cuento. Fundador de Pijao Editores y del Grupo Cultural Pijao, que promueve desde 1972 el trabajo de escritores colombianos. Ha publicado los libros de cuentos, Las primeras palabras, 1972, en coautoría con su hermano Jorge Eliécer Pardo. Los lugares comunes, 1982, La muchacha del violín, 1986, El último sueño, 2004, El día menos pensado, 2007, Libros y sueños, 2007, Un cigarrillo al frente y otros cuentos, 2011, El último vuelo, 2011. Sus novelas son Los sueños inútiles, 1985, editada por Oveja Negra en su colección de los 100 mejores escritores de la literatura colombiana y reeditada bajo el nombre de Lolita Golondrinas, 1986, Cartas sobre la mesa, 1994, La puerta abierta, 1997, El beso del francés, 2013, Verónica resucitada, 2014. En el género de literatura infantil, ha publicado El invisible país de los pigmeos, 1996, Mi hija me regaló un fantasma, 2015. En el género de ensayo, Novelistas del Tolima siglo XX, Músicos del Tolima siglo XX, Poetas del Tolima Siglo XX, Cuentistas del Tolima siglo XX, todos en la Enciclopedia Cultural del Tolima, 2002, El proceso creativo, 2004, Manual de historia del Tolima, 2005.
Ha publicado más de cuarenta libros entre antologías, ensayos, enciclopedias, biografías, además de cuentos y novelas que han sido traducidas a varias idiomas. Ganador de varios concurso de cuentos como el Mundo Visión en 1971 y el Premio Nacional de minicuento de El Tiempo en 1981. En 1987 recibió el Premio Tolimense de Literatura, Premio Vida y Obra del Ministerio de Cultura y Alcaldía de Ibagué en 2016, Orden de la Democracia del congreso de la República, entre otros tantos reconocimientos.
Carlos Orlando Pardo no sólo es uno de los más importantes cuentistas y novelistas colombianos sino que gracias a su trabajo alrededor de la cultura, la historia y la literatura, lo consagran como uno de los gestores culturales más importantes del país.
Libros Publicados
Verónica resucitada
Por Berta Lucía Estrada
Pasé tres días inmersa en el último libro del editor y escritor Carlos Orlando Pardo, Verónica resucitada (Pijao Editores, 2014). Una obra que se entronca en el puzzle de la zaga El Quinteto de la frágil memoria* de su hermano Jorge Eliécer Pardo y que compite con ella en el dominio narrativo y en el lenguaje utilizado; esto demuestra hasta que punto hay una simbiosis literaria entre los dos escritores. Lo que habla muy bien de su trabajo mancomunado en pro de la literatura y de su interés mutuo por la historia reciente de Colombia; pero sobre todo por el interés de narrar la época convulsa de la mal llamada violencia.
Por otra parte, las miradas de los dos escritores nos permiten ver mucho más que cuando acercamos el ojo a una cerradura. En este caso preciso es como mirar un prisma, donde pueden verse las mismas situaciones pero desde ángulos distintos, con sus consecuentes refracciones y descomposiciones de la luz; lo que enriquece considerablemente la visión histórica y la construcción narrativa de los escritores Pardo Rodríguez. Es algo así como mirar el pasado a través de un caleidoscopio, donde el mismo acontecimiento desfila raudo delante del ojo que lo escruta, pero narrado siempre de una forma diferente.
Podría también decirse que es una construcción cubista; o sea, se presenta lo que en esta escuela artística se denomina perspectiva múltiple; donde ningún aspecto del objeto, en este caso de la historia, queda en la oscuridad, todos pasan por el tamiz de la luz; lo que redunda en una mayor objetividad de los hechos, para que el lector pueda entrar y comprender más fácilmente la narración que se le presenta.
¿Cuántas veces debemos descomponer una idea, un recuerdo, una palabra, un acontecimiento histórico o personal, para poder entender finalmente lo que pudo haber sucedido? Los investigadores policiales manejan muy bien este proceso cognitivo; aspecto que no es ajeno a los escritores de novela negra. Agatha Christie y Georges Simenon indagaron bastante en este método.
En realidad es el trabajo de muchos escritores; puesto que la palabra es memoria. Sin ella corremos el riesgo de convertirnos en víctimas de la peste que azotó a Macondo, cuando todos sus habitantes comenzaron a perder la memoria y con ella a olvidar el sentido de las palabras.
Primer tópico: La guerra:
Y si digo mal llamada violencia es porque ese nombre ha sido un eufemismo para no decir claramente que se trató de una guerra civil nunca reconocida por las élites ni por el Estado colombiano ni mucho menos por las fuerzas militares, así muchos políticos liberales y conservadores, que hicieron parte del poder después del derrocamiento de Rojas Pinilla, me refiero al Frente Nacional, hubiesen participado en ese enfrentamiento bélico que nos dejó como herencia esta época de delirium tremens en que hemos crecido y envejecido millones de colombianos y para los que la paz es sólo una palabra carente de significado real; por lo que a algunos nos cuesta verdaderamente pensar en ella como una posibilidad que está casi a la vuelta de la esquina, para utilizar otro eufemismo.
Verónica resucitada se sumerge en la historia familiar y desde allí se relata la historia de Colombia y nos llega el eco de la Segunda Guerra Mundial. Al mismo tiempo que nos topamos con los discos de acetato que reemplazaron al gramófono o las primeras escuelas de teatro y de títeres o la llegada de la televisión y con ella programas que nos acompañaron por años como Yo y Tú, con la inolvidable Alicia del Carpio. Esa extraordinaria mujer que abandonó la España de Franco para venir a instalarse en las antípodas de su tierra y que entendió como pocas personas la idiosincrasia del rolo de los años 60 y 70 del siglo pasado.
Verónica resucitada parte pues de la historia de una familia. Pienso por supuesto en Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez, no sólo porque la novela de Pardo es un soberbio homenaje a esa gran obra colombiana, tal y como lo señalaré más tarde, sino porque al leerla recordé una de sus frases recurrentes; me refiero a cuando hacía alusión a que nada extraordinario le había ocurrido después de la muerte de su abuelo acaecida cuando él sólo contaba ocho años. Este recurso no es nuevo. Pienso en Coplas a la muerte de mi padre de Jorge Manrique; esa elegía fundacional de la poesía castellana, donde el poeta se conduele por la muerte de su padre, al mismo tiempo que recuerda y ensalza su vida y reflexiona sobre la fugacidad de la existencia. Por supuesto que también recordé al vasco Kirmen Uribe con su magnífica zaga familiar Bilbao-New York-Bilbao** (Editorial Seix Barral 2009); y Ru (Éditions Liana Levi, 2010) de Kim Thúy, escritora canadiense de origen vietnamita, en el que narra su infancia en Vietnam y la huida en un boat-people con toda su familia y su posterior exilio en Canadá.
Y si traigo a colación a estos autores, para hablar de Verónica resucitada de Carlos Orlando Pardo, es porque a veces olvidamos que un autor escribe generalmente sobre lo que mejor conoce; y que mejor que el microcosmos familiar para narrar la universalidad e indagar en los vericuetos de la condición humana.
El libro de Pardo narra la lucha de una familia por mejorar su nivel de vida, sobre todo lo que concierne a la educación de los hijos, brindarles un futuro mejor y hacerlos ciudadanos de bien en un país sacudido por los vaivenes de la violencia política. Es así como el lector asiste de la mano de Arturo a las correrías por los Llanos Orientales o a las reuniones clandestinas con el fin de asesorar a los obreros o campesinos en la creación de sindicatos o para hablarles sobre la necesidad de luchar por sus intereses laborales y sociales. Al mismo tiempo que le toca asistir a esa gran debacle que fue el bogotazo y el asesinato de Gaitán. Arturo, acompañado de una de sus hijas, huye de Bogotá, mientras su yerno se oculta de los pájaros que llegan a su hogar del Líbano (Tolima). Los dos, en realidad toda la familia, son como las hojas sacudidas por la tormenta de las que nos habla Lin Yutang, con la diferencia que no se quiebran ni nadie las aplasta con sus botas untadas de fango color ocre. Salen indemnes de la guerra, eso si, con cicatrices invisibles y perennes, pero al fin y al cabo salen vivos y con deseos de seguir en la lucha. Algo que miles de nuestros compatriotas no lograron, ya que muchos de ellos fueron cayendo por la furia del vendaval que quiso borrarlos de la historia, al mismo tiempo que dejaba la tierra arrasada, quemada, colonizada por aves rapaces.
Segundo tópico: El amor y el desamor:
Verónica resucitada es también un libro sobre el amor y el desamor, sobre el encuentro y el desencuentro, sobre la libertad del presente y las cadenas del pasado. Sobre el libre albedrío y las consecuencias que trae consigo, no siempre las que se esperaban; tal vez porque la educación, la sociedad y la religión impiden romper las esposas que nos atan a ellas y nos hacen prisioneros eternos de sus designios aparentemente imperecederos.
Su personaje principal, Verónica, es una mujer cuasi legendaria, pero también es una especie de fantasma que se niega a caer en los brazos de la muerte, tal vez para evitar el olvido que termina por instalarse en algún amanecer. En otras palabras, ella encarna la lucha entre la memoria y el olvido.
Verónica, feminista convencida cuando la palabra aún no se conocía, va tras sus propios sueños, así caminar en pos de ellos le cueste dejar atrás marido e hijas. Así le cueste acostumbrarse a la idea que para él ya no existe y que sus hijas crecerán con la imagen de una madre muerta prematuramente. Ese olvido impuesto, marcado a fuego como si se tratara de marcar a una fiera indómita, es la venganza de un marido, que si bien la ama y la desea, no acepta que ella prefiera una vida diferente a la del hogar.
Verónica, como las serpientes que siempre se muerden la cola, regresa a sus orígenes, al menos a uno de ellos. En lo más oscuro de su conciencia sabe que no siempre se llamó así, sabe que en algún momento una mujer que la amaba la llamaba Esperanza. Pero también sabe que fue robada de sus brazos por otra mujer, esta vez una gitana. Es ella la que le da una nueva identidad, un nuevo nombre, Verónica. Ella, la gitana, le enseña el amor por los caminos y por los amaneceres con paisajes diversos. Le enseña la trashumancia, la libertad que ofrece el cielo abierto, así a veces se tropiece con montañas. Para luego ser raptada otra vez por otra mujer que desea arrancarla de la errancia y educarla bajo sus propios códigos de buena conducta, apegados además a los preceptos católicos que para esa nueva madre son fundamentales. Sin embargo, Verónica buscará nuevamente la libertad de los caminos y la incertidumbre de nuevos amaneceres en tierras desconocidas. Es cuando decide huir de su tercera madre, no porque ella la maltrate, sino porque el horizonte le hace guiños, la llama, la acaricia para que lo siga en su loca e infatigable carrera donde nadie, que no sea ella, puede asirlo.
Y la forma más expedita de llegar a él es huyendo con el circo que una vez más pasa por su pueblo, allí donde perdió a su segunda madre.
Es cuando encuentra a Arturo y él le enseña otro horizonte, el de las alturas, donde volar es posible. Él le pone alas y la recoge en el aire antes que el sol le derrita la cera con las que ha pegado las plumas. Uno diría que es una Ícara. Verónica-Ícara. En otras palabras libertad-vuelo-horizonte sin límites. ¿Y cuando se ha recibido ese obsequio y se ha bebido su néctar, cómo olvidarlo al lado de un fogón de leña?
Es lo que Arturo no pudo predecir porque no quiso descifrar las volutas de humo o leer las cartas que narraban el futuro. En otras palabras se negó a consultar a Pilar Ternera; tal vez porque siempre supo que nada ni nadie podría nunca encerrar a su amada Verónica detrás de los barrotes de la posesión, y que amar es precisamente dejar volar, así sea en otros horizontes y en otros cielos.
Arturo decide escapar a la ausencia de la amada; le huye al saudade declarándola muerta, huye del pasado lanzándose por los acantilados del olvido; aunque el olvido se niega a darle cobijo. Es por ello que siempre guardó la foto de su esposa debajo del colchón, una forma de tenerla siempre consigo, de asir lo inasible, de escapar a la pérdida, y de no caer en las trampas del olvido; esas que finalmente cubren los rostros de las personas que hemos amado detrás de brumas de desolación.
Verónica se entronca con María Rebeca y Arturo con Carlos Arturo Aguirre, dos de los personajes de La baronesa del circo Atayde de Jorge Eliécer Pardo. Y es aquí donde armamos el rompecabezas que los escritores Pardo han puesto en la mesa para ser descifrados y para que sus piezas se unan en un perfecto mapa que dibuja múltiples aspectos que van desde la vida familiar propiamente dicha, pasando por el mapa político colombiano hasta llegar al occidental.
Verónica María Rebeca sigue las sendas del aire como eterna funámbula que se resiste a la caída y al olvido.
Y en el caso de Arturo Carlos Arturo se recuerda su hermoso oficio de ebanista; aunque prefiero hablar de arquitecto de muebles a los que les imprime los sueños de la familia y el amor por las máscaras. Y es cuando decide hacer estos muebles para su hija y su yerno, que habían dedicado su vida al teatro, que Arturo se encuentra de nuevo con el mundo de los Buendía. Al igual que Amaranta, que tejía su mortaja despacio para alargar un poco su vida, él esculpe las máscaras en los espaldares de las sillas del comedor tomándose su tiempo, a sabiendas que cuando las termine ya no le quedará nada más por hacer y que luego se acostará para no volverse a levantar nunca.
Las máscaras también son un reflejo de su propia vida y de los secretos que lleva por doquier y que le recuerdan a la esposa aventurera que ha declarado como occisa o a los intríngulis políticos a los que debe hacer frente y que nunca están exentos de peligro. Lo que lo hace caminar nuevamente, ya no como Carlos Arturo Aguirre sino como Arturo, por su antiguo oficio, el de acróbata de circo; el mismo en el que Verónica María Rebeca escapaba a la muerte gracias a sus manos que la atrapaban en el aire, evitándole una segura caída ante los espectadores que asistían a las presentaciones de la carpa y que como gitanos recorrían los pueblos polvorientos; llevándoles de esa forma algo de ilusión a sus vidas marcadas por la abulia y la eterna repetición a las que estaban condenadas. No en vano Aureliano Buendía pensaba que el tiempo “daba vuelta en redondo”.
Esto nos lleva inmediatamente a recordar a Melquíades y a los gitanos que lo precedían; los mismos que trataban de vender ilusiones o vender el hielo como uno de sus tantos insumos mágicos.
La intertextualidad:
Ya se hizo alusión a la historia nacional e internacional como eje narrativo de Verónica resucitada. No obstante, aún no he desarrollado un aspecto, entre muchos otros, que no quisiera dejar suspendido en el aire, me refiero al diálogo con otras obras literarias; aspecto que contribuye a armar el puzzle con las piezas de la zaga El quinteto de la frágil memoria de Jorge Eliécer Pardo, en este caso preciso con El pianista que llegó de Hamburgo. El entronque no sólo está dado por el bogotazo sino en la narración que nos pone a viajar a los Llanos Orientales en compañía de Arturo. Allí no sólo es un espectador y protagonista de los movimientos campesinos, sino que de una u otra forma encarna, como ya lo había hecho Hendrik Joachim Pfalzgraf en la obra referenciada, a ese otro Arturo que sostiene la base de la ficción colombiana, me refiero a Cova, el protagonista de La Vorágine.
Y por supuesto reaparecen Las Alondras del Llano que había encontrado Pfalzgraf en ese viaje que terminaría en delirio. En verónica resucitada las alondras son las hijas de Arturo, el comunista que recorre los caminos del Llano con su máscara de ebanista:
« De ahí en adelante estaban en la primera fila actuando en las representaciones teatrales del colegio, realizando secretamente los resúmenes de los libros que recibía Arturo del Partido en forma clandestina y conociendo las fotos de Europa donde se realizaba el contraste entre la clase trabajadora y la realeza con una propaganda escrita en letra roja. Su padre les explicaría que los postulados del Partido eran como los de Jesús que quería proteger a los humildes, pero les tocaba estar como el divino maestro y sus discípulos, simplemente escondidos en las catacumbas para evitar la muerte ». (Verónica resucitada, pág. 79).
No hay que olvidar que las obras de Carlos Orlando Pardo y de Jorge Eliécer Pardo, a las que hago mención, son un elogio profundo a algunas de las obras fundacionales de la literatura colombiana. Me refiero no sólo a La Vorágine de José Eustasio Rivera sino a la obra de Vargas Vila.
Ese gran contestatario que vivió a caballo entre dos siglos, de 1860 a 1933.
El influjo de la rebeldía de Vargas Vila marcó el inicio de un cambio social, religioso e ideológico de una sociedad que pugnaba por salir de una época cuasi feudal. No en vano Vargas Vila, anticlerical por excelencia, siempre se consideró como anarquista. Al mismo tiempo que supo identificar el gran peligro que significaban los Estados Unidos, y abogó, como lo haría Arturo Carlos Arturo, por la libertad de los pueblos y por una verdadera justicia social.
Arturo, al igual que Vargas Vila, se refugia por un tiempo en el Casanare, escapando así a una posible muerte. De esta forma el personaje de ficción sigue los pasos del personaje histórico. Se convierten en uno solo y nos recuerdan que aunque “el tiempo de vueltas en redondo”, no todos los pueblos están condenados a su desaparición. No en vano Pilar Ternera decía que “un siglo de naipes y de experiencias le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas, hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje”. (Cien años de Soledad, Gabriel García Marquez).
Arturo, digno discípulo de Vargas Vila, sabe que al menos hay que intentar romper con esa maldición.
Mientras que Verónica María Rebeca abandona su vida de trashumante y encuentra un trabajo sedentario también como ebanista, lo que le permite finalmente instalarse en una vivienda propia y ser independiente, no necesita de un hombre en su casa que la mantenga; así los fines de semana, después de unos vasos de cerveza, decida llevarse a alguien que le caliente un poco las sábanas que permanecen frías toda la semana. Verónica decide un buen día buscar a las hijas que abandonó cuando una de ellas tenía solo unos pocos días de nacida, se reconcilia con las dos y finalmente abandona el mundo rodeada de la familia que siempre la había creído muerta. Otra forma de regresar a los orígenes, como si fuera la protagonista femenina de Viaje a la semilla, pero sobre todo la protagonista femenina de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier
Algunas intimidades sobre mis cuentos.
Por Carlos Orlando Pardo
He sido esencialmente un cuentista. Me siento cómodo con el género y nunca lo abandono como parte esencial de mi trabajo y con el que inicié esperanzado mi vida literaria. Escribí mi primera historia cuando cursaba el tercero de bachillerato de entonces, hoy octavo, y alcancé la fortuna del Primer Premio Interclases en el colegio Claret, de mi pueblo natal. De ahí en adelante me fue usual ganar algunas otras distinciones, primero regionales y después en el país, lo que comenzó a valer para clasificar entre los autores de la generación posterior a Gabriel García Márquez y a la que Isaías Peña Gutiérrez bien bautizó La generación del bloqueo y el Estado de sitio, aquella de los que empezamos a escribir bajo el mismo clima social y político hacia los años setenta del siglo pasado y que por fortuna, más de 40 años después, continúa en la tarea sin descansar en el oficio, salvo cuando les llegó a no pocos la para nosotros dolorosa hora de la muerte.
Creo que antes de empezar a escribir fui un contador de historias y así ganaba parte de las distracciones, por lo menos jugosas golosinas a la hora del recreo o las entradas al cinematógrafo. Descubrí que lo era cuando muy jóvenes y pobres nos reuníamos en el parque con la certeza de no poder ir a cine porque no nos alcanzaba el dinero para la boleta, pero entre todos, con las pocas monedas, sí nos era posible que uno fuera para que otros, esperando a que terminara la película, nos fuera relatada. Cuando el turno me correspondió, duré tres horas dando los detalles del filme con tanto dramatismo, que de ahí en adelante, cada día, fui a cine por cuenta de mis condiscípulos y supe que había nacido mi condición de narrador. Sin embargo, desde cuando estaba muy pequeño, el oficio que quise tener para siempre fue el de mago. Y estuve a punto de conseguirlo si no fuera por la fatalidad, por cuanto la muerte súbita de mi profesor nigromante me impidió convertirme en un adivino recorriendo el mundo como encantador y agorero salido de las entrañas del Tolima.
Evoco aquellos tiempos juveniles cuando llegué como maestro de la escuela Nicanor Velásquez Ortiz en Ambalema cargado de la suficiencia que me daba el ser un profesor cuando ni siquiera había sido buen alumno, tres mudas de ropa, dos libros de Vargas Vila y una pequeña caja donde guardaba mis trucos de magia comprados en la carrera séptima de Bogotá, poco antes de venir a instalarme en Ibagué. El profesor Galindo, a quien todos llamábamos cariñosamente hermano Tigre, sonreía socarronamente al ver lo elemental de mis sortilegios y me ofreció, con su generosidad de siempre y su sonrisa de dientes anchos de trompetista retirado de la banda, la oportunidad de conocer a un mago de verdad. Era nadie menos que Lember, pensionado de la Asociación Mundial de Magos con sede en Londres y que de pequeño se fue de Ambalema en un barco y ahora ya viejo regresaba. Por el hermano Tigre, su amigo, pude verlo tras una semana de espera. Finalmente quiso que si yo aprendía con disciplina debía llamarme el hijo de Lember. Lo soñé todas las noches luego de verlo destapar sus viejos baúles con los trucos. Sin embargo, y antes de darme la primera clase que debía ser quince días después mientras él mataba su nostalgia, los vecinos advirtieron de su muerte súbita por el olor a muerto que salía de su casa. Cuando no pude serlo, me metí a escritor que es otra manera de ser mago.
Escribir no es tanto como hacer el amor, al decir de Onetti, pero sí es un acto amoroso, así sea con el odio, porque alguna vez me confesó Héctor Sánchez que él escribía para devolver bofetadas. Cuando empiezas un libro, como afirma Lobo Antúnez, eres como una casa con un fantasma adentro. Converso de mis personajes como si fueran de mi familia y llego a creer que de verdad existen. Uno es como un médium y ese instante privilegiado es fascinante y enviciador. Nos alejamos del mundo llamado real y nos metemos en el ficticio. Benhur Sánchez afirma que cuando se cansa de uno se mete al otro y así la vida no es tan aburrida. Mi desaparecido amigo Humberto Tafur, vendedor de libros y novelista, dijo en un reportaje que él cuando vendía sus textos era Clark Kent, pero cuando escribía era Supermán.
En esencia es un estado de gracia, como han dicho algunos y es una aventura donde no pocas veces nos sentimos frágiles y desamparados. Se requiere de un gran esfuerzo porque como afirmó Faulkner, la inspiración es el 10% apenas y el resto es transpiración. Pero vale la pena para uno porque te estás jugando a fondo en un desafío que tú mismo te hiciste. Y es una magia. Vargas Llosa escribió que el escritor es un deicida porque puede matar a Dios o a un personaje en la página diez y resucitarlo en la quince. Se trata de un juego inusitado. Claro que en el fondo, como escribió Darío Ruiz, escribir ha sido siempre una lucha contra el olvido, una pelea para que no se muera lo que amaste, para darle varias vidas, para completar verdades y encontrar respuestas, es como aprender a diario sobre la vida y la muerte, señalar crímenes, despertar sensibilidades, es una manera de ser libre, aventurero, jugador, reflexivo. Oscar Wilde declaró una vez que se la pasó toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de sus poemas y le quitó una coma, pero por la tarde volvió a ponerla. Y claro, es renunciar mucho a otra parte de la vida, pero se ensaya el arte de la paciencia, el caminar entre las tinieblas, estar entre túneles y desazones, en el recogimiento, en medio de las batallas donde las balas no te matan aunque si existen los adioses te lastiman y es volver a besar en las palabras los amores que un día te apresaron, mirar la otra imagen que se esconde detrás del espejo, pensar en lo que harías o no harías, reflexionar y ser otro.
Tengo fija en mi mente el hambre que tenía por las palabras cuando era un niño muy pequeño y quería hablar porque supuestamente entendía lo que conversaban y no me salían las frases. Es una imagen recurrente. Ya más grande, primero tuve mucha vergüenza de escribir porque me fue muy mal cuando lo hice consciente por encima de las tareas en quinto de primaria. Una vez escribí todos mis pecados para que no se me olvidara ninguno y si me moría o me mataban porque era tiempo de violencia, pudiera ir al infierno como me dijo el cura. El papel se me quedó y sufrí toda la noche creyendo que se burlarían de mi por una lista ingenua, pero por fortuna nadie había esculcado mi pupitre. Ahí entendí la responsabilidad de la palabra escrita, pero la necesidad de la escritura sólo nació en la adolescencia para decirle cosas bonitas a la novia, mucho más cuando antes dependíamos de lo que nos dictara en una tienda Carlos Misas, un bohemio inteligente y culto de mi pueblo que lo hacía pidiendo como pago aguardiente. Luego de cada coma o punto aparte en frases no muy largas, se quedaba en silencio hasta que no regresara un nuevo trago. Hicimos el esfuerzo porque el dinero era poco, pero hubo crisis cuando las novias se mostraron las cartas entre sí y nos descubrieron burlándose sin piedad. El ridículo me obligó a pensar con urgencia en valerme por mí mismo, pero como no tenía mucha confianza empecé copiando frases de un cancionero que compré en la plaza de mercado y más tarde, inicié con expresiones propias y me tomé confianza, hasta el punto en que mis compañeros me contrataban para que les hiciera los mensajes de amor. Me sentí muy poderoso y encontré otra razón para querer las palabras, para entender el poder del lenguaje. Sin embargo, en el proceso, porque para entonces tenía una novia en quinto de bachillerato, lo que hoy llaman décimo y yo apenas estaba en tercero, le hice una carta con palabras rebuscadas cuyo lugar estaba bien por su sentido de acuerdo al diccionario, pero al encontrármela, inicialmente me dijo que estaba hermosa, me preguntó por el significado de algunas y yo lo había olvidado. A partir de ahí, para mi vida práctica, porque aún el escritor estaba profundo e inconsciente, me di a la tarea de estudiarlo y jamás jugar a lo que no dominaba en ese sentido. Finalmente, debo aclarar, que lo primero que hubo fue el imperativo y la sed por leer que no he abandonado. Por aquellos tiempos cuando empecé a tomarme confianza, alguna vez hice unos versos y mi papá me sorprendió preguntándome qué hacía. Le entregué con timidez el papel como si también fuera pecado y él me tomó de la mano para escoltarme a la calle y me dijo que no era ese un buen camino. Llegamos y me mostró borracho, casi dormido sobre un bulto de café en una cantinucha llena de olor a tabaco y alcohol al poeta Alberto Machado, de quien después fui amigo hasta su muerte, y me dijo que eso era un poeta, que no me fuera a poner con esas tonterías. Pero los impulsos iban por dentro y nadie iba a controlarlos. Empecé con un diario que alimentaba todos los días de manera religiosa y lo asumí como un bello secreto. Me gustó siempre el lenguaje de la poesía por su música y la encontraba en el Parnaso colombiano, en las palabras de las historias de amor que descubrí más tarde en algunos libros de Vargas Vila que eran prohibidos, en las expresiones de las radio novelas que escuchaban mis tías como El derecho de nacer. Decían cosas que no eran del común y aquel lenguaje, seguramente retórico y rimbombante, diferente al de lo cotidiano, me atraía como un imán. Era la magia de decir lo mismo de otra manera. Después, en las clases de literatura en el bachillerato con el profesor Antonio Echeverry, empezamos a descubrir un gusto mayor por las palabras y su significado y la importancia del lenguaje para representar el mundo y las ideas. He sabido, con el tiempo y con júbilo, que la literatura es la vida vuelta lenguaje. El lugar adecuado de la palabra en una frase, por ejemplo, te obliga a jugar como con plastilina. Es un oficio delirante y la materia prima con la que trabajas.
Inicié la aparición bibliográfica cuando contaba con 25 años. Fueron Las primeras palabras con ocho cuentos ganadores y finalistas de concursos literarios nacionales de mi hermano Jorge Eliécer y míos, cuatro cuentos de cada uno. Ahí nació nuestra editorial Pijao en 1972. Fue recibido con entusiasmo según los registros de la prensa nacional en notas que conservamos como una reliquia. Me metí a escribir primero historias de amor porque quería trazar distancia con la violencia vivida. El amor, así termine en un pérdida porque sólo es eterno mientras dura, fortifica pero no amarga tanto como los pasajes de la muerte. Pasadas muchas décadas de aquel tiempo, he regresado a esos años sin miedo y sin pasiones a contar aquellas historias tristes y aleccionadoras. La distancia con los hechos fue importante. Odio todo tipo de violencia porque soy hijo legítimo de esa atmósfera en mi pueblo. No conocía la muerte y se me presentó de manera terrible. Trato de olvidarla en la vida real pero las escenas se vienen cuando escribo. Pero nada supera la emoción del primer libro, dijo alguna vez Tolstoi. Para este librito inicial, mi tía Sofía, escritora y actriz, fue muy importante como estímulo. Inclusive nos presentó al pintor John de Gregg que hizo la carátula. La tía nos llevó a los periódicos nacionales donde tenía sus amigos que hicieron el registro. Éramos maestros y estudiantes en la facultad de educación de la Universidad del Tolima y no sobrepasábamos los 25 años.
De entonces a hoy, en este 2014, no menos de 40 libros cuentan con una muestra de mi trabajo narrativo.Para mi alegría, abundantes han sido los criterios generosos alrededor de mi trabajo cuentístico que me alientan y enorgullecen. Uno de ellos fue el de Gabriel García Márquez cuando escribe que “Carlos Orlando Pardo es el campeón de las doce líneas”, el premio obtenido con su puño y letra en la primera página de una de las ediciones de Cien años de soledad, precisamente al haber ganado el Primer Premio Nacional de Minicuento organizado por Daniel Samper Pizano en el diario El Tiempo en 1978 y donde participaron casi mil intenciones. El famoso periodista y autor de novelas afirmó en Lecturas Dominicales de este mismo diario, que “El autor es una espléndida revelación microcuentística”. Por su parte, el legendario lector y comentarista Germán Vargas Cantillo define que “Con temas difíciles por lo peligroso de caer en lo obvio y hasta en lo cursi, son manejados con destreza y calidad por Carlos Orlando Pardo. En su famosa antología de Cuento Colombiano que hiciera para la editorial Plaza y Janés, Eduardo Pachón Padilla en un amplio análisis, escribe que “Con una órbita universal, experimenta, con acierto, el estricto cuento corto de dimensiones concisas, ínfimo diálogo y en un máximo aproximado de seis páginas va encontrándose en su limitado marco los esenciales elementos de la buena narrativa. En pocos trazos se crea una atmósfera, reflejando una situación espiritual, un estado de ánimo o un momento feliz o aciago”, lo que verifica el novelista y crítico Fernando Ayala Poveda al decir que “Con un lenguaje de coloquio, casi conversacional, Pardo logra la magia de llegar a lo definitivamente literario”.
En la nota de contraportada de nuestro volumen inicial, el excelso cuentista que es Policarpo Varón testimonia que “El tema del primer libro de Pardo es la violencia. No sólo la violencia política, sino la violencia en sus manifestaciones más aterradoras, en lo que tiene de cruenta y desoladora en los diversos ámbitos de la cotidianidad colombiana. Contados con un lenguaje sencillo pero eficaz, violento, coloquial a veces o casi oral, describe la miseria y la abyección moral y material en que se debaten personajes generalmente jóvenes y traumatizados, revelando la actitud característica de la más reciente y mejor narrativa de Colombia en este momento. Carlos Uribe escribe que “No queda más remedio que sentirse atrapado desde un comienzo por la eficacia de su lenguaje y la atinada selección de los temas”, mientras la profesora Alcira Calderón opina que “Vale decir que lo excepcional en los cuentos de Pardo no es que acontezca nada singular sino que nos hace sentir que ha acontecido algo singular”, mientras María Luisa Penagos dice: “Juega con la información creando un universo que denota inmenso conocimiento de la condición humana”.
Hasta el momento tengo publicados ocho libros, algunos con dos o tres ediciones y relatos traducidos al inglés, francés y serbocroata, al igual que incluidos en antologías del país o internacionales como la que hiciera la Universidad de la Sorbona en París. Sus títulos son: Las primeras palabras (1972), Los lugares comunes (1982), La muchacha del violín (1986), El invisible país de los pigmeos (1996), El último sueño (2014), El día menos pensado (2007), Un cigarrillo al frente (2011) y El último vuelo (2011). Conservo dos inéditos: Las noches de la espera y Delta me hizo rico, que aparecerán próximamente, pero uno nuevo en proceso. Es de todos estos volúmenes mencionados que realizo una selección de 50 cuentos para la serie Maestros Contemporáneos que edita Pijao Editores. Vienen escogidos desde los escritos en 1969 hasta 2014, es decir 45 años en el oficio de escribirlos. Hubiesen podido ser más, pero las limitaciones de edición no me lo han permitido. El día en que alguien se atreva a cumplir con la tarea de publicar mis cuentos completos, pasarían del centenar.
El escritor Hugo Ruiz en su prólogo a mi Obra selecta publicada en 1997, escribe sobre mis relatos que “En estos cuentos, a la sombra de un lenguaje rápido y envolvente que conserva aún rezagos de la, al parecer, inevitable retórica, asoman ya los temas recurrentes de su obra: la pubertad recién estrenada de una muchacha sumida en fantasías sensuales que se ven contradichas y temidas por el poder represivo de la religión (El regalo de bodas); la dueña de un burdel significativamente llamado "La Trampa" que logra salir electa como diputada suplente pero a quien el principal, que ha llegado a serlo gracias al dinero de la mujer, no la deja posesionarse ni por un momento y decide, a lo último, desengañada, ayudar a la guerrilla (Las primeras palabras de los primeros días); el éxodo hacia la capital de un paupérrimo muchacho pueblerino que termina pronto en el raponazo y el secuestro y que a través de una carta da cuenta a un amigo preso (es de imaginar que por idénticas razones tras su igualmente inevitable exilio del poblado natal) de los hechos vividos y de los delictivos que se apresta a vivir (Ojalá salgas bien) y, por último, la historia de un hombre sumido en la añoranza de abandonar el pueblo, metido en negocios turbios para lograrlo, desamparado tras el suicidio de su mujer y el robo que del dinero guardado en la caja fuerte hiciera el hijo, con lo cual sus ilusiones quedan sepultadas para resguardarse de la soledad y la proximidad de la muerte con la infatigable lectura de revistas gnósticas mientras se deleita alimentando un oscuro deseo de venganza (Los resultados). Las cuatro historias están contadas con un lenguaje ágil y evocativo al tiempo y a través de ellas asoma la vida tediosa y muchas veces terrible en su frustración de pueblos olvidados como El Convenio, que si bien en este libro permanece innominado es el mismo lugar de posteriores historias sea que transcurran allá o sea que se evoquen desde los exilios forzosos y angustiados de muchos de los personajes de Pardo en sus relatos posteriores. Así, esta obra se centra en un único y particular universo primigenio, el pueblo polvoriento, solitario, frustrante de El Convenio y quienes se marchan de allí estarán de todas maneras estigmatizados por los años vividos en un lugar donde el aburrimiento es la norma y el clima de violencia partidista y gubernamental ahoga cualquier intento de que la vida discurra por cauces apacibles, útiles y no punibles. Si estos años son, como generalmente sucede, los de la infancia, el lastre será aún mayor. Pero si bien estos primeros cuentos abordan un tanto de soslayo la violencia política, tratada siempre en la literatura colombiana con un muy bajo nivel de calidad, aquí se acude a otras instancias y podemos realmente llegar a conocer a estos personajes en la complejidad de sus deseos, frustraciones, alegrías y amarguras (sobre todo estas últimas). El Convenio vendrá a ser de este modo una especie de protolugar al estilo del Jefferson de Faulkner, el Macondo de García Márquez o la Santa María de Juan Carlos Onetti, pero Pardo está más cercano del narrador uruguayo que del colombiano por cuanto aleja definitivamente el pintoresquismo en sí mismo para intentar bucear en los más recónditos pliegues de la conciencia de unos personajes realmente desasidos del mundo y a quienes sólo la lujuria, el dinero bien o mal habido y la permanente sensación de acorralamiento que demanda una huida inaplazable caracterizan. Tales tópicos se mantendrán, casi sin variantes, en sus otros dos libros de relatos, pero en ellos aparecerá algo que en estos primeros cuentos sólo está esbozado: un acre humor negro o cordial que encubre por contraste -pero agiliza y hace agradable la lectura- el destino ciego de sus criaturas’.
Frente a Los lugares comunes, el mismo Hugo Ruiz afirma: “El libro está dividido en dos partes: Los convenios y Los lugares comunes. Tal división no es arbitraria sino temática. En la primera aparece el pueblo de El Convenio y en toda su fuerza ese mundo de violencia que en Las primeras palabras apenas se insinuaba. Si bien se recurre en esta primera parte un poco al lugar común de tanta narrativa sobre la violencia tal como se ha dado silvestre en el país, los calcados crímenes, la delación y el posterior ajuste de cuentas, la mujer como factor de ruina o venganza, la rebelión contra el despotismo de la autoridad, Carlos Orlando Pardo logra trazar, a pesar de los estereotipos, un vívido cuadro de las diversas fuerzas que hicieron posible la violencia. Semejante en esto al enfoque realizado por Hernando Téllez en ese magistral cuento que es Espuma y nada más, donde la resistencia ha encomendado al barbero asesinar al jefe militar de la plaza mientras lo afeita y éste, a pesar de la oportunidad acaso irrepetible que se le presenta vacila y no puede llevar a cabo su cometido para que el teniente, al levantarse de la silla, deje ver que conocía la intención homicida de su adversario político y le dice :"Matar no es tan fácil, yo sé por qué se lo digo". Del mismo modo, Pardo ha dicho no, en estos relatos, a las noticias de asesinatos gratuitos o movidos por el odio partidista, no a la resistencia cruenta contra la entronización del poder y sus abusos, resistencia que en ocasiones se vuelve tan brutal como la que combate porque un engranaje inexorable así lo determina. No es que dejen de estar presentes motivos tan recurrentes como los mencionados u otros como la delación y el miedo, la frustración del amor y su secuela en la prostitución, la miseria determinante de tantas cosas, pero lo que interesa al narrador es plasmar los motivos recónditos que animan a estos personajes y con lo cual se salvan literariamente del clisé. Porque en estos relatos -me refiero a la primera parte- el hecho brutal, el episodio sanguinario y colmado de sevicia que en Colombia ha llegado a ser una noticia rutinaria que sólo indiferencia provoca, están contados de tal manera que si bien es cierto sirven para ambientar y crear la atmósfera histórica de esos años, lo realmente importante son los orígenes y reacciones de y ante tales episodios, las fuerzas ocultas que los determinaron y para ello entra a saco en los sentimientos, sueños, rencores soterrados, odios y frustraciones de sus personajes. No de otra manera es posible tratar un tema tan peligroso desde el punto de vista estrictamente literario. Con esta parte de su libro Pardo no pudo dejar de abordar el tema obligado de la violencia de manera un tanto frontal y para hacerlo se situó en el lugar obsesionante de ese pueblo, El Convenio, pero tuvo el acierto de salpicar aquí y allá los textos con un humor jovial y dicharachero que, por marcada paradoja, relieva aún más el signo trágico exterior de sus relatos”.
“La segunda parte, Los lugares comunes, es bien distinta aunque también en ellos campee la violencia. Pero ya no se trata de la violencia política sino de esa otra violencia, la peor, que todos estos personajes llevan dentro por razón de sus vidas casi invariablemente frustradas. Empleados presuntuosos que de repente vuelven al asfalto, burgueses medios que desprecian toda manifestación de protesta, que se jactan de su buen comportamiento ciudadano y su moral a ultranza aunque hipócrita para caer de todos modos víctimas de una violencia ciega, mujeres soñadoras y sensuales cuyos sueños terminaron en nada distinto a pobretones empleos en restaurantes o bares cuando no en la prostitución disfrazada o abierta, cumplida o al acecho, el tedio matrimonial y la indiferencia política en ciudades convulsionadas por esa misma política que desdeñan pero que se atraviesa en sus caminos para zaherirlos y revelarles la verdad de su condición, pequeñas historias en apariencia que sin embargo van develando el rostro oculto y nada amable de una sociedad carcomida en sus cimientos morales por causa no tanto de la violencia misma sino de su aceptación, apatía e indiferencia ante ella y de los motivos no siempre vindicatorios sino en muchas ocasiones oportunistas o personales que se ven disfrazados bajo un ropaje político o cívico. El tono de esta parte es más lírico en algunos pasajes, más profundo en otros que el de la primera y hay en ella dos relatos que son como fábulas (El sueño del mar y El duende) y que revelan la ternura conque Pardo aborda la escritura de sus historias, de éstas sus segundas palabras sobre las cuales escribió Fernando Ayala en los siguientes términos:
"Este nuevo libro de Carlos Orlando Pardo, nos presenta en variadas dimensiones la gama multifacética de Los lugares comunes. Ellos están en todas partes, en las pequeñas derrotas, en las ciudades sin nombre, en los cuerpos desnudos. Recorren desde los amores de placeres ardientes hasta los de castillos de papel, se detienen en las oficinas donde reina un mundo falso de amistades volubles e intereses oscuros y vanidad fatua, así como se hallan en las vitrinas o los teatros, en la búsqueda de un empleo o su conservación, en los símbolos de status de una sociedad que vive de la apariencia, en los grupos guerrilleros urbanos y parte de sus conflictos, y en el evocar mismo de la violencia provincial y sus protagonistas (...) En el fondo hay un mismo y repetido hombre lleno de incomunicabilidad, de amores y odios, de frustraciones y realidades que lo asfixian... Este libro es una carcajada con lágrimas, un traje de desilusión, un regreso sobre los actos cotidianos, las oficinas, las calles, las alcobas. Todo viene a constituir una escalera para que el lector pueda asomarse a un mundo barato de sentimientos inútiles, de sueños rifados. El telón sube. Los actores asumen sus papeles. Una banda circense desfila. Estamos en el mundo de la parodia, del melodrama, la irrisión y la megalomanía"
Refiriéndose Hugo Ruiz a mi libro La muchacha del violín, advierte que “En estas, sus terceras palabras, sus terceras historias, Pardo se mueve narrativamente hablando con soltura en el lenguaje y una sabia distribución de sus materiales. Breves, casi insignificantes historias, adquieren por la forma en que se nos comunican y por el recurso de un final sorprendente en parte pero nunca truculento, un poco a lo O ‘Henry, honda significación y la máscara impenetrable del desengaño y la tristeza en adolescentes que empiezan a conocer, en carne propia, las rudezas y sorpresas de la vida. En algunos relatos, como El acuerdo, la anécdota desaparece casi del todo, puede afirmarse que el cuento gira en torno a la supresión de la anécdota y que tal hecho viene a configurar la anécdota misma y si no nos enteramos de lo que podría ser el meollo del asunto sí, y esto es lo esencial, de la sensación y actitud de los personajes ante su escurridiza presencia en el recuerdo. Bien lejos estamos aquí de las historias pobladas de hechos de Los convenios en Los lugares comunes. Lograr sostener el interés de una historia sin recurrir a la anécdota e incluso soslayándola para resaltarla mejor y dejarla entrever a la complicidad del lector es ya una muestra de dominio del oficio y de la evolución de su talento hacia mayores retos. Los ejemplos abundan en La muchacha del violín: la idealización de un amor cuyo objeto, la muchacha, es sorprendida ejerciendo la prostitución; la espera de una llamada que al final del relato aún no ha llegado, un hombre detenido en el tiempo por artilugios mágicos, convertido en una fotografía. Estos relatos, que bien podrían recordar, sin que lleguen a parecérseles, algunos cuentos de Cortázar, son inasibles en su esencia inefable -salvo algunos como Una sola pata- y dejan al final la sensación de algo entrevisto apenas y por lo mismo inquietante”.
El novelista y pintor Benhur Sánchez afirma en su columna del diario El Nuevo Día, titulada De la oralidad al texto escrito, que “En Carlos Orlando esa fluidez de la oralidad, que maneja con tanto acierto, se traslada a su escritura y el lector siente que está ante un gran contador de historias. Supongo que a medida que ha ido hablando sus historias, en tantas amenas tertulias compartidas, al mismo tiempo ha ido depurándolas y enriqueciéndolas hasta llevarlas luego al papel. Es una suposición mía, de pronto un atrevimiento, pero me gusta imaginarlo así porque entonces pienso que Carlos Orlando ha instaurado un procedimiento nuevo para elaborar sus textos, procedimiento que muy pocos pueden darse el lujo de utilizar. Esta suposición me surge después de haber leído su más reciente libro de cuentos Un cigarrillo al frente y otros cuentos, lanzado en la Feria Internacional del Libro de Bogotá bajo el sello editorial Caza de Libros. Estos cuentos los he leído con la misma fruición con que le he escuchado las anécdotas que les han dado origen”.
“El libro consta de 17 cuentos, en su mayoría breves, siendo el que da título al libro, Un cigarrillo al frente, el más extenso y el único nuevo en este volumen. Los otros ya habían sido publicados en distintas recopilaciones, aunque aquí adquieren una extraña coherencia, un ordenamiento nuevo que le da al libro una textura diferente. Releerlos me permite afianzar las calidades literarias de este importante narrador tolimense, refrendadas en múltiples publicaciones tanto en el país como en el exterior. Sobra decir que el tema lo habíamos conversado varias veces, con el mismo ardor de todas sus charlas, hasta que su manera de exorcizarlo fue llevarlo a la literatura. El caso del cigarrillo al frente es la lucha interior de un hombre que debe dejar de fumar y así como busca todos los métodos posibles para lograrlo, también aduce todas las disculpas y los pretextos para evitar el sufrimiento que trae consigo el síndrome de la abstinencia. Cualquier fumador o ex fumador se sentirá plenamente identificado con el tema, así el primero no deje de hacerlo o el otro pueda reincidir en el vicio. El cuento lo desarrolla con el humor y la gracia con que su narrativa conversacional ha llevado a la literatura tantos temas que oscilan entre el amor y la muerte, entre el erotismo y la cotidianidad, entre las vocaciones y los oficios del hombre común y corriente, entre las vivencias de los extraños y aún las de su propia familia. Y a pesar de ser un cuento largo, cuando no el más extenso que Carlos Orlando haya publicado hasta ahora, mantiene en sus dieciocho páginas el interés del lector, que asiste asombrado al peregrinaje del vicioso por consultorios, salones de conferencias, consejos de amigos, medicinas alternativas, sentencias médicas, etc., para tratar de abandonar por fin el nefasto vicio del tabaquismo. El cuento nos cautiva con el drama existencial de un hombre, atrapado en el vicio más tonto que haya creado la humanidad: echar humo por boca y nariz, oler a demonios durante toda la vida y caer abatido por un enfisema pulmonar, un cáncer de garganta o un infarto fulminante. El lenguaje que utiliza para lograr la magia de la permanencia del lector es cotidiano, conversacional, íntimo y amigable, y la estructura es lineal y progresiva. Con este engranaje, el destino del fumador conquista nuestra solidaridad y en esa ansiedad por una solución, plena de justificaciones, nos lleva hasta el punto final. En buena hora aparece esta recopilación de cuentos de Carlos Orlando Pardo, un hombre que habla y escribe, respira y transpira literatura por todos los poros de su cuerpo”.
El escritor y crítico José Martínez Sánchez, en un ensayo sobre mi libro Un cigarrillo al frente y publicado en el suplemento literario dominical de El Nuevo Siglo, así como en su tratado De García Márquez a Juan Rulfo y otros textos literarios, Uniediciones, 2013, (págs. 81 a 84) afirma: “…con este libro Carlos Orlando Pardo continúa su larga cruzada por el género narrativo, diversificado en su brevedad y en la extensión de atmósferas originarias de la cotidianidad, en algunos casos trasladadas al clima de violencia inmanente a la vida social colombiana en su devenir sombrío. Un tratamiento estético conforme con las exigencias de la narrativa contemporánea concita al lector desde Jefe de sección, un cuento amargo que descifra la paradoja del empleado medio, con un pie en la escala burocrática empresarial, y otro en la cuerda frágil del ejército de desocupados, rumiando en silencio las zalemas de un sistema laboral que prometía un puesto próspero en la carrera administrativa. Más allá de la causticidad extremada en la segunda persona del singular hasta convertir la narración en un prontuario infausto de autoridad, Carlos Orlando Pardo escarba en los profundo de los personajes situados de cara a una realidad ambigua…Una segunda versión se encuentra en El día menos pensado, donde la fragmentación no recoge lo que pudiéramos llamar una vida, sino una situación individual concreta, como se sugiere en la generalidad de los cuentos…cuentos como El gallero, contiene la suficiente carga de humor en la concatenación de situaciones eróticas, orientadas a la simbología de los cuentos populares tradicionales. La destreza del autor al abordar personajes y dotarlos de un discurso literario consistente, se revela con amplitud en estos cuentos de madurez, donde el yo autoral alterna con narradores ficticios. En conjunto y al comienzo son cinco microcuentos suscritos a la pura invención y a la inmediatez de la realidad absorbente….dos textos un poco más largos agotan los pensamientos y las emociones de dos personajes realizados en la vivencia. Uno y otro ratifican ese terreno aleccionador y confesional del monólogo interior independiente de las ideas preexistentes o sujetas a leyes establecidas. La interposición de la mentira como desencadenante del trastorno de la personalidad y el tabaquismo se prestan a una discusión ética y al debate sobre la vigencia de la norma”.
El escritor y crítico Félix Ramiro Lozada Flórez en su amplio y consagrado estudio titulado Literatura colombiana,dice: “Su obra se ocupa de los problemas universales del hombre y por ello, sus personajes están abocados al amor, la violencia, la soledad, los desengaños, los sueños y la burocracia, precisamente en una sociedad contradictoria en donde la parodia, las imágenes y la caricatura expresan el sentido tragicómico de la vida entrelazada por las distintas historias de amor, anécdotas y violencia que identifican y expresan las experiencias recogidas por su autor, al igual que el manejo de los distintos conflictos sociales, económicos y políticos que se nos han transmitido de generaciones atrás, con una buena reconstrucción de los grupos sociales, de las contradicciones ideológicas y amorosas, con excelente manejo del lenguaje coloquial en un espacio urbano bien definido: las calles de una ciudad en permanente conflicto, por lo que es común percibir el estado de ánimo de los protagonistas… Pardo nos conduce por distintas situaciones que van desde la violencia hasta los sentimientos y emociones, por lo que cada personaje se mueve precedido de muchas historias y acciones cargadas de tensión y que generan crisis al ser abocadas. Así, a través de sus líneas, vamos comprendiendo no sólo la historia regional sino también la historia nacional como conjunto de acaeceres: desplazamientos, violencia, amor, angustias y todo lo que puede ocurrir a un ser humano cobra allí dimensión. Eso es lo que caracteriza una obra que está plena de lugares, situaciones, realizaciones y frustraciones, donde las emociones y sentimientos ven los fantástico misterioso”.
Concluye Félix Ramiro Lozada: “No son casuales entonces los enlaces con la historia, el acontecer diario y el manejo de los asuntos con un acertado lenguaje coloquial, recurriendo muchas veces a la visualización que confluye en el universo cultural y social en que se desenvuelve el narrador y en el que juegan, desde luego, un papel importante las imágenes poéticas y la evidencia de que existen los personajes”.
Páginas enteras de revistas y suplementos literarios han acogido pródigamente reseñas y críticas a mi trabajo en este campo a lo largo del tiempo. Las conservo en mi egoteca con cariño porque se trata de textos que han alumbrado mi recorrido y llegaron a sorprenderme. No puedo menos que agradecerles desde el centro del corazón, el tiempo que dedicaron a estudiarlos.
Ibagué, Nuevo Rincón Santo, enero 30 de 2014.
Son muestra de ello las antologías realizadas por Juan Gustavo Cobo Borda en Obra en marcha II, La nueva literatura colombiana, publicado por el Instituto Colombiano de Cultura en 1976; Cuento Colombiano Contemporáneo III Generación-1970, realizada por Eduardo Pachón Padilla en libro publicado por la editorial Plaza y Janés, 1985; Colombia à choeur ouvert, publicado en francés por Olver Gilberto de León en la serie Le nouvellier del Groupement D`Editerurs Arcontère Francois Majault en 1991; Cuentistas Hispanoamericanos en la Sorbona publicado por ediciones Moscardón de Barcelona en 1983 y Cuentistas Hispanoamericanos en la Sorbona publicado por la Biblioteca Luis Ángel Arango en 1982, donde aparezco, entre otros, junto a Juan Carlos Onetti, Eduardo Galeano, Augusto Monterroso, Augusto Roa Bastos, Manuel Scorza, Antonio Skármeta, Alfredo Bryce Echenique, Carlos Droguet, Luis Britto García, Julio Ramón Ribeiro, Adriano González León, Manuel Mejía Vallejo y mi hermano Jorge Eliécer Pardo. Otros libros que me incluyen son La violencia diez veces contada, de Germán Vargas, 1ª edición 1976, 2ª edición 1987; Café con amor, antología de Luz Mery Giraldo y Henry Luque Muñoz, para una edición especial del Fondo Cultural Cafetero, 2001; La ética: un cuento, de Nayid Salazar Cetina, 1990, Lenguaje Total, de Francisco Peñalosa y Enrique Cabeza publicado como texto de estudio para bachillerato por la Editorial Norma; a más de volúmenes sobre literatura nacional donde se realizan comentarios o análisis de mi obra, o se incluyen reportajes, entrevistas y síntesis biobibliográfica. Los ejemplos más destacados se encuentran en Manual de Literatura Colombiana publicado por Pro Cultura y la Editorial Planeta en 1988; Manual de Literatura Colombiana de Fernando Ayala Poveda, Editorial Panamericana, 2002; Hombres de palabra de Ignacio Ramírez y Olga Cristina Turriago, Editora Cosmos, 1989; Literatura Colombiana de Félix Ramiro Lozada (2001); Manual de Historia Colombiana, Creación y violencia en Colombia, Thalassa Editores de Fernando Ayala Poveda, 2003; Novela y poder en Colombia:1844-1987 de Raymond Williams, Tercer Mundo Editores,1992; Los mejores micro cuentos colombianos, Lecturas dominicales, diario El Tiempo, 12 de noviembre de 1978; Narrativa tolimense del siglo XX, de Libardo Vargas Celemín, año 2000; Diccionario de escritores colombianos de Luis María Sánchez López, publicado por Plaza y Janés en 1978 y Dos narradores colombianos de Fabio Barragán Cortés, Signo Editores, 1983, donde se realiza un amplio análisis sobre mi trabajo creativo y el de mi hermano Jorge Eliécer. Desde luego aparezco en las antologías regionales como Ibagué, la ciudad donde Dios leyó un poema, de Camilo Pérez Salamanca (2002); 107 años de poetas y escritores, de Miguel Salavarrieta Marín (1985); Ibagué, concurso de cuento 1972; La tierra soy yo, de Isaías Peña Gutiérrez, homenaje a Manuel Mejía Vallejo, Fundación Tierra de Promisión, Neiva, 1990; Cuentistas Tolimenses Siglo XX (2001); Novelistas del Tolima Siglo XX (2002); Músicos del Tolima Siglo XX, (2002); El Tolima cuenta, Pijao Editores, 1984; Diccionario de Autores Tolimenses (2002); Líbano cuenta, Pijao Editores, 1993; Cuentistas tolimenses, Pijao Editores, 1986; Palabra Viva, Pijao Editores, 1992; 450 de las mejores canciones colombianas, Ibagué, 2000, Cuentos del Tolima, antología crítica del grupo de investigación de la Universidad del Tolima en 2011 con la participación de Jorge Ladino, Leonardo Monroy y Libardo Vargas Celemín, De García Márquez a Juan Rulfo y otros textos literarios, de José Martínez Sánchez, Uniediciones, 2013. De Albeiro Arias, ediciones Universidad del Tolima, 2014, Los nuestros.
Declaración detallada y bajo juramento de mi trabajo secreto con el Estado y Un cigarrillo al frente.
Lozada Flórez, Félix Ramiro, Literatura colombiana, 2012, 504 páginas (380-382)
Sin dejar de correr el riesgo de omitir involuntariamente a varios, menciono algunos de estos estudiosos como Olver Gilberto de León, de la Universidad de la Sorbona, Ollie Oviedo, de la Universidad de New México, Nelson González Ortega de la Universidad de Oslo, en Noruega, Eduardo Pachón Padilla, Germán Vargas Cantillo, Carlos Uribe, José Martínez Sánchez, Félix Ramiro Lozada Flórez, Fernando Ayala Poveda, Ignacio Ramírez, Germán Santamaría, Isaías Peña, José Luis Díaz Granados, Fernando Soto Aparicio, Eduardo Santa, Orlando Mora, Álvaro Pineda Botero, Julián Serna Arango, Iván Beltrán Castillo, Hugo Ruiz, Héctor Sánchez, Benhur Sánchez, Libardo Vargas, Fabio Barragán, José Antonio Vergel, Germán López y Albeiro Arias.