Por Hernán Ronsino
Alberti. Cuando sea viejo quiero escribir un libro de poemas que se llame Hoteles de provincia. Eso le digo al hombre –porque no sé si llamarlo taxista o remisero– que me lleva de la parada de micros en la ruta 5 hasta el hotel España en la localidad de Alberti. Alberti queda en la provincia de Buenos Aires, a orillas del río Salado. Es un pueblo tranquilo donde se respira un aire de otra época. En estos días se prepara para celebrar la fiesta de la tradición. Cerca de quinientos jinetes desfilarán por las calles del pueblo. También habrá domadas y guitarreada en los fogones. Yo vine a presentar el libro de mi amigo Carlos Gavazzi, se llama En el medio de mi pecho. Es un libro de relatos que recupera la figura de Julio Mafud y trata de pensar algunos de sus tópicos sobre la viveza criolla. ¿Qué es lo que define nuestras tradiciones, nuestra identidad?
El hombre que me lleva de la parada de micros en la ruta 5 hasta el hotel España no habla. El hombre no dice nada. Imagino que está pensando en otra cosa. O que no le importa hablar conmigo. Pero luego de un silencio, luego incluso de esquivar a dos o tres perros que nos ladran en una bocacalle, el hombre –serio, reconcentrado– me cuenta algo. Me dice, chanfleando la mirada por el espejo retrovisor, que un hermano suyo fue poeta. “Se murió, pobrecito, hace muchos años, siempre se peleaba fuerte”, dice. “Yo tuve un hermano poeta”, me cuenta el hombre –no sé si llamarlo taxista o remisero. “Son gente especial”, sentencia.
El hotel España está en una esquina antigua cerca del centro. El Ford del hombre se detiene bajo la sombra de los paraísos. Pero ahora entre nosotros hay en marcha una historia. Por eso no tengo ningún apuro por descender porque la historia que el hombre me cuenta es lo más interesante que sucede a varios metros a la redonda. Me intereso en la figura del hermano poeta, le pregunto cómo era y si puedo encontrar alguno de sus libros. El hombre sonríe porque pregunto si puedo conseguir alguno de sus libros. Me dice que Abel era un tipo más bien camorrero, peleador. “De chico se perdía en el campo por dos o tres días y cuando aparecía en casa estaba todo lastimado y con los pantalones rotos. Siempre tuvo espíritu de vagabundo. Y fue en esas aventuras por el campo que aprendió a ser un payador: mi hermano era un poeta porque era payador”, me dice el hombre. Y como si fuera parte de la escenografía dos jinetes cruzan una bocacalle y pasan despacito bajo la tarde calurosa de Alberti. “Sabía meterse de noche en los hoteluchos de las rutas y se ponía a improvisar.
Tenía talento para hacerte reír y para hacerte llorar. Como Sandrini”, dice el hombre, que ahora se da vuelta y me mira. “Le gustaban los hoteles de provincia: esas habitaciones apretadas y más bien tristonas. Esos hoteles de una o dos estrellas. Dos veces lo invitaron a un festival de doma para que cante. Pero se terminó agarrando a las piñas con el organizador porque no le pagaba. A Abel le molestaban los gauchos que no eran gauchos, los que se disfrazaban de gauchos. Como esos”, dice el hombre y señala tres jinetes más que cruzan hacia el centro donde se prepara la fiesta de la tradición. “Le gustaban los hoteles de provincia porque, según decía, era el lugar perfecto para inspirarse: uno ahí está más bien solo. Y así se murió, en un hotel, muy joven pero en su ley: después de una pelea en Bragado se encerró en una pieza con una puñalada en la panza”, dice el hombre y una congoja lo empieza a rondar.
Me despido –el hombre dice que no deje de visitar la municipalidad, que es obra de Salamone – y entro al hotel España para registrarme. Ni la mujer que me mira por encima de los anteojos ni el muchacho que juega al solitario en la computadora me acompañan hasta la habitación. El hotel España por dentro parece más bien la casa de un pariente lejano. Pesa sobre cada cosa la sombra de una grandeza jamás alcanzada, más bien imaginada, desmesuradamente, y en otra época. Cuando llego, por fin, a la habitación recuerdo a uno de los personajes de la película Historias extraordinarias, ese que se queda a vivir en un hotel en una ciudad de provincia durante un tiempo porque supone que la policía lo busca; y contempla la vida del pueblo; reconoce los movimientos, las repeticiones, el modo en que la sombra se posa sobra las cosas según la hora. Y entonces entro a la habitación 114, dejo el bolso, abro las ventanas y mientras veo pasar a más jinetes pienso, como Abel, en la diferencia que hay entre vestirse de gaucho y ser gaucho. Alberti, hoy, está tomada por nuestra tradición.
Oaxaca. El Día de los Muertos en México es la fecha que sintetiza de un modo contundente una identidad. Esa combinación entre el pasado y, al mismo tiempo, su puesta en escena carnavalesca. La conciencia de la muerte en la celebración de la vida. Encontrarse con la muerte en el ritual festivo.
Llegué al hotel en la ciudad de Oaxaca, México, un 1 de noviembre por la tarde. Según decían las noticias también había llegado ese día el frío pero yo aún no lo notaba. El hotel era una casona colonial, con patio y fuentes, una hermosa construcción típica a solo una cuadra del zócalo. En la recepción, mientras esperaba para registrarme, me encontré con un escritor colombiano que también acababa de llegar y estaba demasiado contento. Era muy divertido y verborrágico. Tenía un sombrero blanco y unas botas marrones que terminaban en punta, muy brillosas. Luego, un botones nos acompañó a los dos a cada una de nuestras habitaciones. El escritor me preguntó de dónde venía, qué era lo que estaba haciendo en Oaxaca, pero enseguida me di cuenta de que me hacía esas preguntas para poder hablar de él. Porque cuando yo intentaba dar una respuesta él comenzaba a hablar. Me preguntaba para poder hablar de sus cosas, para poder hacer sus chistes. Recorrimos unos pasillos amplios que al escritor colombiano –era la primera vez que estaba en México– le recordaban esas películas de la década del cuarenta. “Esto parece la casa del Zorro”, dijo y largó una carcajada que terminó incomodándome. Después de subir dos pisos por una escalera de mármol amplísima, nos encontramos con un altar en homenaje a los muertos. El color de las flores y las calaveritas adornadas; las velas y la comida desperdigada como ofrenda, entre las fotos. El colombiano pasó en silencio delante del altar y se metió en su habitación, que estaba junto a la mía. No se despidió. Me llamó la atención ese cambio de humor intempestivo.
Mi habitación tenía una ventana que daba a la parte trasera del hotel. Un jardín con pileta –o alberca, como se dice– que se abría esplendoroso. Me tiré en la cama para descansar un rato y me puse a leer la última novela de la escritora mexicana Rosa Beltrán, Efectos secundarios. La había comprado en el aeropuerto del DF y me había interesado la última frase del libro. Tengo la costumbre de leer primero las últimas frases de los libros. Y la frase final de la novela de Rosa Beltrán me había impactado: “Nos hemos convertido en un rencor vivo”, decía. Pero, ¿de qué hablaba? La novela se mete con la violencia que atraviesa a México. Pero lo hace, con ironía y humor, desde la literatura. El narrador es un personaje especializado en el oficio de presentar libros. Yo leía esto: “La felicidad es un bien etéreo. Soñaba en cómo los libros volverían a ser cartas a los amigos, cuando sentí un empujón y oí un griterío de voces”. La coincidencia me paralizó. Los golpes en mi puerta y la voz desgarrada de dolor me hicieron saltar de la cama y ver lo que estaba pasando.
El escritor colombiano, en cueros y apretándose la mano derecha, decía que lo había picado un alacrán. ¡Un alacrán! ¿Qué hago?, me preguntaba. Bajamos las escaleras. Yo nunca había visto un alacrán; por eso pensaba en su forma, en el color, en lo que se siente cuando un alacrán te pica la mano. El escritor colombiano estaba pálido. Descalzo, ahora lo veía también descalzo, se subió a un taxi y, junto con un empleado del hotel, salieron raudos a un hospital. Yo me quedé en la puerta. La gente pasaba con vestidos floridos y con máscaras para el desfile del Día de los Muertos. Entonces dejé el hotel, subí hasta el zócalo. Después recorrí el mercado, el caos vital del mercado: los chapulines semimuertos saltando en la pila; el olor del mole, como si fuera una masa compacta de sangre reseca; los trozos de carne cortados en los pequeños puestos; y el cuero de las botas, en punta, como las que traía el escritor colombiano y que, ahora, seguro, estaban debajo de su cama.
Regresé al hotel cuando empezaba a oscurecer. En el bar, acodado en la barra, estaba el escritor colombiano tomándose un trago. Me alegró verlo bien. Se puso contento, también, al verme. Tenía la mano derecha vendada. Y largó un chiste, dijo que no pensaba morirse en el Día de los Muertos. Me pagó un trago, me regaló un ejemplar de su última novela, y allí nos quedamos un rato charlando sobre la vida y la muerte, sobre la forma de los alacranes mientras el baile, en el zócalo, se disparaba. Por eso el ruido de las trompetas llegaba desparejo. “Como sucedía en mi infancia”, dijo el escritor colombiano mientras se zampaba un nuevo vaso de mezcal.
Innsbruck. ¿Para qué se viaja? ¿Para qué se escribe? Después de tomarme un tren en Zúrich y recorrer los Alpes –un tren preciso que se torsiona y chirría en las curvas con la delicadeza de las agujas– bajo en la ciudad de Innsbruck. Innsbruck es la capital de una de las regiones de Austria. Hace frío. No hablo ni una sola palabra de alemán. Y ahí estoy esperando un auto que me lleve a la pequeña aldea de Hall in Tirol. Una aldea medieval en la que cada año se celebra un festival de literatura. El auto no está en el lugar que habíamos acordado con los organizadores. Por eso espero. Igual una leve impaciencia comienza a crecerme por dentro. Una impaciencia que tiene que ver con mi dificultad de comunicarme en alemán. Enseguida el auto conducido por Tony se detiene en el lugar pactado. Esa breve demora será la única que exista en todo el viaje. Porque los trenes salen y llegan al segundo indicado. Y las conferencias también serán puntuales como se espera en esta zona.
Tony abre la puerta, dice mi nombre para confirmar que sea yo y me hace subir. No habla inglés. Balbucea un poco el italiano. Por eso mismo podemos entablar algo parecido a un diálogo. Hasta que el esfuerzo en los dos decae. Y nos gana el silencio. Cada tanto me mira por el espejo retrovisor. Ve, seguro, cómo contemplo las aldeas que rodean Innsbruck. Apenas a veinte minutos de la estación de trenes está Hall. Entonces Tony estaciona en un hotel demasiado nuevo. Es un rulero negro que parece sacado de una película de ciencia ficción. Contra ese hotel extraño se levanta un pueblo medieval, y más atrás los Alpes nevados.
Mi intérprete se llama Luis y me espera en la recepción del hotel. Nos saludamos afectuosamente –siento un gran alivio cuando lo escucho hablar en español– y me propone, después de instalarme en mi habitación, hacer una recorrida por el pueblo. Una especie de visita guiada por la aldea. Hall parece congelado en el tiempo. Está flanqueado por cuatro iglesias. Tienen las cúpulas verdes y se las ve desde todos los puntos cardinales. En el siglo XII Hall fue un lugar muy rico por la sal, me dice Luis. De allí su nombre. Las minas de sal que se extraían de las montañas. La historia dejó sus huellas: los Habsburgos o el nazismo, por ejemplo. A medida que caminamos, después de haber sacado muchas fotos, el pueblo deja de provocarnos ese impacto deslumbrante. Luis está escribiendo una tesis sobre Benjamin. Habla de vivir la experiencia en un lugar así. Yo pregunto cómo hubiera sido vivir aquí en el siglo XII. Luis dice, terminante, que eso es imposible. “Ese ejercicio es imposible”, dice. Un avión cruza el cielo justo cuando el reloj de una de las iglesias comienza a hacer sonar sus campanas. Yo señalo el cielo. Luis sigue el recorrido de mi dedo. El recorrido del avión que avanza contra este ruido medieval. Regresamos cuando empieza a oscurecer.
Esa noche en el salón principal del hotel se inaugurará el festival de literatura con una cena, con una serie de lecturas y con una sorpresa muy especial, así lo anuncian los organizadores. Hay cerca de trescientas personas entre autoridades del estado de Innsbruck, escritores y editores de la región. Luis se sienta junto a mí. El discurso inaugural se da antes de que sirvan la comida. Y las lecturas ocurren cuando todos tienen servidos los postres. Por eso, el acto final, o la sorpresa, se anuncia cuando los mozos levantan los platos y las copas. Ya no hay otra cosa que hacer más que esperar el espectáculo final. Se trata de un actor, un humorista alemán muy conocido, me dice Luis entre los aplausos. La gente está entusiasmada, sacada de la modorra generada por la cena. El famoso humorista alemán se sienta en el escenario. Tose. La gente se ríe por eso. Se prepara. No sé por qué también se me despierta cierta expectativa. Después el humorista empieza a leer. En alemán, claro. Por eso las expectativas se me derrumban. Y tardo un rato en comprender lo que sucede. Cuando estalla la primera carcajada masiva –que incluye a Luis, mi intérprete– me siento definitivamente solo, perdido. Así sucederá el tiempo –a lo largo de una hora– oyendo a un humorista alemán, en el salón principal de un hotel en Hall in Tirol, con trescientas personas muriéndose de la risa. Yo no sé qué cara poner. Me siento, por primera vez, profundamente extranjero. Es decir, fuera de la lengua. Hace frío. ¿Para qué se viaja? ¿Para qué se escribe?, insisto. Para volver de lo extraño y contarlo, pienso, por ejemplo, cuando los aplausos finales estallan.
Valparaíso. Valparaíso no es una ciudad. Es más bien un recuerdo poderoso. O una ilusión intensa. Eso puede ser. Llego a Valpo, como le dicen, para conocer una de las tantas casas que Neruda tenía en Chile. Siempre me impresionó el culto por el poeta y, a su vez, la exhibición de su intimidad. Siempre me impresionó esa idea: la manera de adorar a un poeta a través de sus casas-museo.
Me alojé, entonces, en un hostal cerca del cerro Alegre y después salí a caminar hacia la plaza central, la plaza Sotomayor, porque cuando llego a un lugar me gusta la idea de buscar el centro para organizarme. Encontrar un punto desde el cual trazar recorridos posibles.
En la plaza Sotomayor descubro dos cosas que me llaman la atención. La primera es el monumento a Arturo Prat. Lo rodea, bajo el sol intenso del verano, un grupo de diez turistas norteamericanos. Un guía se destaca por la manera de hablar, por la forma de señalar las partes del monumento. Cuenta el relato del héroe. La batalla de Iquique, el buque Esmeralda y la decisión de Prat de abordar el barco peruano, decisión que lo llevará a la muerte y al mismo tiempo a convertirse en un relato épico. Los turistas norteamericanos sacan fotos y caminan mansos con unos sombreros blancos en las cabezas. La otra cosa que descubro en la plaza es una columna de humo negro trepando entre algunos edificios. Tomo un taxi y, mientras ascendemos en busca de la casa de Neruda, el taxista me cuenta que se está quemando uno de los hoteles más antiguos de Valparaíso.
En Valparaíso siempre hay incendios voraces. Las construcciones son pintorescas pero también muy frágiles. Y cuando el fuego se desata, como en un efecto dominó, las llamas se montan unas sobre otras devorando las casitas. Será por eso que se me vino a la cabeza una escena. Mientras el taxista cuenta la historia del hotel y acelera y trepa por esas cuestas demoledoras, pienso en el inicio de Luz de agosto, la novela de William Faulkner. Lena llegando al pueblo, embarazada y en carreta, ve cómo una columna de humo negro está quemando una casa. “Es una casa que se quema, dice el carrero, ¿lo ve?”. Me acuerdo de Faulkner porque se quema uno de los hoteles más viejos de Valparaíso. Ese hotel tuvo muchos nombres. Tuvo una era de esplendor. De lujos y distinciones. Pero también de caídas. Lo diezmaron cuatro incendios y un terremoto. Los tres primeros los soportó la familia adinerada –los Undurraga– que lo había montado en el siglo XIX. Pero antes de la siguiente catástrofe lo vendieron. Estuvo un tiempo cerrado. Y reabrió sus puertas como un hotel mucho más modesto, con algunas estrellas menos. Cambió de nombre. Y se cuenta –es parte del mito – que el cuarto incendio lo provocó una hija de los Undurraga, los antiguos propietarios. Después de un frustrado romance se encierra en una de las habitaciones –donde supuestamente la habían concebido– y la prende fuego con ella adentro. Eso se dice. Ahora el hotel lleva un nombre de fantasía que nada tiene que ver con el nombre original, ese con el que durante muchos años se lo siguió llamando.
Por eso, ahora, Valparaíso está partida al medio. Es el quinto incendio en la historia trágica del hotel. Hay desvíos en las calles. Cambios de rumbo. Yo trepo la cuesta del cerro Concepción en busca de la casa de Neruda. Se huele en el aire un olor extraño. Como si fuera caucho quemado. El taxista me deja en la puerta de “La Sebastiana”.
Casi todas las casas de Neruda llevan el nombre de una mujer. “La Sebastiana” es esa casa que “pareciera flotar en el aire”.
Un visitante se extraña, dice “que es raro pagar para conocer la casa de un comunista”. Es raro pagar, pienso, para conocer la casa de un poeta. La casa de un poeta no es más que eso. Una casa. Pero estoy acá para conocerla. Para formar parte de ese culto. Recorro los rincones. Imagino al poeta ahí, viviendo entre esas cosas. Cuando llego a la parte más alta escucho, de fondo, grabada, la voz de Neruda diciendo fragmentos de sus poemas. Por el ventanal veo el mar, el puerto; veo de qué modo el sol restalla contra los ascensores; veo la figura ardida del viejo hotel. Subir y bajar es una expresión constante en Valparaíso. El mar y las montañas. Valparaíso no es una ciudad. Es lo más parecido a una bandada de gaviotas negras.
Con información de la Revista Anfibia