Revista Pijao
Maldad, ternura, inocencia
Maldad, ternura, inocencia

Por José María Guelbenzu  Foto Jeremy Sutton-Hibbert

Babelia (Es)

El lugar pagano es la Irlanda rural de los años treinta y cuarenta del pasado siglo, con la Segunda Guerra Mundial al fondo y, paradójicamente, la envoltura del cerril mundo católico violentando las almas de los naturales del lugar. Esta es la historia de una mujer que se recuerda a sí misma sus años de infancia y adolescencia. La creadora de la voz de esta mujer, que ha de tener mucho de autobiográfica, es la mejor escritora irlandesa de nuestro tiempo, nacida en 1932. Su trilogía sobre la iniciación al mundo de dos jóvenes irlandesas (Las chicas de campo, La chica de ojos verdes y Chicas felizmente casadas, todas publicadas por Errata Naturae) es un auténtico soplo de aire fresco dentro de la literatura sobre la condición de la mujer y una verdadera obra maestra en su conjunto.

El don aparente de Edna O’Brien es la naturalidad; digo aparente porque el esfuerzo de elaboración que hay tras esa naturalidad que el lector percibe como una mezcla de desenvoltura narrativa y penetración psicológica es muy notable. En el libro que nos ocupa, además, hay una suerte de velocidad expositiva que va acumulando anécdota tras anécdota, detalle tras detalle, pensamiento tras pensamiento, sensación tras sensación que lo nutren de emoción y empatía. No confundir con el costumbrismo e incluso lo pintoresco, que de todo hay en la obra, porque la intención que la atraviesa de principio a fin es dar cuenta de lo que llamaríamos “el alma irlandesa” a través de los recuerdos de esta mujer, es decir: a través de sus recuerdos que a su vez vienen de lo que han visto sus ojos y vivido su cuerpo. Esta doble visión es la que levanta la novela a la altura de las mejores suyas.

Dividida en tres partes, la primera es la infancia, la segunda el inicio de la pubertad y la tercera la adolescencia. El retrato de familia y del pueblo pertenece exclusivamente a la primera; en la segunda aparece —­de manera temporal— la ciudad: madre e hija van a ella por causa del embarazo de su hermana Emma, quien da a luz, entrega al hijo y desaparece para hacer su vida. Esto se vive como una lacra familiar y también particular de la protagonista, una vergüenza social. Pero la hipocresía no acaba ahí, sino en un asunto muy actual: el guapo cura que llega al pueblo y encandila a las mujeres y acaba por forzar a esta adolescente menor de edad de manera insidiosa y repugnante. Desde ese momento, el ambiente coercitivo se abate sobre la chica, que, a su vez, producto de lo mismo, se fustiga por su pecado buscando la redención. Y ahí, por esa puerta, en una especie de charla-retiro, las monjas cercan a la chica hasta que obtienen su vocación, y a partir de ese momento en el pueblo se la contempla como un milagro de santidad. El sermón de la madre superiora es sin duda un guiño a los ejercicios espirituales del Retrato del artista adolescente de Joyce.

Las figuras del padre y de la madre están trazadas con firmeza, y su tosquedad, cariño y prejuicios se manifiestan con una insospechada calidad de matices, lo que habla en favor de la materia humana que la autora saca a la luz dentro de la brutalidad e ignorancia del ambiente. Lo mismo sucede con el resto de personajes, y O’Brien extrae también una dura y emotiva descripción de la naturaleza donde viven. Es la mirada del artista la que prevalece sobre los estereotipos.

He hablado antes de la velocidad de la escritura. Parece como si la autora tuviese necesidad de no dejar nada en el tintero, pero no es así. Lo que marca el ritmo del texto es el recuerdo de la ansiedad de ser alguien. Lo que ha llegado a ser nos lo muestra la voz narradora. Edna O’Brien apuesta con extrema valentía por dar a conocer a su narradora sólo a través del relato adulto de la memoria viva de su pasado. Un pasado que cierra el relato con su vocación y así deja al lector ante un vacío que va desde la vocación hasta el momento de la narración, años después. El contraste entre el relato de formación y la personalidad de quien narra, a la que conocemos por cómo lo narra, es el puente que cubre el vacío, y es justamente su voz y lucidez de adulta lo que nos permite imaginar su transformación en un ser libre. Un gran reto para una gran escritora.

Sólo quiero marcar un momento de la admirable humanidad de la zarandeada protagonista cuando en su inocencia, la muchacha siente miedo por lo que le pueda ocurrir al cura (pues socialmente será ella la que se convierta en chivo expiatorio mientras el cura se va de rositas, como en la actualidad). Ella confiesa: “Le pedí a mi ángel de la guarda que informase (avisase) a su ángel de la guarda”. No se puede decir más con menos sobre la maldad, la ternura y la inocencia.

Autor: Edna O’Brien. Traducción de Regina López Muñoz.

Editorial: Errata Naturae (2017).

Formato: tapa blanda (256 páginas).


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