Revista Pijao
¿Cómo es buscar el cuerpo de un familiar?
¿Cómo es buscar el cuerpo de un familiar?

Por Pablo Ferri   Foto Óscar A. Sánchez

El País (Es)

El periodista de EL PAÍS Pablo Ferri, Premio Nacional en México por una crónica sobre los desaparecidos. El jurado destacó la sobriedad del texto para narrar la búsqueda de restos humanos en Veracruz.

Visten pantalón de mezclilla, camisa y algunos, debajo, una camiseta de manga larga. Usan gorra, pañuelo y calzan botas de piel gruesa. Esperan. Tienen que venir por ellos. Mientras tanto sacan a la calle sus herramientas, las palas, picos, cavahoyos y varillas... Llevan inyecciones por si les pican las culebras, cartones de huevos para prenderles fuego y espantar con el humo a los moscos, guantes, agua, repelente de insectos, mascarillas. Rufino, Daniel y Guadalupe van a cavar fosas al bosque: buscan huesos de personas.

El 3 de agosto, el Colectivo Solecito empezó a picar la tierra en Veracruz, México, cerca del Puerto, en un rancho a las afueras de la ciudad. El Solecito es un grupo de familiares de personas que desaparecieron. A unos se los llevaron policías de tránsito, a otros agentes estatales, a otros, pistoleros. Y no aparecen. Según la fuente que se consulte, Veracruz cuenta de 500 a mil desaparecidos. El Gobierno de México dice que en todo el país son unos 25.000. Rufino, Daniel, Guadalupe y demás integrantes del Solecito ya han ubicado 75 fosas en un pedazo del rancho.

Todas las mañanas, si no llueve, un funcionario de la fiscalía de Veracruz recoge a Rufino y los demás en una camioneta. Ellos esperan en una casa propiedad de Rosalía Castro, cabeza visible del Solecito. Su hijo Roberto desapareció en diciembre de 2011 junto a su novia. Daniel es amigo de Roberto y apoya a su mamá en la búsqueda. Rufino busca a su propio hijo.

La casa está cerca de la autopista que une el Puerto con Xalapa, la capital del estado, a pocos minutos del rancho de las fosas.

El pasado 10 de mayo, en una marcha que convocaron varias organizaciones de familiares de desaparecidos en el Puerto, alguien repartió copias de un mapa. Pocos se dieron cuenta en la marcha, pero luego descubrieron que el mapa detallaba el camino a las fosas. Aparecía la carretera a Xalapa, la salida a la colonia Colinas de Santa Fe, la puerta del rancho, un camino de terracería y luego, al final, varias decenas de crucecitas. La señora Cinthia Llinas, madre de Manuel, desaparecido en 2014, dice que el mapa fue algo así "como un regalo del día de la madre".

Las madres, los padres, hablan de cosas así habitualmente. Del mapa, de los agentes que investigan sus casos, del grupo de whatsapp que comparten los familiares... Una tarde en el Puerto, hace una semana y media, Cinthia, Lourdes -mamá de Jonathan, desaparecido en 2013- y Mario, -hermano de Francisco, ausente desde 2012-, cartografiaban la ciudad según las vallas publicitarias en que aparecen sus familiares desaparecidos. La Procuraduría General de la República, PGR, la máxima autoridad investigadora en México, dispone de un fondo para que familias de todo el país armen campañas publicitarias que ayuden a encontrar a los suyos. Cada familia tiene derecho a gastar hasta 60.000 dólares en tres fases.

En la primera, Lourdes contrató por ejemplo vallas publicitarias –de las grandes, las que emplean empresas de telefonía o marcas de refresco– y anuncios en televisión. Cinthia compró vallas y volantes. Mario va a empezar la primera fase y dice que pondrá vallas publicitarias y carteles en autobuses de ruta. Esa tarde, de camino a Colinas de Santa Fe, una especie de viaje de reconocimiento, hablaban de qué cartel con la cara de quién estaba en cada avenida del Puerto. De dónde pondrían los siguientes. Cinthia le dijo a Mario, "¿tú dónde los pediste?". "Yo", contestó, "pensé en el bulevar Ruíz Cortines, pero luego pensé que mi sobrino va a salir de la facultad de ingeniería y va a ver a su papá".

Cada mañana desde el tres de agosto, Rufino, Daniel y Lupe, se juntan con madres y padres en una carpa que han instalado en el rancho. A quince pasos, los funcionarios de la fiscalía de Veracruz y la policía científica han hecho lo propio.

El rancho es enorme, un bosque inmenso que conecta las afueras de la ciudad con la zona portuaria. En abril del año pasado, la PGR ya encontró allí restos de al menos cinco personas. Lucy Díaz, otra de las lideresas del Solecito, dice que fue a unos 200 metros de donde hallaron las 75 estos días. Según Lucy, la procuraduría llegó al rancho por lo que les dijo un detenido. "El Dedo o El Dedos, así le llamaban. Él les llevó allí", cuenta.

Resulta extraño que las autoridades ubicaran allí restos humanos y no siguieran buscando. No eran sólo por los restos. René Palmeros, padre de Giovani, desaparecido en 2014, dice que cada poco tiempo el portal Notinfomex.mx recoge testimonios de "gente" que dice que allí hay cuerpos enterrados. EL PAÍS contactó a la PGR para preguntar por qué no siguieron buscando, pero no obtuvo respuesta. "Yo", dice Lucy, "les dije que fueron muy irresponsables".

Buena parte de las fosas nuevas están a cinco minutos caminando de las carpas. Cada mañana, los buscadores se cuelgan una credencial que les da la fiscalía, rocían sus playeras con repelente de insectos, agarran las palas, los picos, las varillas y se van al bosque. Entonces empiezan a cavar. A las 8.00 ya están sudando.

Dar con una fosa es cuestión de experiencia. Carentes de ella, los integrantes del Colectivo Solecito pidieron ayuda después de lo que pasó en la marcha del 10 de mayo. Llamaron a "los canes", expertos buscadores de fosas de otras regiones de México. Les dijeron que tenían un mapa.

Guadalupe es un can, una celebridad en su campo. "Yo", dice orgulloso, "encontré 68 fosas en Iguala". Guadalupe es uno de tantos padres que empezaron a buscar a sus hijos después de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas, en ese mismo pueblo, en 2014. La bronca mediática fue de tales dimensiones en México, que parecía que los 43 eran los primeros desaparecidos en la historia del país. Guadalupe y los demás aprovecharon el escándalo –los focos y la seguridad que proporcionaban los medios en Iguala– y se echaron al monte a buscar. Formaron un grupo, Los Otros Desaparecidos.

Dos años después, con su hijo todavía ausente, Guadalupe parece un pastor en el rancho. Se apoya en la varilla y mira el bosque. Ahí, dice, ahí la vegetación está cortada, puede haber una fosa. O ahí, mira, ahí hay una lata de refresco y no tendría que haber nada. O allá, chavo, allá el terreno está hundido. Entonces clava la varilla en la tierra, un fierro afilado, y si entra fácil los demás se ponen a cavar. Sacan la tierra y Guadalupe vuelve a meter la varilla, luego huele la punta y si hiede es que abajo hay huesos, o carne descompuesta. "Es", dice riéndose, "tecnología de punta". Porque la varilla tiene punta. Rufino y Daniel, aprendices, asienten.

Los buscadores pasan así horas. Cavan y cavan hasta encontrar el primer hueso. Ese es el momento de parar. Devuelven lo que han encontrado al hoyo –el hueso, ropa, basura-, lo marcan con un trozo de tela amarilla atado a una rama y siguen con otra fosa. Luego llegarán los peritos de la policía científica a recoger muestras. Así una y otra vez. Así ya un mes.

Aunque pueda parecer sorprendente, colectivos de familiares de desaparecidos de todo el país han emprendido caminos similares. Lo han hecho en Guerrero, en Nuevo León, en Coahuila. No hay nada extraordinario en el caso de Veracruz: padres y madres que se han convertido en antropólogos forenses.


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