Revista Pijao
Niños en soledad
Niños en soledad

Por Laura Galarza

Página 12 (AR)

Del otro lado nunca hay nadie en los cuentos de Le Clézio. Los hombres y lo demás –lo que pueda ser lo demás– está lejos y de este lado sólo queda el miedo. Ese árido desierto puede ser de tierra o de asfalto, una gran ciudad o un pueblo. Una plaza sin niños, una planicie, la casilla rodante en las afueras, monoblocks abandonados, una casa bien en lo alto de la colina, avenidas despobladas, bares vacíos. Cada uno de los cuentos tiene un protagonista (a veces dos que son como uno), sin más compañía que su yo atormentado. Una voz omnisciente habla por esos personajes porque ellos –desahuciados, perdidos– solo escuchan el viento o el traqueteo de su corazón. Afuera, el sol quema sin pausa, los árboles están quietos, no hay cantos de pájaros ni ruido de insectos. Adentro, las lamparitas iluminan mal, y los muebles están forrados con tela imitación piel. Está claro: fuera o dentro, es la misma cosa. Las criaturas de Le Clézio quedan pendiendo de un hilo en medio de la soledad más absoluta, al fin de una calle sin salida. ¿Qué se hace cuando se lo ha perdido todo? El desamparo es –paradójicamente– el faro que ilumina La ronda y otras notas rojas, una pequeña joya magistralmente amalgamada, escrita por Le Clézio en 1982 y que había quedado sin traducir al español.

Jean Marie Gustave Le Clézio nació en Niza en 1940 y nunca le importó que buena parte de la crítica no creyera en él cuando obtuvo el Nobel en 2008. Por entonces ya publicaba un libro por año y lo siguió haciendo después del galardón. A los 7 años escribía novelas de aventuras después de que su madre y su abuela le enseñaran a escribir mientras permanecían ocultos de la Gestapo. Amante de la literatura norteamericana, y con especial fervor, de Flannery O’Connor: “Esa mujer percibe el mundo y la humanidad en toda su compleja violencia como cualquier niño en cuanto abre los ojos a la vida que le rodea”.

Y son niños la mayoría de los personajes de los cuentos de Le Clézio; o adultos que recuerdan haber sido niños. En el que abre el libro, “Ronda”, Martine acepta la idea de su amiga de ir a encontrarse con esos chicos que andan como locos en velomotor por el centro de la ciudad, sin imaginar con qué va a encontrarse a la vuelta de la esquina. Martine, como cada uno de los niños de Le Clézio, huyen de esos adultos que no les hablan, que no saben quiénes son ni qué desean. Así piensa también Cristine, la protagonista de “Ariane” que aterrorizada en medio de las calles desiertas y oscuras de su barrio, piensa “en el departamento con paredes manchadas, en la televisión que habla sola, en el rostro cerrado de su padre, en el cuerpo cansado de su madre, en la mirada de su hermana”.

No hay salida, ni a dónde ir. Si adentro es el infierno, afuera no es mejor. Porque se sabe: quien huye dañado y falto de amor, termina hundiéndose. Entonces huir, es también dar con algo duro. “Cava un doloroso agujero en el fondo de sí mismo, que al mismo tiempo lo alivia y lo tranquiliza como cada vez que escapa”, piensa el protagonista de “El juego de Anne” mientras serpentea con su viejo Ford el filo de la montaña al encuentro del pasado. Las hermanas Poucet y Poussy que parecen gemelas, en “La gran vida”, escapan de la orfandad y de esa fábrica donde trabajan de sol a sol para viajar a la deriva por los rincones pudientes de Francia, desde Montecarlo, en una especie de road movie tan desopilante como oscura y triste. Otro de los elementos comunes de “La ronda...”: transcurren en la glamorosa costa francesa que le sirve a Clézio para enfatizar el estado de sus seres, al margen del brillo y la opulencia.

Ahora bien, estos personajes arrastrados por las circunstancias, terminan siendo verdaderos fugitivos además de en sentido simbólico, real. Es el caso de las mismas gemelas, o el niño de “El fugitivo” que escapa de los soldados por un desierto, muerto de hambre y sed. También en “David”, el pequeño que con tal de no quedarse solo en la casa con esa madre que llora, sale a la calle con su hermano mayor y eso que está allí esperándolo será demasiado para su alma de niño. Y Miloz de “El coyote” que “ya no sabe desde hace cuánto vive ahí, sin hablar, ni pensar, en el remolque con paredes de lámina que huele a sudor, a tabaco y a orín”.

También hay en algunos relatos, un intento de unir soledades. Pero solo para dejar en claro su imposibilidad. En “Casona Aurore” el protagonista regresa a su pueblo decidido a buscar la casa donde vive la mujer a la que siendo niños burlaban arrojando piedras a su ventana.  En “Moloch” Liana está punto de parir en esa casilla en compañía de Nick, su perro. Hasta que nace el bebé y todo cambia con el animal.

Más que la trama, lo que termina dominando el relato es la experiencia kierkegaardiana. Resultan maravillosas y terribles las mil y una maneras de Le Clézio de escribir el angst. “Era como estar perdida a miles de kilómetros en el fondo del espacio sin esperanza de encontrarse nunca a sí misma; era como ser abandonada por todos y sentir a su alrededor la muerte, el miedo, el peligro, sin saber hacia dónde escapar” (Poussy en “La gran vida”) O: “El cielo vacío pesa mucho, la luz deslumbra y le provoca sed. Hay una especie de signo de miedo visible a ratos, parecido al ala de un gavilán que hace pestañar al sol” (“Orlamonde). 

En los cuentos de Clézio hay un gran ojo, como de un dios que sabe antes que nadie qué va a suceder. Las partes implicadas ignoran lo que hace la otra. Un dios crudo e impiadoso que mira las cosas tal como son, sin inmutarse y las deja librada a su suerte. Quizás para probar qué tan profundo se puede ir.

La ronda y otras notas rojas J. M. G. Le Clézio Océano 234 páginas


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