Revista Pijao
Habitar la vejez
Habitar la vejez

Por Sebastian Basualdo

Página 12 (Ar)

Las únicas etapas de la vida dignas de exaltación en una cultura como la nuestra parecieran ser la niñez y la juventud. La vejez, solo carga con algo positivo  en la medida en que conserve algo de esa misma juventud ya perdida, de modo que pueda ser negada de manera superficial o postergada lo suficiente como para dar la ilusión de que se  puede por fin eludirla. Si los viejos manifiestan los mismo deseos, decía Simone de Beauvoir, los mismos sentimientos, las mismas reivindicaciones que los jóvenes, causan escándalo; en ellos el amor, los celos parecen odiosos o ridículos, la sexualidad repugnante, la violencia irrisoria. Estos temas son los que aborda Ana Ojeda en Mosca blanca, mosca muerta, su nueva novela; y lo hace a partir de un trabajo minucioso, poético, desbordante con el lenguaje, donde significado y sentido se entrelazan para generar pequeños núcleos narrativos y hacerlos estallar en mínimas historias a modo de actos de lucidez donde el pasado y el presente se encuentran por medio de una voz que dialoga consigo misma. Al fin y al cabo la conciencia es dialógica. “Las lenguas se me re dan, re bien, es como un talento que tengo desarrollado muy superior. Soy una putilla lingüística, de postre. Yo te escucho un vocablo y la palatal se me queda pegada para siempre en el yunque, nunca más me la olvido”, dice la narradora, Oana Ban, una mujer muy particular que ha superado los ochenta años. Una pregunta simple surge inmediatamente y sólo será posible responderla en un plano hipotético con el correr de las páginas: ¿Desde qué lugar surge esta voz tan arrolladora? Basta comenzar a leer el libro para sentir que algo se tensa hasta quebrarse. Habitar la conciencia de Oana Ban, eso es lo que propone la autora de Falso Contacto. El lugar físico donde se encuentra la mujer es posible reponerlo a partir de pequeños guiños que la narradora va dejando conforme pasan los capítulos. Quizá Oana Ban  no reconozca a su propia hija cuando va a visitarla, sí; pero ¿adónde? Desentrañarlo ahora le quitaría uno de los tantos atractivos que tiene la novela. Mediante la técnica del monólogo interior, Mosca blanca, mosca muerta propone un universo narrativo dividido en dos, por un lado lo que sería el plano de la realidad y por el otro, la introspección de una mujer que, mediante el lenguaje se ha replegado sobre sí misma, liberando algo más que simples recuerdos. Y acá es donde estriba la mayor virtud de Ana Ojeda, su originalidad en esta novela: todo lo que cuenta es tan relevante como lo que permite pensar al lector sobre la imagen de la vejez que nos ha inculcado la cultura del consumo. Su apuesta es dar vuelta al revés el arquetipo de la vejez que se sienta a recordar tiempos remotos con esa melancolía que repele a los jóvenes por considerarlas repetitivas o pasadas de moda. El mundo interior de esta anciana sorprende por su vitalidad en el más cabal sentido del término. Su propia hija quedaría estupefacta si fuera capaz de pasear por la mente de su madre anciana. Una Oana Ban que, dicho sea de paso, tiene poco de instinto materno, si es que eso existió alguna vez. Se trata de una niña que ha envejecido, simplemente. Egocéntrica, por momentos; acaso como son todos los héroes de sus propias historias, cínica y con un sentido del humor recalcitrante, su modo de recordar el pasado tiene la hilaridad propia de una locura poética. Ha vivido, o mejor: es una sobreviviente de su propia historia y por eso mismo es inmune a los arrebatos del prejuicio. No tiene un policía en la mente y es capaz de vivir cualquier tipo de fantasía. “La entretención que cabalgamos, muy total, obtura el sonido de las llaves en la puerta. Desprevenidos aparecemos antes la mirada recriminatoria de Mirinda (su hija, Miranda), tarada de la vida, como ante la Ley. Congelados, nos volvemos piedra. Un segundo, dos. No se necesita más: panzas flojas y estriadas, pechos flácidos, colgajos, celulitis, cayos, pieles duras, pelos que faltan en algunos lugares y sobran en otros, uñas gruesas, amarillas como garras, huesos artrósicos vuelven, afloran, se abren paso, rasgando el delicado velo de la fantasía maravillosa”, dice Oana mientras recrea la escena de un trío sexual con Carlín y el llamado Hermoso, dos hombres mayores que conoció en un gimnasio. Dividido en doce capítulos y una Exordia que contiene un alto vuelo lírico, Mosca blanca, mosca muerta sorprende por la red de tramas que se entretejen y las técnicas literarias que pone en funcionamiento. Por ejemplo, un desdoblamiento en tercera persona cada vez que se imponen los recuerdos, como ocurre cuando se atraviesan ciertas experiencias muy intensas y uno se ve vivirlas, algo así como un alejamiento de sí mismo. Porque Oana se habla, recuerda o divaga -da igual- acerca de la niña que fue en el barrio de Boedo, la ilusión de convertirse en bailarina del Colón,   de   su padre al que llama Pater y es un personaje memorable como La Madre y sus hermanos, que son varios, y andan sueltos como satélites en la órbita del lenguaje. Porque al fin y al cabo todo se reduce a esto: contar para seguir viviendo, a reírse de las prótesis dentales y el temor al torno o los achaques del cuerpo, contar sin nostalgia como quien ha organizado una fiesta para sí misma, decir “adolescencia” y volver al Colegio Nacional para rescatar de entre los escombros de las palabras a un montón de personas que pasaron por su vida.

 No es muy frecuente la literatura que revindica la vejez desde un lugar tan novedoso. Mosca blanca, mosca muerta pertenece a esa excepción.

Mosca blanca, mosca muerta. Ana Ojeda Bajo la Luna 133 páginas


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