Revista Pijao
Presente imperfecto
Presente imperfecto

Por Fernando Bogado

Página 12 (Ar)

En esta entrevista Florencia Abbate habla sobre la génesis de estos relatos y explica su deuda con Juan José Saer, a quien dedicó El espesor del presente, su tesis de doctorado, aunque confiesa que le habría gustado escribir los libros de Truman Capote.

Todos estamos solos. Muchas veces, nos distraemos del hecho de que el mundo, tal como lo conocemos, es en realidad una construcción totalmente subjetiva que se ahoga en nuestros propios devaneos. Pero, a veces, esa soledad constitutiva se ve perturbada por la posibilidad de otro mundo, de otro punto de vista, de otra forma de ver las cosas. Quizás sea eso lo que atormenta las lógicas de los universos (¿infiernos?) personales presentados en cada uno de los nueve cuentos reunidos en el último libro de Florencia Abbate, Felices hasta que amanezca, una recopilación de historias que muestran, ante todo, un choque de mundos. Y esos choques, como suele suceder con cualquier colisión en general, se dan de manera inesperada, algo que deja al lector desarmado cuando lo que creía que era el tono imperante del relato cambia, súbitamente, a otro, para pasar de una armonía aparentemente monótona al más salvaje golpeteo punk, despegando de un aire relativamente realista hacia una conclusión fantástica. Claro que lo “monótono” de esos mundos inicialmente construidos depende menos de la realidad que de la manera en la que lo miran los propios protagonistas. No por nada, cada uno de estos relatos descansa sobre los hombros de un narrador en primera persona que percibe cómo su vida ha tomado una cadencia que resulta aburrida. Eso le pasa a Lucrecia, por ejemplo, en el cuento “Flores en la tormenta”. El relato empieza con un tono muy al estilo de Perdidos en Tokio, esa película nacida clásica de Sofia Coppola en la que se retrataba, ante todo, el tedio de la vida de hotel y la ajenidad en un mundo de ajenos. Lucrecia hace notas de turismo y conoce, una noche en Boston, a Victoria. Las dos tienen un encuentro fugaz para nunca más volverse a ver. Pero, a los pocos párrafos, la nueva nota que tiene por delante Lucrecia cambiará ese tono espeso y propio del tedio de la protagonista para entregarla a ella y a su universo al desamparo y la percepción de un peligro imposible de detener. En medio de un viaje al Líbano, seis meses después de su encuentro con Victoria, todo lo que creía estable se desmorona, y el cuento adquiere un tono completamente diferente. Otro.

“El ritmo es lo que vincula a la literatura con la música, está en el origen de mi escritura en el sentido en que carga y se carga en las partes menos racionales: el ritmo te pega en el estómago, te pega en el corazón”, agrega Florencia Abbate, quien vuelve a la ficción luego de haber publicado en 2007 la novela Magic Resort. “Un ritmo puede transmitir al mismo tiempo violencia y ternura. Presenta los sentidos más complejos que puede tener una narración. El ritmo, la manera brusca en la que ocurren las cosas, tiene que ver con la impronta vertiginosa de algunos relatos. Creo que estos cuentos son lo contrario a un realismo minimalista, porque suceden muchas cosas. A veces hacia el final de algunos cuentos me empezaba a reír, porque todo parecía terminar en un exceso de vértigo”.

En varios de los cuentos, no sólo está el ritmo como un problema de la forma, invisible, sino que, a veces, está puesto por delante, como la mención a determinadas canciones o a ciertos artistas como Kate Bush, White Stripes. ¿Qué importancia tiene la música para vos a la hora de escribir?  

–La música ocupa ese espacio que no es estrictamente verbal. En el cuento que decís, hay dos personas que se conocen y no hablan el mismo idioma. Cuando alguien no puede expresar cosas sutiles con las palabras de un idioma que no maneja bien, el otro lo va a conocer a través de otros medios. Cuando conocemos a alguien, a veces es más importante la comunicación gestual que la verbal. Y la música, en este mundo transnacional, opera como cierto denominador común y, muchas veces, generacional. La música para mí es muy importante por el vínculo que tiene con lo poético. En la poesía, lo que se muestra es que las energías más profundas de la literatura, en tanto fenómeno estético, tienen que ver con lo sonoro. Lo formal no deja de ser un tono que produce un efecto estético. Hay algo de lo formal que sucede en el oído. En lo estrictamente personal, además, me cuesta hacerme el tiempo para sentarme a escribir ficción, y lo que hace que eso suceda y que todo fluya tiene mucho que ver con el disfrute de lo sonoro, con la música que te lleva. Me parece que un tono, en un cuento, está logrado cuando el ritmo te impide dividir entre forma y contenido. Si te hablo sobre la guerra, todos los elementos del texto tienen que estar generando ese clima. Es el tema que trata cada cuento lo que impone esa musicalidad que me interesa.

Cerca de la realidad

De los nueve cuentos de Felices hasta que amanezca, al menos dos parecen plantarse en un aire de época fuertemente familiar. “La despedida” y “En el organismo” recuperan escenas muy propias de los momentos finales del kirchnerismo, planteando al mismo tiempo la revisión de sus épicas y cierta contraposición a otros discursos más hedonistas y menos sumergidos en la historia (como sucede con los dos personajes que se envían correos electrónicos para decidir el destino de su relación en “La despedida”). Más que de un posicionamiento con respecto a lo político, esos cuentos responden a la cercanía con el presente que la escritura de Abbate siempre ha buscado plantear, desde sus poemas pero, sobre todo, desde sus narraciones, como sucede con la novela El grito (2004), la cual ha sido leída dentro del complejo “canon” de las novelas post-2001.   

Hay cierta sensación de que este es uno de los primeros textos que están puestos en un clima histórico diferente. ¿Se puede hablar de una ficción que, al menos, temáticamente, sería poskirchnerista?

 –Yo no lo llamaría “post”  por la misma razón de que es un poco como El grito. Esa novela la escribí en el verano de 2002: me había quedado sin trabajo, era periodista free-lance y había decidido aprovechar el verano para escribir. Estaba muy cerca de los hechos cuando escribí El grito, era chica, tenía 25 años y lo publiqué a los 27. En ninguna de mis ficciones planteo una distancia histórica con el contexto en el cual se sitúan, están cargadas del fuego de ese presente. Esos dos cuentos que me decís, “La despedida” y “En el organismo”, los habré escrito muy cerca de los hechos, a mitad de 2016, por ejemplo. Me interesa que los contextos históricos que aparecen representados tengan un poco la temperatura del modo en que se los percibió cuando sucedían. No una carga ideológica, no una interpretación puesta encima, no una idea previa escondida detrás guiando al autor. En literatura, la manera de indagar un presente histórico sigue leyes estéticas. Los poderes siempre intentan emanar e instaurar certidumbres. Y la literatura nos devuelve todo el tiempo el derecho a la duda. Pero sí, escribo cerca de los hechos. Por ejemplo, en algún momento del 2008 iba a escribir una novela, y empecé a construir personajes y juntar material. Y todos esos personajes estaban atravesados por situaciones muy propias del 2008, como el conflicto con el campo o la crisis financiera internacional que se produjo ese año. Dejé de trabajar en esa novela pero recuperé muchos de esos materiales en algunos de los cuentos que están en este libro. El arco temporal de la mayoría de los relatos va desde 2008 hasta 2015, y muchas cosas, muchos “presentes” pasaron en el medio.

Con respecto a ese clima de época de 2008, es en “El intervalo lúcido” donde se nota la presencia de la crisis económica mundial y de cierto aire de cambio de época.

–Yo no me planteo qué se podría decir con respecto a una determinada época porque soy espontánea cuando escribo. Desde el punto de vista sociológico, que siempre es reduccionista para leer literatura, en algunos cuentos se podría ver la aparición de nuevas subjetividades, como la del joven militante, por ejemplo. Una subjetividad diferente a la de la generación anterior, una subjetividad joven que entró a la militancia. Es interesante el contrapunto, algunas veces, entre personajes que emergen de diferentes contextos históricos. Por ejemplo, se podría hacer un diálogo imaginario entre Nadia, la mujer trans de “Esta cosa salvaje”, y Brian, el militante gay que está en el cuento “En el organismo”. Brian ingresa al mundo de la política al calor de la Ley de Matrimonio Igualitario, y pasa a trabajar como parte del Estado, mientras que Nadia, en ese otro cuento que transcurre en 1998, forma parte de una organización militante de travestis, pero es un fenómeno absolutamente marginal al Estado y al sentido común de la sociedad. La ampliación de los derechos civiles en los últimos años cambió muchas cosas y se nota en las derivas particulares de algunos personajes. Pero preferiría no definir todo esto y que cada cual lo lea como quiera. Como decía Lezama Lima: definir es cenizar.

¿Cómo entra la parte fantástica en tus cuentos? Hay cierta idea de que lo fantástico está para suturar esa diferencia de mundos entre el del narrador y el del otro.

–Para mí, la realidad es huidiza y misteriosa. Pero como vivimos saturados de informaciones acerca de la realidad, siento que en la vida cotidiana entramos en una especie de anestesia perceptiva. Decimos “qué flash esto”, pero enseguida pasamos a otra cosa. No llegamos a percibir la extrañeza de las cosas. En el caso de estos cuentos, no es que directamente trabajan el género fantástico. Yo siento que ahí más bien hay cierta recuperación de la extrañeza que a mí me parece haber percibido en el mundo cotidiano. Cuando escribimos, podemos volver a mirar lo cotidiano pero sin ese filtro tan empobrecedor que le imprimen los medios y la rutina, y entonces parecería que logramos percibir con mayor nitidez esa rareza que tiene en su interior. En el final del cuento “Maldito kayak”, por ejemplo, hay cierta rareza que tiene que ver con las interpretaciones sobre lo que le podría haber sucedido a ese chico en el mar del Cabo Polonio. Son interpretaciones raras, pero creo que de alguna manera, en el mundo actual, vivimos rodeados de interpretaciones insólitas. Y al fin la realidad no es otra cosa que un sentimiento que cada cual baraja a su manera. En cuanto a los mundos, estos narradores serían como “narradores testigos”. A diferencia de los de El grito, no meditan sobre sí mismos ni se abandonan al flujo de su propia conciencia, sino que cuentan lo que ven, lo que hace el otro, y pierden protagonismo en ese mismo acto. Me gusta la idea de que el otro es un mundo posible, una idea que aparece en Lógica del sentido de Deleuze. Quizás en estos cuentos cada narrador, con su mundo particular, se pierde en la aventura de relacionarse íntimamente con un otro que encarna otro mundo posible, y descubre la existencia de un mundo muy distinto al suyo. Hay ciertos mundos que les dan a los personajes una belleza atormentada. Siempre tengo presente algo que escribió Mastronardi: “Yo celebraba el andar personalísimo y elegante de cierto caballero que pasaba frente a mi casa. Alguien me aclaró que era rengo”. Me interesa eso. A los personajes los quiero por sus defectos, por sus imperfecciones, y es eso que los hace personalísimos y elegantes. No me parece interesante la belleza ideal e inexpresiva, me dan ganas de torcerle la nariz o despeinarla.

Imaginación, memoria y crítica

Volviendo al cuento “Esta cosa salvaje”, es uno de esos relatos que están exhibiendo algo de tu experiencia personal. Parece que en varios relatos partís de una vivencia que trabajás literariamente. ¿Cómo funciona la relación entre biografía y ficción en tus cuentos?

–Hay dos cuentos que parten de experiencias personales que tuve trabajando como periodista, pero no es que narro mi experiencia, sino que de allí surgieron los materiales que les dieron origen a los cuentos. “MS”, que surgió a partir de un viaje a El Salvador, y el que mencionás, “Esta cosa salvaje”, que recupera cuestiones de cuando escribía un libro sobre la cultura trans y travesti en Buenos Aires a fines de los 90. No son cuentos que quedan en lo testimonial, en todo caso habría cierto choque de géneros entre la crónica y lo fantástico. Toda la ficción es siempre imaginación, la ficción guarda relaciones complejas con lo real y ofrece lo mejor de todo: la libertad incomparable de poder escribir cualquier cosa. Creo que escribimos con nuestra imaginación y con nuestros recuerdos. Pero las experiencias que viviste son tan parte de esos recuerdos como los libros que leíste. Las experiencias, las fantasías y las lecturas se entremezclan y todo se convierte en otra cosa. La literatura entrelaza una trabazón entre lo imaginario y lo existente. Un magma espeso e imposible de separar en partes.

Empezaste escribiendo poesía. Ahora, trabajás como investigadora del Conicet. ¿Qué cambios notás en el ambiente literario y en tu propia escritura en ese arco?

–En mí no tantos, sigo escribiendo poesía, y si bien cuando empecé no era investigadora de Conicet, ya cursaba la carrera de Letras y me copaba la crítica literaria: sigo haciendo lo mismo, poesía, narrativa, crítica y ensayo, lo que me salga, lo que pueda, lo que la vida me permita. Siempre estuve muy inmersa en el ambiente como para verlo con distancia. Pero creo que en estos casi veinte años, en el ambiente sí hubo muchos cambios, y positivos. Por ejemplo, la visibilización de las mujeres en la literatura argentina. En la época en que publiqué El grito, algunos creían que si eras mujer te tenían que poner en una mesa con el cartelito “literatura femenina”, y si no preguntarte por qué no hacías la llamada “literatura femenina”. O te decían que había pocas escritoras. Fue por eso, para mostrar que sí había, que armé la antología Una terraza propia, con cuentos de escritoras de mi generación que hoy son muy conocidas. Fue como un impulso feminista, con ese título en homenaje a la gran Virginia Woolf, y con un prólogo que pretendía ser un poco una respuesta al machismo sutil del mundo libresco. Por suerte cambió un montón el panorama. También cambió el mundo editorial. Yo participaba de una editorial independiente llamada Tantalia. Tener una editorial independiente era una alternativa frente a la situación de que te cobraran un dineral por editar. Todas las pequeñas editoriales hacíamos todo a pulmón, la distribución y la prensa, que sin las herramientas que hoy brinda internet era mucho más difícil. Hoy hay muchas más editoriales y es más fácil publicar. Hay una variedad de editoriales pequeñas y medianas muy profesionalizadas y prestigiosas. Hoy se publica muchísimo. Es casi imposible estar al día con la literatura argentina contemporánea. En ese sentido, creo que fueron cambios saludables porque generaron más circulación y más diversidad.     

Tu libro anterior, El espesor del presente (2011), es tu tesis de doctorado sobre la narrativa de Juan José Saer. ¿Creés que hay un diálogo o una influencia con la manera en que Saer abordó el tiempo en sus novelas y tu escritura de prosa?

–No creo que Saer haya sido para mí una influencia en la escritura, ni en el estilo ni en el tipo de apuesta narrativa. Si pudiera elegir una obra que me hubiera gustado escribir, como quien pide un deseo imposible, elegiría la de Truman Capote. Pero siempre admiré a Saer, desde mi adolescencia, y ciertas visiones suyas me resultaron muy fascinantes y me marcaron. Saer decía: “La ficción no vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha”. En eso creo. Saer tenía cierta fe en que la literatura nos despierta la percepción. Y en ese sentido revela, entre otras cosas, que el modo en que los poderes nos quieren hacer ver la realidad es una arbitrariedad destinada a condicionarnos y adormecernos, y que siempre podemos ver el mundo de otra manera.

Felices hasta que amanezca Florencia Abbate Emecé 234 páginas


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