Revista Pijao
El hijo del fuego
El hijo del fuego

Por Guillermo Saccomanno

Página 12 (Ar)

La publicación de Aurelia o el sueño y la vida seguida de Las Hijas del Fuego por la editorial Pre-Textos repone a este autor y permite replantearse la pregunta de Alejandra Pizarnik: “¿Quién, en español, ha logrado la finísima simplicidad de Nerval?”.

“Un día llegó a la ciudad una mujer de gran renombre que pronto me cobró afecto y que, acostumbrada a gustar y a fascinar, me arrastró hacia el círculo de sus admiradores”, escribe Gérard De Nerval, el romántico vehemente –en un sentido literal– pero también el iluminado y el integrante del Club de Hachisinos, como se denominaba en París de mediados del siglo XIX a los asiduos al haschich. La dama se llama Aurélia y bautiza esta nouvelle publicada en 1855. La pasión que inspira en el narrador, quien confunde la persecución y asedio de la amada furtiva con la conquista de trascendencia, detona su descenso al infierno. El camino que tiene por delante lo atravesaron antes Dante y Swedenborg, sus maestros poéticos de “estudio del alma humana”, tomados tan en serio por Nerval que las consecuencias serán pavorosas. En su tránsito del amor platónico a la ebullición de un deseo enajenante, el héroe dará los pasos inexorables hacia el delirio esquizofrénico. Sus visiones oníricas, de un extraño realismo cuando irrumpe su cordura, y de un simbolismo oscuro cuando la razón es amenazada, se despliegan escenificando las desventuras como si fueran tétricas pinturas de Moreau. El protagonista acabará, como su creador, internado en el Hospital de la Charité en las afueras de París. Pero, cabe preguntarse, ¿es este un caso de tensión extrema entre literatura y vida como el del ilustre Alonso Quijano? En la apreciación de Dumas, se trataría de un brote de la imaginación, “esa loca de la casa”.

Podría resumirse así, de modo mezquino y precipitado, uno de los textos inspiradores, décadas más tarde, del movimiento surrealista, y principalmente de Nadia de Breton. Es que Aurélia, con el deseo como precipitador y el lenguaje siempre puesto a prueba representa una indagación lanzada hacia los confines del sueño y la mente. “El sueño es una segunda vida”, propone Nerval. “Los primeros instantes del sueño son la imagen misma de la muerte, un sopor nebuloso se apodera de nuestro pensamiento, y ya no podemos determinar el momento preciso en el que el yo, ahora bajo otra forma, continúa la obra de la existencia. Es un subterráneo vago que se ilumina poco a poco”.

En términos de verosimilitud, conviene subrayarlo, Aurélia no se puede contar, al menos entendiendo el acto de contar como la descripción de una serie de acciones físicas. No obstante, en su relevamiento de acontecimientos intangibles, Nerval pone el cuerpo y también la razón. Convengamos: aún cuando se labrara una sinopsis, esta no sería más que un balbuceo de la verdad del ser que abismaba a Nerval. Seguramente puede alumbrar más al respecto, hilvanando pistas, su biografía. Nacido Gérard Labrunie en París en 1808, su madre murió cuando tenía cuatro años. La causa, una meningitis contraída al acompañar a su esposo médico militar en una avanzada por Silesia de la Grand Armeé. Gerard fue criado por sus abuelos en el Valois, nutriéndose de cuentos y leyendas de la zona. La pérdida de su madre habrá de ser evocada, ya con el seudónimo De Nerval, de manera recurrente en su literatura: en ocasiones, los merodeos de la amada en Aurélia y no sólo, según algunos críticos avispados, referiría una fijación infantil. La prosa envolvente de Aurélia y, en este punto, también el edipismo a perpetuidad en un amor sin consumación, esa madre inalcanzable, habrían de convertirse en una marca para Proust, quien lo consideraba el genio del siglo XIX francés. Pero, más allá de las interpretaciones, y Aurélia, en este sentido da cuenta, es también el autorretrato doloroso de un poeta que en el tránsito hacia una “vita nuova” se convertirá en hermano espiritual del ángel de la “Melancolía” de Durero. Su pregunta clave sería entonces cómo un amor profano puede adquirir los rasgos de la eternidad. “La culpa la tienen mis lecturas”, declarará Nerval.

A los dieciocho años, combustionado por la ideología romántica, con una audacia que no provenía sólo de su juventud, tradujo el Fausto. Su traducción no fue perfecta, pero le valió el conocimiento de Schiller y Heine, de quien se hizo amigo. Poco después, se convertiría en estrella de la bohemia parisina. Lector incesante de la Cábala y de cuanto libro de ocultismo cayera en sus manos, su interés por los saberes herméticos se respira en Aurélia. Junto con Dumas, Hugo y Gautier constituiría el centro de una actividad intelectual que abriría la escritura a la expansión poética y narrativa. Nerval no dejó género por explorar. Y además de en el periodismo y la novela, incursionó en la ópera. Allí conoció a una de sus musas: la actriz Jenny Colon. La suya fue una pasión fatal como la que describe el narrador de  Aurélia y cabe repetir entonces que la fuerza de esta nouvelle reside, en más de un aspecto, en su carácter de confesión tormentosa.

En 1841, a los treinta y tres años, Nerval padeció su primera internación psiquiátrica. Y un año después, se lanzaría como viajero, aunque no fueron los viajes geográficos sino los interiores aquellos que lo consagrarían. No obstante, su Viaje a Oriente tiene hoy el rango de clásico dentro de la literatura de viajes. Nerval apunta tanto los fanatismos sangrientos como las riquezas culturales, las costumbres como sus propios vaivenes entre la curiosidad, el asombro y una sensualidad frenética. Crónica minuciosa de un itinerario, este viaje al oriente incluye, entre otros paisajes, Alejandría, Constantinopla, Beirut, El Cairo, donde compraría una esclava javanesa, detalle que podría parecer de un colonialismo excéntrico. Pero no. La rareza de Nerval es tan inagotable como su tendencia enfermiza a la extravagancia que quedaría patentizada en su pasear una langosta decorada con un moño rojo por las calles de París. Ese modo de ser excéntrico habría de pagarlo con la locura. En sus estados alterados, Nerval, heredero del maldito Blake, se sentía, y con razón, “dueño del rayo” y sostenía que en la invención hay mucho de memoria. En este plano de conocimiento de su poder vidente, y por qué no, de admitirse poseído, es que afirma “Yo soy el otro”, frase que más tarde Rimbaud resignficaría: “Yo es otro”. No menos cierto es que loco no es el que quiere sino el que puede. Este es el caso, Nerval pudo.

La edición importada de Aurélia o el sueño y la vida seguido de Las hijas de fuego, en la edición de Pre-Textos, viene a reparar una ausencia larga de Nerval en las librerías locales. Si bien el título Las hijas de fuego es el mismo bajo el que Nerval procuró, antes de morir, seleccionar lo más destacable de su narrativa reuniendo varias piezas con títulos correspondientes a nombres de mujer, el orden en que están presentadas no es el que planeaba su autor según Editions de la Pléiade. Entre estas hay piezas de géneros y formas distintas, desde la comedia, la observación costumbrista, la recopilación de coplas, hasta la construcción mitológica, lo que vuelve a este grueso volumen un muestrario de sus intereses cifrados en el viaje, el libro y la escritura. Dos ejemplos- antípodas del frenesí de Aurelia merecen destacarse.

 “Angelique”, la operación detectivesca detrás de un libro extraviado y, en el periplo por ferias y bibliotecas que realiza su protagonista, alternando la reflexión sobre los hilos del folletín y la novela, géneros por entonces prohibidos por la censura, puede juzgarse, por su ironía, como una cargada a los enredos de los novelones de Dumas y también como un notable antecedente de juego borgeano. Distinto es el tenor realista de “Emilie”, un relato de corte antibélico que se va construyendo -como los de Maupassant, a través de la conversación-, durante el encuentro entre un médico, un caballero británico y un sacerdote convertido en voz narradora central. El eje es la historia de un joven soldado francés que encara la guerra como sustituto del suicidio. Pero es Aurélia, sin duda, la ficción, y al decir ficción uno tiende a dudar hasta dónde lo es, la pieza hegemónica del volumen.

Después de una vida acosada por la demencia y la miseria, en 1855, Nerval terminó colgándose en la rue de la Vieille-Lanterne. En opinión de Baudelaire, con su suicidio Nerval pretendió “liberar su alma en la calle más oscura que pudo encontrar”. Quien quiera internarse -dicho con deliberado doble sentido lo de internarse- en Aurélia comprenderá los secretos de su atracción lírica, la calidad hechicera de Nerval. El efecto Nerval es literalmente arrasador. Como prueba, basta una entrada del diario de Alejandra Pizarnik en 1966: “Deseo hondo, inenarrable de escribir en prosa un pequeño libro. Hablo de una prosa sumamente bella, de un libro muy bien escrito. Quisiera que mi miseria fuera traducida en la mayor belleza posible. Es extraño: en español no existe nadie que pueda servir de modelo. Yo no deseo escribir un libro argentino, sino un pequeño librito parecido a la Aurélia de Nerval. ¿Quién, en español, ha logrado la finísima simplicidad de Nerval? Tal vez me haría bien traducirlo para mí”.

La pregunta que Pizarnik deja picando es, como la lectura de Nerval, todo un desafío.


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