Revista Pijao
Sergio Ramírez, Premio Cervantes: “Uno escribe hasta la muerte”
Sergio Ramírez, Premio Cervantes: “Uno escribe hasta la muerte”

Por Daniel Fermín

zendalibros.com

—Usted ha escrito más de 50 libros. ¿Hay alguno que hoy no publicaría?

—Lo que uno escribió ya está escrito. Eso es parte de la historia de cada quien.

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Sergio Ramírez (Masatepe, 1942), ganador del Premio Cervantes, debutó en la novela policial en 1988 con Castigo divino, una obra en la que reconstruye un crimen ocurrido en la ciudad nicaragüense de León en 1932. En 2009, tras otros 20 libros publicados, regresó al género con El cielo llora por mí, en la que el inspector Morales, un antiguo guerrillero, investiga un caso de narcotráfico en la Nicaragua de los años 90. En Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017), su secuela, el detective, dedicado ahora a resolver casos menores de adulterio, se ve sumergido en la búsqueda de la hijastra de uno de los hombres más poderosos del país, lo que lo lleva a descubrir otras historias y vínculos en un contexto de miseria, corrupción e impunidad. Ramírez utiliza la novela negra para retratar la realidad en la que vive.

—Mucho de lo que está contado en la novela pertenece al folclore político y social del país —dice, desde su estudio en Managua, el escritor centroamericano—. Hechos que ocurren todos los días: casos de corrupción, quiebras fraudulentas de bancos, surgimiento de nuevos ricos. Ese es el ambiente que se respira y eso es lo que trato de reflejar.

El inspector Morales, otrora destacado policía antinarcóticos, retirado por develar las conexiones entre el narcotráfico y el gobierno, es un personaje que ve con desesperanza cómo el poder que ayudó a crear en su época de revolucionario se ha desvirtuado con los años. Hay, en ese desencanto, algo del propio Ramírez, antiguo miembro del Partido Sandinista, y de toda una generación que combatió contra la dictadura de la familia Somoza, y que hoy ve cómo Daniel Ortega se aferra a la presidencia tras 10 años en el mando. Ramírez, ya alejado de la política, hace literatura y no simple denuncia. Trata, además de divertir, de generar una especie de alerta en el lector, de llamarle la atención.

—Trascender más allá, pensar que una novela puede cambiar un panorama social, un estado de corrupción, o un régimen político, sería jactancioso. Fuera de la novela al escritor le queda el debate ciudadano, su libertad crítica, sin tratar de contaminar su literatura, sin convertir su obra en un instrumento político porque no funcionaría.

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Sergio Ramírez obtuvo su primer reconocimiento literario a los 12 años. Escribió un sketch cómico para un programa de radio que invitaba a sus lectores a enviar argumentos. Lo envió y ganó. Viajó a Managua a retirar el premio: dos botellas de ron Cañita. Luego, a los 14, publicó su primer cuento en el diario La Prensa. Aquello fue el inicio de una vocación que tuvo sus antecedentes en las radionovelas que escuchaba en su Masatepe natal, en las conversaciones que sostenían su abuelo y sus tíos músicos en el negocio de su padre. Porque primero fueron las historias orales, los chismes y los chistes sobre los vecinos de ese pueblo al sureste de Nicaragua que entonces sólo contaba con cuatro mil habitantes.

—Tal vez lo primero que quise ser de niño era superhéroe de historieta, que era lo que más leía. Tener poderes sobrenaturales, volverme invisible. Lo que más añoro en mi vida es poder ser invisible. Luego sentí que tenía una necesidad de contar lo que veía, que se desarrolló más tarde cuando me entrené en las lecturas.

Hijo de Pedro —un comerciante que abrió su tienda frente a la plaza del pueblo— y de Luisa —una profesora de literatura en el colegio—, Ramírez se acercó a los libros por su madre. Así leyó a los clásicos del Siglo de Oro español, a Garcilaso de la Vega, a Miguel de Cervantes, a Francisco de Quevedo; luego pasó por Federico García Lorca y por Pablo Neruda, por Rubén Darío, por José María Gabriel y Galán y por José Zorilla.

— ¿Y le gustaban?

—Algunos. Otros me parecían muy aburridos.

Las lecturas, los reconocimientos y las publicaciones en la prensa le generaron un debate que en esos años le llevó a preguntarse si la literatura era sólo un pasatiempo o una vocación, si podía vivir de escribir o tenía que dedicarse a otra cosa.

—Como yo venía de una familia de músicos muy pobres, porque mis tíos y mi abuelo tocaban en misas, bailes o procesiones, mis padres no dejaban de ver eso como una maldición de la que querían librarme al mandarme a la universidad a hacerme abogado. Yo venía de una familia muy numerosa, de 60 primos, y su empeño era que yo fuera el primero en ser un profesional. No quería estudiar Derecho. Nunca se me pasó por la cabeza.

A los 16 años, se mudó a León para matricularse en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma. En esa época afloró su verdadera vocación. El escritor Juan Aburto y el rector Mariano Fiallos Gil le abrieron las puertas de sus bibliotecas. Leyó a Edgar Allan Poe y a Guy de Maupassant e imitó a Antón Chéjov y a O. Henry.

A los 20, autopublicó su primer libro. Cuentos, se llamó. Su novia de entonces, hoy su esposa, salió a venderlos puerta por puerta; él, aterrorizado, sólo lo llevó a dos o tres librerías. Todavía recuerda cuando viajó a Masatepe a llevarle un ejemplar a su papá. Su padre, lejos de tener una reacción negativa al ver que su hijo volvía primero con un libro que con un título de abogado, le dijo que lo siguiente era escribir una novela.

—Tener un libro bajo el brazo a los 20 años era para mí definitivo. Era más importante que tener mi título universitario. Aquello fue trascendental.

Las novelas, ya se sabe, vendrían después.

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El 23 de julio de 1959 ocurrió una masacre. Ese día, estudiantes de la Universidad de León salieron a la calle a protestar contra la dictadura de Luis Somoza. Pasó esto: Soldados con ametralladoras, bombas lacrimógenas, disparos, estudiantes caídos. Sergio Ramírez estaba ahí. En 2013, al recordarlo, escribió esto: “Erick Ramírez, mi compañero de banca, estaba tendido en el suelo. Tenía un orificio en la espalda. Me arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital y cuando lo volteé vi que tenía el pecho desflorado por el balazo. Subimos a los heridos y a los muertos en taxis y en vehículos particulares para trasladarlos al hospital. Era la primera vez que entraba a una morgue. Ahí descubrí sobre una de las losas a otro compañero de banca, Mauricio Martínez. Erick y él tendidos sobre las losas esperando para ser lavados con una manguera. La cuenta total fue de setenta heridos y cuatro muertos. Ese fue el día que mi vida cambió para siempre”.

En la universidad, Sergio Ramírez no sólo se hizo escritor, también descubrió su rebeldía política. Fuera de su pueblo, lejos de su familia partidaria de Somoza, encontró en León el principal foco de resistencia estudiantil contra el régimen. Participó en manifestaciones, arengó a sus compañeros de clases, vio con envidia el triunfo de la revolución cubana. Hasta que llegó ese 23 de julio de 1959 y su huella.

—A partir de entonces tuve dos marcas: una que traía de antes, que era la literatura, y esta otra política —recuerda—En ese momento no veía estos oficios como incompatibles sino que eran dos carriles sobre los que yo iba montado.

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Sergio Ramírez se graduó de abogado en 1964. Se casó y se fue a Costa Rica para trabajar en la Confederación de Universidades Centroamericanas. Fue secretario general, dirigió la revista Repertorio, publicó su primera novela (Tiempo de fulgor, 1970). Estuvo nueve años hasta que en 1973 le llegó una beca para artistas residentes en Alemania. Ese fue el momento en el que supo, por fin, que iba a ser escritor.

—Esa fue la decisión que me indicó qué era lo que quería hacer. Tenía la opción de quedarme en Costa Rica, ser reelecto en ese cargo que me daba un excelente salario y un estatus diplomático. También tenía otra posibilidad: la Universidad de Stanford me había becado para hacer una maestría en Administración por dos años. Decidí ir a Berlín. Fue una decisión para muchos desacertada. Otra vez escogía la maldición de la música, como creía mi padre. Abandonaba el bienestar de un salario, o una maestría en Stanford, y me iba con una beca, renunciando a todo, para escribir. Mi mujer se fue conmigo. Estuvimos dos años allá y eso cambió el curso de mi vida porque después vino la revolución sandinista. La revolución me sorprendió en Berlín, me encontró como escritor.

Tras su estancia en Alemania volvió a finales de los 70 a Nicaragua, formó parte del Grupo de los Doce, integrado por intelectuales, empresarios, sacerdotes y dirigentes civiles que apoyaban al Frente Sandinista de Liberación Nacional. Fue el inicio de su carrera política, que lo llevó al Consejo Nacional de Educación, a ser vicepresidente de su país durante el primer mandato de Daniel Ortega (1984-1990), diputado de la bancada sandinista (1990-1995) y candidato presidencial independiente en 1996.

—Yo me interesé por la política porque se trataba de una revolución. Los cargos que ejercí fueron consecuencia de haber tomado el poder. Me vi metido en esta vorágine para mí irrenunciable. Lo asumo como una experiencia de vida. A veces me pregunto qué hubiese pasado si esos años los hubiese dedicado a la escritura y no la a política.

 —Aún así escribió.

—Escribí Castigo divino.

— ¿Y puede ser compatible la literatura con la política?

—Cualquier oficio es compatible con la literatura. El problema con la política no es que te quite tiempo sino que, si uno tiene una que defender una ideología, eso significa una limitación con las bases de libertad sobre la cual se sustenta la escritura. Una literatura que defiende una causa es una literatura ya medio muerta. La literatura necesita de una visión crítica completa y un estado de independencia real.

Ramírez rompió con el sandinismo al ver la dirección que tomaba el partido.  En Adiós muchachos (2009), un libro de memorias sobre la revolución, explicó el porqué de su salida: “La fidelidad ideológica a un mundo que ya no existía seguía siendo una obsesión de la vieja guardia. Nació entonces la tendencia renovadora dentro del FSLN, encabezada por mí, y como contraparte la tendencia ortodoxa, encabezada por Daniel (Ortega). Él buscó la convocatoria de un Congreso Extraordinario para dilucidar la disputa; y en ese congreso, que tuvo lugar en mayo de 1994, fuimos derrotados por la maquinaria burocrática y resulté defenestrado de la Dirección Nacional”. Fue un adiós del partido, mas no de la política. En 1996 se lanzó como candidato del Movimiento Renovador Sandinista.

— ¿Creía que podía cambiar algo?

—En ese tiempo sí. Ahora creo que no. Hacer los cambios que un país como este necesita sería una tarea titánica. Cuando me metí a ser candidato presidencial, nada menos que ante el Frente Sandinista con Daniel Ortega por un lado, y el Partido Liberal por el otro, era una empresa heroica y la hice con la energía que entonces tenía. Nos quedamos sin dinero en la medida en que perdíamos terreno en las encuestas. Eso fue lo que me quedó de la experiencia: una campaña fracasada, con pocos votos y sin dinero, con una deuda que luego tuve que pagar yo porque un candidato derrotado se queda solo.

Ramírez sumó 7.665 votos. Sólo el 0.4% de los electores.

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Cuando Sergio Ramírez iba a visitar a su madre en Masatepe en su época de vicepresidente, su madre le decía: ‘Hijo, tenés que volver a la literatura, la literatura es lo tuyo’. Dejó la política tras el fracaso de su candidatura presidencial en 1996. En 1998, ganó el Premio Alfaguara de Novela por Margarita, está linda la mar. El reconocimiento no sólo fue el comienzo de su consagración internacional sino que le ayudó a pagar las deudas que contrajo durante la campaña en su intento de gobernar Nicaragua.

—Además, me libró de una disyuntiva: antes publiqué El baile de máscaras en Alfaguara, entré a la editorial con el color de político, y el premio me ayudó a botar ese lastre, aunque todavía en los actos literarios al presentarme dicen que fui vicepresidente y eso me molesta porque fue un cargo que ejercí hace ya más de treinta años.

Hoy Ramírez está en Nicaragua. Vive con su esposa Gertrudis Guerrero, la misma que conoció en León un día antes de entrar a clases de Derecho —él con 17 años, ella con 15— y que a los 20 le ayudó a vender el primero de los más de 50 libros de su bibliografía. Llevan 53 años de casados, tienen tres hijos y ocho nietos. Han visto juntos fracasos y éxitos, como el premio Carlos Fuentes que Ramírez ganó en 2014 por toda su obra.

—Usted ya tiene 75 años. ¿Qué cree que le queda por hacer?

—Seguir escribiendo. De la escritura uno no se retira. Uno escribe hasta la muerte.


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