Por Francisco González* Foto César Zárate / Fundación Armando Armero.
Revista Arcadia
No pocos armeritas nos sentimos interpelados cuando nos preguntan de dónde somos. Unos titubean, gaguean; otros sudan, se ponen nerviosos, tristes o melancólicos. Y la respuesta casi siempre es la misma: “Yo era de Armero”. No respondemos: “Yo soy de Armero”, como lo hacen la mayoría de las personas que aún conservan su territorio. Sucede algo parecido con quienes han padecido el desplazamiento por causa de la violencia.
El imaginario es lo único que nos queda a los nacidos y criados en Armero. El voz a voz, las historias de los viejos, la memoria oral, en todo caso, de quienes sobrevivieron a esa noche del 13 de noviembre de 1985 cuando todo desapareció de ese pueblo del norte del Tolima. Y, claro, las fotografías que se han rescatado y las imágenes que son, una a una, como epitafios de tumbas donde no pudimos enterrar a nuestros muertos.
La falta de territorio nunca se podrá suplir, y los sentidos juegan malas pasadas: los olores, los sabores y los sonidos de un pueblo inexistente se han perdido para siempre. El sentido del tacto es otro. El de la visión se confunde entre ruinas y lápidas simbólicas a las que el silencio de 30 años ha cubierto de un manto verde de naturaleza. El silencio del estado nos ha envuelto con doloroso olvido. Aunque hay que reconocer que el actual presidente, Juan Manuel Santos Calderón, es el único que ha volteado su mirada hacia este Armero que se niega a morir entre aguaceros y políticas equívocas, que han permitido que, cada vez más, la que fue la segunda población del Tolima para la época de la tragedia sea invadida con ganado y cercada con alambre de púas.
Años antes de la tragedia
Hubo otro tiempo cuando los ruidos de las flotas de Rápido Tolima y Velotax pasaban por la carrera 18 o los camperos, por las calles 10, 11 y 12. Un tiempo en el que estudiantes de los colegios como el Americano, el Carlota de Armero, o la Sagrada Familia se sentaban en la esquina de la heladería La Chips, y los ganaderos y agricultores jugaban parqués y dominó, y hacían negocios en cafés como el Ancla o el Hawái. Un Armero que, según la intensidad de cada quien, se añora, se recuerda y ha quedado como una huella indeleble en la memoria.
Tratar de evocar e imaginar a Armero es un ejercicio doloroso. La tragedia misma: los niños que salieron vivos del lodo y que fueron regalados, robados y adoptados por conductos regulares o irregulares y hoy se encuentran en cualquier parte de Colombia o el mundo. Las historias de tantos mutilados que hoy no tienen una silla de ruedas decente. La situación de pobreza de miles de damnificados. Y tantas otras cicatrices que el tiempo se niega a borrar.
Cada armerita lleva una ciudad adentro y cada uno ha hecho el duelo a su manera. Sin embargo, cuando se trata de recordar las vivencias de este municipio, las emociones ruedan. Este texto, a manera de rompecabezas caprichoso, como un mapa personal recoge los lugares más emblemáticos y recordados por los sobrevivientes. En jornadas de memoria que realicé con la Fundación Armando Armero, empeñado en rescatar lo que la gente recordaba, entre todos se fue construyendo un recuerdo colectivo que casi siempre comenzaba por el parque Los Fundadores, el ágora del pueblo; el Parque Infantil, lugar de enamorados; el Club Campestre, donde muchos aprendimos a nadar en múltiples sentidos; el teatro Bolívar, en el que pasábamos noches enteras iluminados por el haz de la pantalla, o el Colombia, donde vimos tantas películas bajo la luz de las estrellas y de la luna; los hospitales San Lorenzo, de tercer nivel para la época de la tragedia, y el psiquiátrico Isabel Ferro de Buendía. Poco a poco, aparecían en los relatos propios y ajenos las esquinas, las discotecas, los colegios, todo.
Muchos dirán que la memoria es caprichosa y tendrán razón. No hay cómo trazar las líneas de una mano cuando esta ha sido cortada. Sin embargo, me he empeñado en buscar esas marcas en las personas con las que he hablado, para reconstruir con palabras lo que ya no existe de manera física. Armero yace arrasada por una brutal avalancha que le arrancó de tajo los sueños a al menos 25.000 personas, pero aún vive en cada una de estas esquinas improbables que aquí se mencionan.
Por un santo y un prócer
A finales del siglo XIX, las grandes haciendas ubicadas en las inmediaciones de lo que después sería Armero necesitaban tener cerca a sus trabajadores, y de ahí que se hubiera pensado en alzar un caserío. Familias como las de Raimundo Melo, Sinforoso Chacón y Dominga Cano de Rada, entre otras, llegaron en 1895 a la zona en la que después se edificó el pueblo: trazaron algunas calles y se establecieron. Dicen que el general Reyes firmó sobre la espalda de un trabajador de la época el Decreto 1049 del 29 de septiembre de 1908 para bautizar al nuevo municipio como San Lorenzo. Nadie sabe por qué se hizo un emplazamiento en el lugar donde habían ocurrido dos avalanchas documentadas: la de 1595, por Fray Pedro Simón, y la de 1845, por viajeros del siglo XIX. Nadie recordó para entonces que se estaba construyendo sobre una zona de riesgo, pues en esas dos fechas ya habían ocurrido desprendimientos que se habían precipitado sobre la zona.
En 1930, la Asamblea del Tolima decidió cambiar el nombre por el de Armero, en honor José León Armero, prócer nacido en Mariquita, en 1775. Y ahí comenzó esta historia.
Como ocurre en muchos lugares, la industria permitió que el pueblo creciera y se elevara a municipio. Mediante el Decreto 106 del 11 de noviembre de 1930 se nombró al primer alcalde, el liberal Jorge Ferreira. Debido a la actividad comercial, principalmente cultivos de algodón, arroz, la ganadería y la fertilidad de una tierra asentada sobre el lecho de varios ríos, Armero comenzó a ser un foco de migración muy importante en el país. Según un informe de la Cámara de Comercio de Honda, citado por Hugo Viana Castro, más de 50 extranjeros llegaron al pueblo apenas cinco años después de fundado. Ciudadanos de Rumania, Siria, Alemania, Inglaterra, España, Francia, Estados Unidos y México aterrizaron en Armero, un pueblo recién fundado que desde entonces no paró de crecer.
Choferes de avionetas y algodón
Los pilotos alemanes llegaron a Armero pasada la Segunda Guerra Mundial, pues ya el municipio era famoso por la instalación de la Granja Experimental Agrícola desde 1934, cuando se vio la necesidad de impartir y dedicar un estudio sistemático para el avance de la industria agronómica y animal. Debido al rápido avance de cultivos como el algodón, una década después fue necesario fumigar con aeronaves una zona que iba a convertirse en la capital blanca de Colombia. Cuenta la historia que el capitán Hans Hoffman, en un Piper modelo J3-CUB, de 65 caballos de fuerza, inició la fumigación animado por don Martín Delgado, propietario de un cultivo que estaba siendo devorado por el gusano de Alabama.
De ahí en adelante, el cielo de Armero se llenaría de pilotos y avionetas que cernían el arseniato de plomo sobre extensos sembradíos. Después de la primera época en los años cincuenta, llegarían oficiales retirados de la Fuerza Aérea, como el mayor Rafael Millán. Los jóvenes, entusiasmados con la idea de volar, se convirtieron en versátiles pilotos como Pablo Díaz, Fernando Rivera, Rafael Mendieta, Juan Antonio España, Carlos Gaitán y, por supuesto, el loco Jorge Montealegre, que pasaba por la mitad del pueblo atravesando la iglesia y sobrevolando el Club Campestre. En Armero se instalaron importantes empresas de aviación como Cofa, EFA, Cayta, Helicol y AR.
Parque Los Fundadores
En el corazón de Armero se encontraba el parque Los Fundadores, antiguamente la plaza central de mercado que funcionaba los domingos y donde los comerciantes ponían toldos para vender su mercancía. Como en cualquier pueblo colombiano, el parque era el centro de intercambio de innumerables costumbres y tradiciones.
El parque Los Fundadores quedaba entre las calles 11 y 12 y las carreras 14 y 15. En el costado occidental estaba la iglesia San Lorenzo, al lado del almacén Caperucita Roja y la heladería España. En el costado norte, haciendo esquina, se ubicaban la Oficina de Circulación y Transito, la cárcel y el restaurante chino. Por el costado oriental estaban la Caja Agraria, el Edifico de Pompilio Tafur y la agencia de productos Phillips. En el costado sur funcionaba el Banco Cafetero, y en la esquina de la calle 11, el Hawái, uno de los cafés más tradicionales de Armero, donde se tomaba tinto en la mañana y cerveza en la tarde.
En el parque se realizaban actividades religiosas, como bazares, actos culturales, discursos políticos. Altos y frondosos árboles, como la Ceiba grande, que en los ochenta tenía unos 100 años, o el Arizá, con sus macetas de flores rojas, cubrían el espacio con su sombra. También había mamoncillos, cambujos y gualandayes. “Rojos se ponen los cambujos, azules los guayandales”, dice la letra de un bambuco. Todos ellos permanecían rodeados de pájaros llamados “pechipaloma” o tórtolas, collarejas y azulejos.
Las sillas de cemento en las tardes de domingo eran ocupadas por las familias que atravesaban el parque para dirigirse a la plaza de mercado o al pabellón de carnes y, cómo no, a la iglesia.
Hospital San Lorenzo
Del hospital quedan algunas ruinas que pueden verse aún hoy cuando se pasa por la carretera que conduce a Ibagué, Líbano, Honda y Cambao. Ese muñón de cemento correspondía al tercer y último piso. Estaba clasificado como institución de tercer nivel, lo que significaba que no solo atendía urgencias sino que contaba con especialistas como los doctores Lisardo Moreno Sánchez, Luís Ernesto Guzmán Arciniegas, Juan Antonio Caipa y Romilio Solano, entre otros. En el primer piso del hospital funcionaba la parte administrativa; por un costado había salones grandes para caridad y en una zona más moderna se encontraba la sala de cirugía. En el segundo piso estaban hospitalización, ginecología y sala de partos, y en el tercero había habitaciones con capacidad para albergar a unas 15 o 20 personas.
El San Lorenzo se construyó en la década de los veinte, y poco a poco se fue remodelando. En sus comienzos, la arquitectura, como la de muchos otros hospitales del país, tenía influencia de la escuela francesa. La administración estaba a cargo de una comunidad de religiosas, pioneras en la enseñanza de primeros auxilios, enfermería, instrumentación y otras actividades paramédicas y sociales.
A comienzos de los cincuenta llegaron los médicos que marcarían un periodo en el desarrollo de la medicina en Armero: un grupo de recién egresados de la Universidad Nacional. Los doctores Enrique Barreto Ferro, Pedro Emilio Melo Miranda, Romilio Solano, Pedro Ignacio Silva y Nelson Restrepo Martínez, su último director, se instalaron en la cabecera municipal.
El hospital había logrado hasta el 13 de noviembre de 1985, el día de la tragedia, constituir un modelo de cobertura en asistencia social, pues permitía atender los problemas de salud de todos los estratos sociales, no solamente del casco urbano, sino de los corregimientos y municipios vecinos que lo requerían.
Hospital psiquiátrico Isabel Ferro de Buendía
El hospital psiquiátrico Isabel Ferro de Buendía, cuyo nombre hace homenaje a una mujer dedicada y preocupada por las problemáticas de salud mental en la región, fue creado por el Ministerio de Salud, y construido y montado en la década de los setenta.
Ubicado en Armero, por su estratégica situación geográfica, era el único de la zona que atendía a pacientes con discapacidad mental. El “mental”, como le decían, acogió a varias generaciones de practicantes de Psicología y Medicina, y se convirtió poco a poco en el centro de atención para todos los habitantes del norte del Tolima y los municipios circunvecinos de los departamentos de Cundinamarca y Caldas.
Cuando se planteó la apertura del hospital, la mayoría de la población se opuso a la creación del proyecto; creían que Armero iba a llenarse de enfermos. Fue necesario, entonces, concertar y demostrar que su apertura traería más beneficios que problemas.
Hacia finales de 1974, las autoridades de salud del departamento del Tolima solicitaron a la Pontificia Universidad Javeriana su apoyo para la evaluación y elaboración de una propuesta de reestructuración del hospital. De acuerdo con el diagnóstico de la época, se enfatizó en la atención primaria en salud mental y en los esquemas de psiquiatría comunitaria. El proyecto existió hasta el 13 de noviembre de 1985, cuando murieron 82 pacientes, casi todos los médicos, enfermeras, psicólogos, terapeutas ocupacionales y residentes de psiquiatría.
El teatro Bolívar y sus cortinas, que olían a nicotina
En un bello edificio de tres plantas propio de la arquitectura de los cincuenta funcionó el teatro Bolívar, en la carrera 16 n.° 10-25/28. Con alegría, los habitantes de aquella época pudieron ver las películas mexicanas de Tin Tan, el Indio Fernández o Cantinflas. Se trataba de un típico teatro de la época, tapizado con cortinas rojas, mecidas por los ventiladores que acompañaban las proyecciones de vespertina y nocturna. En los años cincuenta ocurrió un incendio que por poco lo borra del mapa, pero para fortuna de los armeritas fue reabierto a los pocos días. La gente recuerda a don Ignacio, el vendedor de helados con crema de leche a la entrada del cine.
Al Bolívar no solo se iba al cine; también, a actos de beneficencia en los que muchas veces el público se estremeció con la voz frenética de Gilma Ávila Guzmán, cuando declamaba poesías de corte popular, como “El duelo del Mayoral”, “El seminarista de los ojos negros”, “A solas”, o “El brindis del bohemio”.
Varios armeritas aseguran que el 13 de noviembre de 1985 se presentaba Las últimas noches de Pompeya, cinta que resultaría premonitoria. Luego de verla, Charcas, un habitante de Armero, llegó consternado al café Ancla y dijo: “Eso de Pompeya nos puede suceder a nosotros aquí”. Quizá, esta anécdota obedezca a la imaginación. De cualquier forma, la realidad siempre supera la ficción.
El Parque Infantil
Con una arquitectura modernista que se reflejaba en los arcos de su plazoleta y en su alumbrado de mercurio, el lugar tenía en el centro una fuente con piso de baldosín y una pileta central de donde emergían las 21 astas que cargaban las banderas de los países de América del Sur, y la de Armero.
El parque tuvo un pequeño “zoológico” alegrado principalmente por sonidos de loros criollos, guacamayas, búhos, cotorras, papagayos, arrendajos y toches, que vivían en jaulas, una de ellas atravesada por un árbol inmenso donde habitaban varios búhos que poco salían en el día. También había babillas, tortugas, armadillos, osos hormigueros, chimpancés y unos micos que hacían con sus dedos morisquetas en la nariz. En una época, la atracción principal fue una nutria, que los niños admiraban con ternura, y un tigre empeñado por un circo que lo abandonó allí por problemas de impuestos.
Fundado a finales de los cincuenta con el nombre de Jorge Eliécer Gaitán, sirvió como atracción para una gran feria de exposición de maquinaria, productos agrícolas y ganadería, que se hizo de manera paralela en el pueblo, cuando fungía de alcalde el coronel Miguel Rodríguez. Estaba ubicado entre las carreras 21 y 22 y entre las calles 10 y 11, junto a la escuela con el mismo nombre.
Club Campestre de Armero
En muchas ciudades colombianas existen clubes que agrupan a determinados sectores económicos y sociales. El Club Campestre de Armero, por el contrario, permitió el ingreso de diferentes miembros de la comunidad, despojándose así de ese elitismo, pues solo bastaba la invitación de un socio para que gente común y corriente pudiera disfrutar de sus instalaciones. El club se inauguró por la bonanza del algodón, que hizo que algunos armeritas pensaran en crear un lugar de reunión y recreación para los habitantes del pueblo. Ubicado en la carrera 18 entre calles 4 y 3, quien entraba desde los años cincuenta se encontraba con una piscina olímpica, otra para niños y diversos salones para eventos, un restaurante y una taberna.
El Campestre, como era conocido, contribuyó a formar varios campeones nacionales de natación, y era, de alguna manera, un epicentro por el que pasaba la vida social de la población. Allí se celebraban matrimonios o fiestas como la de cada 28 de diciembre, que era de disfraces. A Armero, por su ubicación y potencial económico, llegaron los más populares grupos de los años sesenta, como Los Hispanos, y en el pueblo se fundó Las Águilas del Norte, la orquesta que animaba las fiestas de Navidad y Año Nuevo.
Las palmas, los árboles de mango, los arbustos de acerolas que rodeaban la cancha de tenis, el árbol de ciruelas, junto a la piscina, que señalaba al cielo son parte del imaginario de todos los que alguna vez estuvieron allí.
Iglesia de San Lorenzo
La baldosa que conducía al atrio fue lo único que dejó la avalancha. Nunca se volvieron a oír las misas cantadas ni los sermones ni los aleluyas; tampoco, a admirar las tres naves donde estaban San Lorenzo, San Judas Tadeo, San Roque, San Martín, la Virgen del Carmen y la Inmaculada Concepción; ni ver a los niños impecablemente vestidos de blanco, de la mano de sus padres, a la espera de la avena helada o el raspado de colores a la salida de misa. Ausentes también están las madres con pañoletas, los señores de pantalón largo y camisas almidonadas, y las bellas armeritas de piel bronceada, que asistían religiosamente a alguna de las tres misas que se hacían a diario.
En 1951, la iglesia de San Lorenzo fue inaugurada, tras dos décadas de construcción y planeación. Se hizo bajo la misión de José Jesús Fernández, un sacerdote de temple, carisma y espíritu liberal, que le imprimió una nueva dimensión a este espacio de culto, ensombrecido por los hechos de sangre de 1948, cuando su párroco principal, Pedro María Ramírez, fue asesinado el 9 de abril, tras el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán.
El ángel que cuidaba el cementerio
Es paradójico que el único lugar de Armero que resultó intacto tras la avalancha haya sido el cementerio. Estaba ubicado sobre una loma, y muchos se salvaron aquella noche porque alcanzaron a llegar allí. Como la topografía varió por la avalancha y por la ausencia del tejido urbano, ya no se distingue la proporción de altura, pero antes del 13 de noviembre de 1985, los armeritas subían al cementerio: la colina no era tan empinada, pero se decía que si el muerto pesaba mucho o no había sido una personalidad importante, era preferible subirlo en la carroza fúnebre.
El cementerio de Armero, como en la mayoría de los pueblos de Colombia, era un sitio especial. En la entrada había un ángel que daba señales de bienvenida; tenía las alas abiertas y con la mano derecha levantada hacia sus labios pedía silencio. Un silencio cómplice, como diciendo que protegería a quienes se acercaran a él. Del cementerio, no obstante, ya no queda lápida de mármol ni de piedra, debido al constante saqueo. Como si fuera poco, el ángel guardián desapareció hace diez años. Por el peso de sus alas, como el albatros de Baudelaire, es imposible que haya volado.
Una de las tumbas más antiguas que quedaron es la de uno de sus fundadores:
Pedro Miguel Samper 1895-1927, la rodean cuatro palmas.
*Estas historias se reconstruyeron de las voces de Hugo Viana, Armando Parra, Jorge Melo, Fabio Castro Gil, Jorge Montealegre, César Zárate, Carlos Albornoz, Rafael González, Cali Rodríguez, Leticia Rondón, Alfenival Tinoco, Eduardo Rojas, Betty Ramírez, Alfonso Celis, Diego Cortázar, Hernán Darío Nova, Cecilia Santos, Elsy Murillo y Esperanza Tovar, entre muchos otros armeritas, durante sabrosas jornadas de memoria, en diferentes ciudades de Colombia.