Revista Pijao
Poetas oficiales de una aurora rojo shocking
Poetas oficiales de una aurora rojo shocking

Por Alfredo Grieco y Bavio

Acaso Marx no fuera marxista, como a él le gustaba insistir. Trotsky sí era trotskista, como a él nunca le disgustó admitir. Chisporroteantes chicanas izquierdistas chamuscan las páginas de su Historia de la Revolución Rusa. Y desmarcan con nitidez al líder exiliado y asesinado en Coyoacán de tantos memoriosos o desmemoriados protagonistas de las violentas jornadas marxistas-leninistas de octubre de 1917. La aurora rojo shocking dio fin a un milenio de autocracia zarista y comienzo a un siglo de dictadura del proletariado estalinista. No un sollozo sino otro estallido derrumbó en 1991 aquella Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Se busca componer un panorama servicial de las tres primeras décadas de la literatura ruso-soviética. ¿Cómo empezar a narrar sin anteponer una crítica despectiva de los relatos recibidos, ingenuos o sentimentales, de los ‘treinta gloriosos’, de esa treintena de años únicos de la vida literaria soviética? Porque, ortodoxa o disidente, popular y erudita, se parece muy poco a las imágenes ingenuas o sentimentales que buscan ilustrarla en esta página, a los acorazados Potemkin en el puerto austral de Odesa y a las masas tomando el poder en el Palacio de Invierno en el puerto boreal de Petrogrado, a Lenin perorando en su tribuna y a Stalin taciturno en su politburó, al montaje cinematográfico y al constructivismo del diseño gráfico, a fríos ingenieros y místicos ardientes, a yogis y comisarios, a huelgas generales y líneas no menos generales, a lunes de revolución y oscuridades a mediodía.

Nada de todo ello falta, con dosis vigorosas, en épicos filmes de época hollywoodenses como Rojos de Warren Beatty o Julia de Fred Zinemann y en reportajes como Diez días que conmovieron al mundo de John Reed, un precursor de Tomás Eloy Martínez, John Anderson y la proliferante crónica americana. Hay ganados y mieses, koljoses y fábricas, botas y aceros, y cantos de amor a Stalingrado, pero desnudos de ética y patetismos, de la intensidad y altura de Pablo Neruda o Paul Eluard.

Cuando la Revolución bolchevique triunfó en 1917, no tenía ni un programa ni un personal literario que relevara al de las élites culturales moscovitas o peterburguesa, ni urgencia alguna por proveerse de ellos. Su primer efecto sobre la vida literaria fue puramente negativo: desvió el papel y las imprentas disponibles a la actividad de propaganda de un país que estaba en guerra contra sí mismo y contra los imperios alemán, austríaco y otomano. Pero esas mismas élites tomarán a su cuenta y riesgo el entusiasmo revolucionario, y nuevas escuelas poéticas pululan, se encabalgan y se combaten en un pintoresco desorden. Al vagaroso simbolismo de Alexander Blok siguió el exasperantemente preciso acmeísmo o imaginismo de Ossip Mandelstam y Ana Ajmátova, y a estos suceden los impresionistas como Marina Tsvietáyeva, los futuristas, los constructivistas y aun los expresionistas. Todos rivalizan de audacia en la forma y aun en las ideas, movidos por la convicción de que la Revolución ha liberado las artes. En el país de Jauja o Cucaña de sus aventuras y búsquedas vanguardistas, la ininteligibilidad, como tantas veces en estos casos, se volvía prueba y garantía de segura originalidad.

La poesía tendía hacia formas tanto más herméticas y la poética hacia teorías tanto más formalistas cuanto más amplia y extendida se volvía en las artes la hegemonía del elemento primero folklórico y militante y después nacional y popular. Estas contradicciones no podían durar demasiado, y pronto el Estado soviético tuvo a bien señalarlas.

En el centenario de la Revolución Rusa, cuando muchos estudiosos como Tony Brenton insisten en que el bloque soviético y el ‘Segundo Mundo’ fueron un monumental callejón sin salida de la Historia, comparable con el Imperio Inca, la estima por aquellas doctrinas literarias formalistas, vía Praga, París, Harvard y onerosas traducciones barcelonesas o chilangas, no ha perdido lustre en regiones periféricas hispanófonas del ex ‘Tercer Mundo’. En Argentina, como diría Arlt, las hijas de los tenderos van a la Facultad de Filosofía y Letras para aprender qué es el formalismo ruso y, una vez graduadas, ganan concursos de profesoras repitiendo aquella pamplina consternada, como diría Borges, de que la Teoría Literaria nació en 1917 con “El arte como artificio”. En este artículo-manifiesto, el alevoso Viktor Shklovski, no sin una cierta tolerancia por la perogrullada, declaraba que la obra de arte literaria es ante todo la sumatoria de los procedimientos contenidos en ella.

Desde antes de la Guerra europea que estalló en 1914, Vladimir Maiacovski se había hecho notar tanto por su genio para el escándalo publicitario como por su talento para componer versos libres. Había entrado en la poesía sacudiendo la prosodia, el vocabulario, la sintaxis y la tipografía, y desde luego cualquier forma de decoro. Después de colaborar en el panfleto futurista Bofetada a la opinión pública, su poema “Nube en pantalones” fue un desafío al sentido común y a la decencia, esos dos pilares del espíritu pequeño burgués. Con la Guerra Mundial y la Revolución bolchevique, encontró dos temas a su medida; la revolución, sobre todo, proveyó materiales suculentos a este regocijado fabricante de hipérboles exhibicionistas. Miembro del Partido Comunista, quiso ser el poeta oficioso y aun oficial del Régimen. Escarnece el mundo burgués y glorifica al universo bolchevique en el aristofanesco Misterio bufo; ataca al belicoso presidente demócrata Woodrow Wilson y a los Estados Unidos capitalistas e internacionalistas.

Maiacovski, se ha dicho, sacó al futurismo del laboratorio y lo llevó a la calle. Quería que lo entendieran, y nunca retrocedió delante de ningún medio para hacerse entender. Su lengua es elíptica y popular, es la arenga de un tribuno desencadenado que perora en verso libre con comparaciones inesperadas, metáforas colosales, visiones apocalípticas. Se vuelve la banda sonora que tronará en toda la Unión Soviética, un tren transiberiano silbando por altoparlante desde Moscú hasta Kamchatka.

Maiacovski escapa a todas las clasificaciones. Fue la encarnación verbal, más que poética, del cataclismo revolucionario. Tal exaltación no podía perdurar indefinidamente. Es propio de la índole de los paroxismos terminar con un retorno a la calma. O con la muerte: sólo la muerte está a la altura de la perfección del mito. Poco a poco, la burocracia revolucionaria fue quitándole lugar a la revolución lírica. Las truculencias de Maiacovski se mitigaron, su fuego se hizo más frío. El abofeteador de la opinión pública se vio obligado a inclinarse ante una nueva opinión pública más férrea pero a la vez más irritable y susceptible que la anterior. Había sentido el dolor de no gustar a Lenin; algunas de sus piezas fueron prohibidas. Empezó a sentirse asfixiado, desilusionado: “La barca del amor se estrelló contra la vida cotidiana”. En 1930 se suicidó; escribió: “Muero, no acusen a nadie; madre, hermanas, nada de pantomimas, por favor, el difunto abominaba de ellas”. Desheredado de la promesa, murió víctima de sí mismo: la fatalidad de los cuerpos, las leyes de la noche lo perseguían desde hacía mucho tiempo.

 

Con información de la Revista Ñ (Ar)


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