Revista Pijao
Límites borrosos de lo fantástico
Límites borrosos de lo fantástico

Por Alejandra Rodríguez Ballester

Revista Ñ (Ar)

Nacida en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, Liliana Colanzi hizo un recorrido académico por universidades de Gran Bretaña y Estados Unidos. En su paso por Buenos Aires, este año, la escritora participó de una mesa redonda sobre Juan Rulfo en Eterna Cadencia. Allí, los mexicanos que la acompañaban, Rafael Toriz y Rodrigo Márquez Tizano, señalaban el peso de la lectura escolar obligada de Rulfo, mientras que Colanzi enfatizó la libertad de haber leído sus relatos en Inglaterra, sin presión “oficial” alguna, y haberlos leído como historias de fantasmas. Algo de esa perspectiva que hace posible la distancia parece actuar en los relatos de Nuestro mundo muerto, tanto por la forma de convocar y entretejer las voces de la región en otros contextos, como por la libertad para revisitar y difuminar los límites de lo fantástico.

Los matices del género en estos cuentos pueden bordear lo extraño, lo sobrenatural, lo mágico y atávico, pero también internarse en la imaginación pop o explorar el sentimiento desolado de la ciencia ficción. El escenario puede ser Bolivia, la selva chaqueña, Ithaca en Estados Unidos, París o Marte. Lo fantástico puede acercarse a la definición freudiana de lo siniestro o volverse presencia con la certeza palpable de una convicción ancestral. Puede ser el ojo desmesurado de una madre omnipresente, pero también un indicio más leve, casi imperceptible, como una puerta que se cierra sola y que deviene signo sobrecogedor para una conciencia culpable.

Las geografías de Ithaca y Santa Cruz de la Sierra se contraponen en el cuento “La Ola” como los polos opuestos del racionalismo y la magia. Una ola de suicidios juveniles alarma a la universidad de Cornell, cuyos psicólogos son incapaces de interpretar en su dimensión existencial: “Llega la Ola al campus y arrasa de noche, de puntillas, a siete estudiantes, y lo único que se les ocurre es llenarte los bolsillos de Trazodone o regalarte una lámpara de luz ultravioleta”. En Cornell nadie cree en nada, afirma la narradora, cuya sensibilidad se traduce en señal de extranjería, tanto como el nombre de la fruta sobre la que intenta escribir –el achachairú–, y que la conecta con su lugar de origen. De pronto, la enfermedad del padre vuelve imperioso el regreso. Ya en tierra boliviana, la trama se complejiza en una puesta en abismo, con la historia de una indígena que atraviesa el desierto alucinada en busca del padre; los paralelismos con la historia principal son múltiples. Pero, sobre todo, el relato de la chola instaura una realidad en la que las formas de conocimiento incorporan el sueño y el misterio, lo irracional sobrevuela lo cotidiano: la narradora ha logrado volver a casa.

La infancia entretejida con relatos y creencias ancestrales de los indígenas es el sustrato potente de la imaginación. En “Alfredito”, la posibilidad del fantasma se vuelve palpable ante la muerte de un compañero de clase. “Los muertos nunca se van”, es la frase de la “nana” Elsa, la india ayorea que cuida a la protagonista, cuyas historias son el trasfondo de la percepción exacerbada del grupo de púberes. En otros cuentos, la cuestión indígena reaparece con el foco en la explotación, aunque lo sobrenatural siempre está presente, como en “Meteorito”. En todos ellos, la escritura es el imán que lleva al lector hacia adelante, con imágenes precisas, a veces sorprendentes, que parecen recién estrenadas.

El título del libro de Colanzi proviene de una canción de los indígenas ayoreos que se cita como epígrafe: “Ese es el tronco de todas las historias, habla de nuestro mundo muerto”. Y es también el título de un cuento que no transcurre en el Norte ni en el Sur, sino en Marte. Como si su autora se preguntara qué tanta distancia hay que tomar para enfocar las cuestiones de nuestro mundo, qué vuelta dar para tratar, una vez más, los temas que la literatura de la región ha transitado, para sintonizar una voz nueva y contemporánea con el tronco de todas las historias. En esa búsqueda, con hallazgos luminosos, se ve que anda Colanzi.

Nuestro mundo muerto, Liliana Colanzi. Eterna Cadencia, 128 págs.


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