Revista Pijao
Un escritor anticuado
Un escritor anticuado

Por Rodrigo Fresán

Especial para Etiqueta Negra

Leer en Wallace.

O escribir en Wallace.

O hablar y oír en Wallace.

O entender el idioma en el que David Foster Wallace pensaba y en/con el que escribió todos y cada uno de sus libros; desde La escoba del sistema en 1987 hasta el póstumo e inconcluso El rey pálido en 2011. ¿Cómo o a qué suena ese idioma entre exótico e inmediatamente reconocible? ¿Cómo el rugido de un 747 tomando carrera para despegar? ¿Cómo ese orgásmico estornudo que nos deja satisfechos, pero bañados en mucosa de variable consistencia?

Una cosa está clara: Wallace —como suele ocurrir con los grandes de verdad, como sucede con Miguel de Cervantes o Franz Kafka o Lawrence Sterne o Marcel Proust o William Shakespeare o James Joyce o Franz Kafka o Vladimir Nabokov o Jorge Luis Borges o Thomas Pynchon— no es «apto para todo público» porque no todos saben hablar en Wallace, o leer en Wallace. Alguien tan inteligente como Geoff Dyer, seguro, está capacitado para leer a todas las firmas anteriores, pero —Warning! Warning!— en más de una ocasión este inglés trotamundos ha manifestado en público y en letra que su novela favorita es la trágica y romántica y melancólica y graciosa (por llena de gracia) Suave es la noche , de Francis Scott Fitzgerald. De ahí —pienso— lo comprensible de su «alergia»: su ADN —su proceso de (de) formación como escritor— ha sido muy diferente al del autor de La niña del pelo raro, título fitzgeraldiano si lo hay. Lo incomprensible —pienso también— es que tanto Dyer como muchos otros no se hayan vacunado, o consumido un antialérgico, o intentado la variable homeopática para, así, aprender a leer (y a disfrutar, sanos, curados) en Wallace.

Una vez ahí dentro, de verdad, no es tan difícil.

Wallace también es trágico y romántico y melancólico y está lleno de gracia (y en una entrevista señaló a El gran Gatsby como uno de los libros «stuff that sort of rung my cherries» o, para decirlo con educación, lo conmovió profundamente). Y —a diferencia de muchos de sus encandilados y reflejos y automáticos adoradores actuales— Wallace evidencia una casi patológica preocupación por la flaubertiana le mot juste, un cuidado obsesivo por la construcción de la frase que conmovería al mismísimo Marcel P., y un desatado amor por sus personajes (repasar el muy prewallaceano Seymour: una introducción) que no se veía por aquí ni por allá desde que J. D. Salinger se llevó a los Glass a vivir a su búnker luego del suicidio de San Seymour, otro hombre que sabía y pensaba demasiado.

Wallace —se sabe— lo había leído todo, era un dedicado estudioso de filosofías varias y su perfil (si dejamos de lado su look de grunge/indie masticador de tabaco) era el de un novelista más decimonónico que neomilenarista. Wallace llega —cronológicamente— después de los posmodernistas Barthelme & Co., pero parece hacerlo saltando desde la cama grande, y larga y lenta donde está siendo concebido Tristram Shandy a lo largo y ancho de sábanas de páginas y más páginas.

De semejante fusión surgió una mirada única —ojos sin párpados— que trascendieron y superaron lo conseguido por el Nuevo Periodismo, un puñado de relatos que desafían los límites del género, dos novelas (una sobre la cultura del entretenimiento como virus y otra sobre la laboriosidad del aburrimiento como síntoma) y un puñado de textos que proponen desde una historia resumida del infinito hasta un epifánico discurso de bienvenida a los alumnos del Kenyon College, en 2005, y donde Wallace previene a los jóvenes acerca de «la esencial soledad de la vida como adultos», «la importancia de la empatía», y les confía: «Estoy seguro, chicos, de que ahora ya saben lo extremadamente difícil que es mantenerse alerta y concentrado en lugar de ser hipnotizado por ese monólogo constante dentro de sus cabezas. Lo que todavía no saben es cuántos son los riesgos en esa lucha». Cuestión —digámoslo— de la que cualquier ser más o menos pensante ya era menos o más consciente. Pero, ah, qué bueno que te lo digan con palabras justas y precisas, así.

Así, lo verdaderamente interesante para mí es que, a esta altura, el fantasma de Wallace —el vital y sólido Wallace que habita sus propios libros— comienza a ser un escritor anticuado en el mejor sentido del término: anticuado como sinónimo de clásico. Su ensayo que más y mejor puede leerse como credo estético y práctico, aquel incluido en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997), postulaba a la televisión (y no a la televisión dorada de aquí y ahora sino a una televisión más gris y con más ruido blanco) como el mayor factor de influencia en las mentes y modus operandis de los narradores de su nacionalidad y generación. Una camada de «mirones» y «espectadores» y de detectives solipsistas. Investigadores privados de lo público decididos a resolver el misterio de cómo la no-ficción muta a ficción.

Aquí y ahora —no es culpa de HBO ni de sus derivados, donde NO se está escribiendo la Gran Novela Americana, pero donde sí campea la buena forma de narrar— lo único que abunda son casos abiertos. Y por cada contado descendiente noble de Wallace como Joshua Cohen o Adam Levin o Blake Butler abundan las efímeras distorsiones de gente como Tao Lin y la Alt-Lit. Enredados sociales llenándose la boca y los dedos y los ojos con la quimera de la twit-novel, de la blog-novel, de SMS-novel, de lo instantáneo y lo veloz y lo breve, y hasta del error ortográfico (cosa que provocaría la alergia de Wallace) como marca registrada y rasgo distintivo. Y pregunta terrible: todo ese tiempo que ahora se dedica a actualizar perfiles propios y repasar perfiles ajenos en internet, ¿no es el tiempo que en otros tiempos se dedicaba —y dedicó Wallace— a leer libros antes de sentarse a escribir libros? Conclusiones: Wallace es denso y divertido, mientras que buena parte de los que lo siguen son leves y poco ocurrentes. Las pantallas cada vez tienen más aplicaciones, pero son cada vez más pequeñas.

Y la prosa de Wallace siempre fue en CinemaScope/3D/Imax. Así, de nuevo, la sorpresiva paradoja del supuestamente hiper-cool y ultramoderno —pero antes que nada megarratón de biblioteca— Wallace avanzando en reversa, inexorablemente, hacia la tierra de sus mayores. Un Wallace cada vez más ilegible para lectores a los que ni siquiera provocará alergia, sino (sus profundas ideas tanto más «largas» que 140 caracteres) el sopor opiáceo-narcoléptico del que no hay retorno y para el que no hay remedio.

Así, finalmente pero (to be continued…), La broma infinita cada vez más cerca , para mal y para bien, de En busca del tiempo perdido o del Ulises como espécimen del que se habla, pero no se lee, como una de esas novelas largas que ya ni el propio Wallace podía leer cerca de su final.

Antes de que sea demasiado tarde, recomiendo a todos aquellos con sus pulgares ya deformados por escribir tanto por teléfono (incluido el también portentoso Bret Easton Ellis, quien no hace mucho dedicó al fantasma graznidos de furia vía Twitter), que se animen. Y —ajustarse los cinturones y apagar por un rato sus dispositivos electrónicos, el 747 enciende sus turbinas— suban a bordo por esa desopilante crónica del crucero que Wallace publicó originalmente en Harper’s en 1992. O se arriesguen a los tempestuosos, y naufragantes y crepusculares relatos de Extinción.

A Dyer, sólo puedo pedirle que insista.

Seguro que aprende.

A leer en Wallace.


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