Revista Pijao
Sergio Ramírez: pueblo pequeño, infierno grande
Sergio Ramírez: pueblo pequeño, infierno grande

Por Francisco Javier Sancho Más   Foto Claudio Álvarez

El País (Es)

Las mañanas de Sergio Ramírez siempre han sido para escribir. Su primera novela de intriga, Castigo divino, la terminó a fuerza de robarle horas a la madrugada, cuando aún era vicepresidente de la última gran revolución del siglo XX, la de Nicaragua en los años ochenta, en medio de una guerra hostigada por Estados Unidos. Se levantaba a las cuatro y escribía dos o tres horas. Luego, desayunaba y se dirigía al despacho de gobierno. Al mediodía, salía a hacer footing bajo el calor sofocante de Managua. Se duchaba y seguía despachando asuntos de Estado hasta casi la media noche. Una vez, Tulita, su mujer, tuvo que pedir cita a la secretaria del vicepresidente para tratar con él asuntos domésticos, ya que en casa apenas podían verse.

Aquella novela estaba ambientada en la ciudad universitaria de León, donde a Sergio, según confiesa en sus célebres memorias Adiós muchachos, le nació la conciencia al presenciar en vivo la brutalidad de la guardia del dictador Somoza que acabaría con la vida de varios de sus amigos.

Realismo, política y los vestigios de una revolución que a todos dejó cicatrices visibles e invisibles son constantes en la narrativa de este autor del post-boom latinoamericano cuya técnica rezuma las influencias de sus predecesores Vargas Llosa o Carlos Fuentes, entre otros. Sin duda el premio Cervantes ha decidido reconocer la literatura de Centroamérica a través de la obra de Sergio Ramírez por su afán constante de universalizar la mirada y la voz de los pueblos pequeños de la cintura de América.

La tentación del poder no le abandonó hasta que las urnas, muchos años después, le devolvieron definitivamente a ser escritor a tiempo completo. Acató con diligencia el mensaje y, desde entonces, le han avalado premios como el Alfaguara, por Margarita está linda la mar, o el Carlos Fuentes a toda su obra.

Este año, cuando escribía El cielo llora por mí, las condiciones eran muy diferentes a la de su primera gran novela. Ya no se levanta tan temprano, pero sigue blindándose las mañanas. Si uno llama durante esas horas, una voz dirá: “El doctor está en su estudio, escribiendo”. No se separa nunca de Tulita, y los dos se acompañan incluso en los actos que conlleva su labor añadida de promotor de la cultura centroamericana, en proyectos como la revista cultural caratula.net o el festival, ya consolidado, “Centroamérica Cuenta”.

En esta nueva entrega policíaca, la segunda protagonizada por el inspector Dolores Morales (los nombres nunca son inocentes), vuelve a recorrer una Managua que conoce bien: un caos surcado por centros comerciales mastodónticos y otros ya depauperados; mansiones de millonarios y callejones miserables como los del laberíntico Mercado Oriental. Personajes, lugares, modismos y giros típicos del habla y del humor nicaragüense, algunos ya en desuso, anticuados, como se sienten algunos de sus protagonistas, otrora comprometidos con una revolución que sólo les dejó ideales y un complejo constante de vencidos.

Sergio tiene un buen oído para la música y una buena memoria para los diálogos con retranca, las contestaciones con sorna, los apodos y las ironías del habla de los pueblos donde no se deja títere con cabeza. No en vano se crió en Masatepe, uno de esos pueblos pequeños, en un caserón con tienda para todo abierta hacia la plaza de la iglesia. Allí escuchaba las historias de sus familiares, músicos de orquesta. Desde entonces, es un enamorado del habla nica, así como de la inserción de referencias publicitarias y artísticas de diferentes épocas como signos del devenir en su país.

“Pueblo pequeño, infierno grande” es un viejo refrán español muy recurrente en Nicaragua. Sergio Ramírez se ha convertido en el cronista de los complejos de un pueblo casi siempre olvidado, junto con el tratamiento entre fascinado y “confianzudo” hacia el glamour del poder y del dinero, o a los apellidos criollos de rancio abolengo. “Si la patria es pequeña uno grande la sueña”, decía el poeta nacional Rubén Darío. Sobre esa máxima se ha construido la narrativa de este cronista ineludible que deslumbra especialmente en el género del relato.

Más allá de los giros locales, o el “vulgareo”, como se le llama en el país a las imprecaciones o diálogos soeces, muchas veces homofóbicos o machistas, lo que se reconocerá con más claridad será la crítica directa a las alianzas entre los empresarios enriquecidos de Nicaragua con el régimen sandinista actual de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Si en la anterior novela, el inspector Morales, un viejo héroe sandinista, se veía envuelto en una trama de narcotráfico, en esta se enfrentará al dilema de aceptar o no un dinero por encontrar a una víctima de esa alianza: una muchacha abusada por su padrastro poderoso. Ante esa misma disyuntiva, la madre de la muchacha hace una elección terrible, y de ahí las referencias shakesperianas (Macbeth) en algunos capítulos de la novela.

Elegir el poder o sus víctimas. De eso se trata. Y también de la importancia crucial que tiene no sólo la abundancia del abuso intrafamiliar a menores de edad en Centroamérica, sino la relación del poder con ese crimen horrible que lastra la vida de generaciones enteras. Uno de los casos icónicos fue la acusación que hiciera Zoilamérica Narváez contra su padrastro, Daniel Ortega, y la postura de Rosario Murillo, esposa y madre, que hoy ostenta el poder en el país como vicepresidenta. Su hija vive actualmente en el exilio.

No se trata de una novela inocente. Ninguna de las suyas lo ha sido. No creo que busque satisfacer superficialmente a los amantes del suspense. Su riqueza estriba en la visión de una actualidad que está llena de cómplices. A un escritor como Sergio, en un país como Nicaragua, le es imposible escribir desde la inocencia, la abstracción o la irrealidad. Y ese tipo de literatura, en ese contexto, entraña riesgos. Leerlo pues es acercarse al filo de la navaja.

Ya nadie llora por mí. Sergio Ramírez. Alfagura, 2017. 360 páginas.


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