Revista Pijao
Eduardo Mendicutti: “Siempre ha habido novela heterosexual”
Eduardo Mendicutti: “Siempre ha habido novela heterosexual”

Por Gonzalo Gragera   Foto Jeosm

zendalibros.com

Precursor en el trato y en el retrato de tabúes y personajes marginales, en la clave para alumbrar los vicios inconfesables, cuenta con un debut sin precedente y una carrera que lo ha llevado de la prensa al cine, de la tinta deleble de los periódicos a la imagen proyectada en las pantallas.

Siempre contra las generalidades y el gusto de la mayoría, su obra prefiere tomar la idea de la autoficción –cuya definición desencadena previsibles discusiones metafísicas y facciones irreconciliables- a la de los relatos donde predomina la imaginación, con sus ciencias ficciones o sus distopías, con sus fábulas y con sus verosimilitudes o sus invenciones.  Así en Una mala noche la tiene cualquiera (1982), en El palomo cojo (1991), en Los novios búlgaros (1993) o en su reciente Furias divinas (2016).

Metódico en el oficio, Mendicutti no abandona la vocación –aunque rehúya de la palabra- que con él despertó allá en los últimos años del tardofranquismo, en la España del desarrollismo, de la clandestinidad, de los primeros avisos de apertura. Esa que, entre otros, él procuró traer, hacer posible. Nosotros,  como aquella España y aquel Eduardo Mendicutti, también debemos despertar. Abrir los ojos. Estar atentos. Si la escritura es ampliar horizontes y cuestionar esquemas, acaso este sea el sitio.

-Con años y experiencia, cuando de nuevo toca escribir un libro, ¿quién gana, la monotonía de lo que ya se conoce o el miedo al fracaso?

Ni lo uno ni lo otro. No empiezo a escribir una novela hasta que no la tengo clara y “contada” en la cabeza, hasta que no tengo el título, el argumento, la estructura, el esquema del desarrollo, incluso la extensión; cuando tengo todo eso, con los espacios inevitables para las sorpresas que siempre surgen a lo largo de la escritura, es cuando me siento “obligado” a escribirla. Llegado a ese punto, ya no hay nada que hacer, me pongo a escribir.

Pero si me preguntas por el principal obstáculo que puede salirme al paso mientras escribo, no sé si puedo llamarlo con exactitud “miedo a la monotonía”, pero sí tiene que ver con la disciplina y perseverancia imprescindibles. Escribir una novela es una trabajera diaria, muchas veces puede apetecerme dejarlo todo empantanado y largarme a hacer cosas más inmediatamente gratificantes. En cuanto al miedo al fracaso, creo que no tiene sentido; de hecho, me parece equivalente al miedo al éxito. Ambos miedos son artificios demasiado pretenciosos. Ninguno de esos miedos procede, si quieres escribir una novela.

-Lo que usted nunca va a permitir es la escritura como sinónimo de ocio o de dispersión. Porque desconfía de quien dice que escribir es divertido.

Claro que desconfío de la escritura como divertido entretenimiento personal, escribir es un trabajo, en muchos casos un pluriempleo. Para mí lo ha sido durante años. Una profesión más bien poco creativa, aunque vistosa, por la mañana – secretario general de una asociación de empresas de consultoría –, y una profesión creativa, literaria o periodística, por las tardes. Esquizofrenia pura y dura, de acuerdo. No entiendo a quienes se “divierten” escribiendo, incluso si utilizan el registro del humor. En ese caso, los que tienen que reír o sonreír son los lectores. Por supuesto, uno puede tener subidones mientras escribe, son pequeñas palmaditas en la propia espalda que uno se puede permitir de vez en cuando. Pero para divertirme, hago otras cosas. Tampoco me voy a poner ahora a enumerarlas.

Pero tal altura de exigencia es peligrosa: de tomarnos tan en serio un asunto podemos darlo por imposible.

No, si confías mínimamente en tu propio talento, y si sabes también que todo talento es limitado. Incluso muy limitado, no pasa nada por asumirlo. Yo siempre he sabido que puedo escribir y contar bien, y nunca me he permitido exigirme que tengo que hacerlo perfecto. La perfección está perfectamente sobrevalorada.

Quizá por eso se sirve de la fuente del humor en los personajes sobre los que trabaja. Para hacer amena la exigencia. Dentro del humor, ¿mejor la gracia o la broma?

Pues no del todo. No sé si conviene mucho utilizar el humor como un ingrediente sólo o principalmente porque conlleva amenidad. A mí el humor que más me interesa es el que implica desafío. Incluso delito, si hace falta. También en algunas ocasiones, en algunos personajes, el humor es una forma de resistencia, de supervivencia, de defensa, de protección. A mí me gusta mucho el humor como arma política no demasiado explícita. El humor solidario. De izquierdas, porque hay un humor de izquierdas y un humor de derechas, claro que sí. Hay un humor con un subsuelo crítico y peleón. Por supuesto que una de las virtudes del humor es también la amenidad, y bienvenida sea.

En cuanto a la gracia o la broma, preferible la gracia, claro. Pero no le hago ascos a las bromas. A veces encajan bien con los personajes. Sobre todo, si la novela está escrita en un registro coloquial. En no todos los personajes, en su voz, es aceptable un humor muy elaborado.

-Poca gracia, ninguna broma, fue lo que le sucedió con su primer libro. Lo escribe, gana un premio y…

No se publica. Un premio importante entonces, el Sésamo de novela corta, con un jurado fantástico: Grosso, Hortelano, Ferres, Ramón Hernández… Un informe negativo de la censura de la época. Una pésima experiencia. He releído la novela hace poco, porque me propusieron editarla ahora, y no he querido, demasiado inexperta, a pesar del premio, demasiado deudora de los experimentalismos de la época. Sin una pizca de humor. Eso sí, ahora comprendo perfectamente que la censura la bloqueara. Yo era demasiado osado. Y aquel jurado también lo fue.

-No me quiero imaginar lo que supone para un autor inédito. De hecho, creo que es lo más frustrante que puede ocurrir. No es que no ganes o no te publiquen, es que te admiten el manuscrito y, del mismo modo, lo rechazan.

Poco que añadir, lo has descrito perfectamente. Yo tenía veinticinco años. De hecho, dejé de escribir durante algunos años. Saqué la conclusión de que no podía escribir tal como quería, sobre lo que quería; desde luego, que tenía que disfrazarme de “otro” para publicar. No volví a sacar la cabeza, a pesar de algunos premios menores, hasta casi quince años después, cuando me empezó a editar Tusquets. Bueno, podría haber sido peor, podría haber tirado definitivamente la toalla. Claro que, ahora que lo pienso, habrá alguno que considerará que era lo mejor que podía haber hecho… Vale, esto último ha sido una broma un poco casposa, la verdad.

-¿Y por qué se sacude decepciones y se anima a seguir?

Pues no lo sé muy bien. No creo en eso que llaman vocación. Vocación literaria: me da hasta un poco de grima. No sé muy bien por qué uno escribe. En mi caso, a lo mejor porque es lo único que siempre he sabido hacer medianamente bien. Y porque tengo un cierto instinto para el lenguaje. El deseo de contar es común a mucha gente, el instinto para el lenguaje, para la palabra, no lo tiene todo el mundo, por mucho que se empeñe en escribir. ¿Por qué me sacudo las decepciones y sigo? Vamos a llamarlo fatalidad.

-Pasada aquella anécdota, y valorando su carrera, ¿se ha censurado más de lo que le han censurado?

Nunca me he censurado a mí mismo, de verdad. Me han censuraron alguna vez más de aquella, hace años. Recuerdo haber ganado, muy jovencito y en competencia con lo más granado de los escritores de entonces, un premio de relatos de una revista literaria. Me pidieron un “autorretrato” para publicarlo junto al relato premiado, y volví a ser osado, o quizás solo un inconsciente de tomo y lomo. Me dijeron en la revista que aquello no se podía publicar. Poco más. Ni siquiera he sufrido lo que puede llamarse “censura comercial”. En Tusquets Editores han sido desde el principio extraordinariamente respetuosos, cómplices y generosos con todo lo que yo les he ido entregando. Y eso que mis novelas a veces han funcionado bien, otras veces, no tanto.

-Una constante en su trayectoria es el retrato del personaje homosexual, ejercicio con el que trata de paliar la discriminación que tantas veces padecen. Centrar las tramas de sus libros en torno a la homosexualidad le ha llevado a que le consideren un escritor de literatura homosexual. Me pregunto si al etiquetar a personas que tan sólo tienen un determinado gusto sexual tras un tipo de literatura –novela negra, de ficción, histórica- no se les está excluyendo, no se les está encasillando. La reivindicación en contra de la discriminación resulta otra discriminación.

Si eso es así, y a veces lo ha sido, la culpa no la he tenido ni la tengo yo. Yo no he cometido ningún delito para que se me pueda discriminar. Escribo lo que quiero y como quiero, y he tenido siempre unos editores que me lo aceptan y promocionan mis libros sin ningún tipo de restricciones. Dicho esto, si etiquetan mi trabajo como literatura homosexual o se me etiqueta a mí como escritor homosexual, de verdad que no me importa absolutamente nada. Incluso lo defiendo. Se me arremolinan los chícharos, como decían en mi pueblo, cuando insisten en considerar, por principio, lo homosexual como peor, menos interesante, más limitado que lo heterosexual. Si alguien, llevado por esos prejuicios, no me lee, que no me lea, eso que se pierde, tampoco por eso se va a hundir el mundo. Peor me parece que el mundo académico y la crítica de este país haya sido tan homófoba, tan ignorante, eso es de catetos. Algo está cambiando eso con las nuevas generaciones, desde luego que sí. Algo.

-Sin abandonar del todo ese asunto, le he oído decir que sólo un homosexual puede escribir sobre homosexuales. ¿Es indispensable la condición del escritor, su experiencia personal o sus afinidades, para construir la caracterización del personaje?

Yo creo que sí. Por suavizarlo un poco, creo que es preferible. Sé que suena un poco brutal, pero también estoy harto de cómo la literatura, el cine, el teatro hecho por heterosexuales se refiere a los homosexuales. En el mejor de los casos, son paternalistas, condescendientes, ignorantes, llenos de prejuicios. Conocemos películas, novelas, obras de teatro, incluso de mucho éxito, que son más que reprobables en ese sentido. Brokeback Mauntain, por ejemplo, conforme más la veo menos me gusta. Es verdad que el relato en que se basa, de Annie Proux, parece otra cosa. Parece. Tiene a su favor que Annie es una mujer, tiene en su contra que no es un gay. Además, creo que sería deseable que escritores y cineastas heterosexuales hablen de hombres heterosexuales y de asuntos heterosexuales, que las mujeres hablen de mujeres, que las lesbianas hablen de las lesbianas, que los gays hablen de los gays. Ya está bien de disfraces. Todas las grandes heroínas de Tennessee Williams son gays disfrazados, suplantados. Madame Bovary no deja de ser una mujer, y un adulterio de esa mujer, vistos por un hombre. Por supuesto que Madame Bovary es una novela cumbre, pero si Flaubert hubiese sido una mujer, con idéntico talento, la habría escrito de otra manera. Flaubert dijo: “Madame Bovary soy yo”. Lo siento, no es verdad. No puede ser verdad. E insisto: eso no afecta nada a la calidad de la novela. Solo la hace inconfundiblemente heterosexual. Porque hay, ha habido siempre, novela heterosexual, claro que sí. Y ahora, que me lluevan improperios…  (Risas)

-Entonces debemos asumir que los escritores no tienen empatía para desarrollar una personalidad que no es suya. O peor: no tienen imaginación. Buen asunto.

He intentado que esto quede claro en mi respuesta anterior. Claro que pueden tener “empatía”, pero la empatía es un sentimiento sobrevenido. Y claro que algunos tienen mucha imaginación, pera la imaginación es una virtud postiza. Nada que objetar. Solo digo que, desde la empatía y la imaginación se ve siempre a los gays de “otra manera”, si no es un gay quien escribe desde dentro. Y lo mismo pasa con las mujeres, y, por supuesto, con los heterosexuales. Supongo que por eso hay pocos heterosexuales y pocas mujeres en mis novelas… (Risas)

-Mejor observar que imaginar.

Mejor, no. Distinto. Y lo mejor es saber, conocer, vivir, sufrir, disfrutar. Ya sé que todo eso también se puede hacer con la imaginación. Pero imaginar por dentro a una persona con la que no compartes asuntos fundamentales, es, siempre, imaginar a una persona irreal. Por bien construida que parezca, por bien construida que esté, por verosímil que parezca, es irreal. En el fondo, nada que oponer. Pero no me gusta un pelo cuando se trata de gays.

-Muchas veces se califica –o clasifica- su literatura como “comprometida”. Si es así, ¿qué diferencia a una novela de un panfleto?

Una literatura comprometida, si es verdadera literatura, no puede ser ideológicamente monolítica, indudable, inmutable. El panfleto, en cambio, siempre lo es. La literatura, también la “comprometida”, no puede obedecer a un dogma. La literatura admite, incluso necesita dudas, vacilaciones, sugerencias, contradicciones. Un panfleto, nunca. Y eso que ha habido, hay, panfletos maravillosamente bien escritos.

-Ese compromiso en sus novelas da voz a aquellos que quizá nunca lleguen a publicar una novela: semianalfabetos, individuos marginados por la sociedad de su tiempo, niños.

Es verdad lo que se dice: la historia la escriben siempre los vencedores. La novela puede, yo creo que debe dar voz a quienes nunca la tienen en el debate público, en la historia de los pueblos, salvo en el caso de las revoluciones. A través de las novelas, de algunas novelas, los vencidos, los marginados, los desamparados, los que no tienen recursos culturales o lingüísticos convencionales incorporan su voz, sus biografías, sus padecimientos y sus disfrutes a la crónica del tiempo que les tocó vivir. La novela completa la historia por su lado más débil, más ignorado, más desatendido. Sin la voz de los perdedores de todo tipo la historia es un fraude. Ahí está la función de la novela.

-Digamos que en la página le da la palabra a quien, en principio, tendría difícil manifestarla. En la novela habla quien no podría escribirla. Es curioso.

Algunos podrán hablar de suplantación, ya lo sé. Algunos no tienen problema alguno en identificarse con la narración verbal o escrita de los vencedores, y desconfían de que un escritor pueda identificarse con la voz verbal o escrita, con la narración de los vencidos. Un travesti con poca formación cultural y lleno de tics verbales de poco pedigrí también tiene derecho a decir lo que quiera, y si un escritor es capaz de recrear literariamente esa voz, la única obligación que tiene es no falsificarla.

-Sospecho que, por otra parte, escribir es compartir la experiencia personal con el otro, quien es una prolongación del nosotros.

Naturalmente. Pero insisto: escribir es, sobre todo, una fatalidad.

-De ese modo, ¿somos ingenuos si asumimos que un libro puede cambiar la mentalidad de una sociedad? O bueno, menos humos, de un lector.

Claro que no. Esa “ingenuidad” es imprescindible para escribir un libro. Yo, con que alguno de mis párrafos haga pensar un momento a alguien, con que alguna de mis historias pueda emocionar a alguien, me doy por satisfecho.

-Pero usted ha comentado que se equivoca el escritor que piensa en el lector.

La experiencia me ha enseñado que un libro, una novela, no puede interesar, gustar a todo el mundo, a todos los lectores. Pensar en el lector cuando se está escribiendo una novela es, además de una tontería, un error morrocotudo. Adaptar la escritura, la narración a ese posible lector ideal, me parece sencillamente ridículo. Por eso solo pido a los lectores que nunca pontifiquen, que nunca digan: este libro es horroroso, este libro es genial. Casi siempre podría demostrar que una novela mía que no le gusta nada a alguien, entusiasma a otros. Y al contrario. La opinión de un lector no es dogma de fe. Ni a favor ni en contra de un libro Entre otras cosas, porque cada libro es distinto según cada lector que lo lee. Lo mejor que puede decir un lector de un libro es: “me parece” excelente”, “me parece” pésimo. Los dogmas, para el papa de Roma.

-¿Dónde está la diferencia entre la redacción y la escritura?

La redacción es plana; la escritura, creativa. Por cierto, siempre me ha parecido un error encargar a los escolares “una redacción”. Parece una invitación a la pereza con las palabras y con las frases, una invitación a la simple corrección gramatical. Deberían decirles a los alumnos, simplemente: por favor, escribid sobre esto. Y el que tenga instinto para la palabra y para la armonía de la escritura, lo va a demostrar.

-¿Quizá esas dos palabras sean las que distingan al periodismo de la literatura?

No creo. El viejo axioma periodístico de la objetividad, que afecta naturalmente no solo a cómo se describe sino a cómo se escribe, me parece una antigualla. Prefiero mil veces a un periodista que sabe escribir y escribe, al que se empeña en solo redactar, habitualmente porque no da para más.

-Pero hay veces en que convergen. Y entonces qué.

Entonces, nada. Un periodista que escribe bien es gloria bendita. Un periodista que solo redacte bien, además de resultar plomizo, no te garantiza mayor precisión ni objetividad.

-Muchas veces ha tomado su pueblo natal como lugar para el desarrollo de la trama. ¿Cómo huir de un atributo que muchos miran con recelo, el localismo?

Ni idea. Yo ya no tengo edad para huir de nada. Cansa mucho.

-Porque el lugar sobre el que se proyecte una obra da exactamente igual. No interviene en la calidad de esta, ¿no?

Evidentemente. Si esto no fuera así, tendríamos que descalificar la mitad al menos de la narrativa universal.

-¿Y por qué escribir de Sanlúcar es localista y no lo es de Madrid?

Ni idea, otra vez. Sólo se me ocurre decir que la imbecilidad está muy extendida.

-¿El buen escritor es el que traiciona a sus obras anteriores con el último libro que publica?

Como que no. De hecho, siempre he preferido al escritor que no traiciona nunca a sus libros anteriores. Escribir cada vez como  si el que escribe fuera  “otro” diferente al que escribió sus libros anteriores sólo me parece circo.


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