Revista Pijao
Este sol espectral de la infancia
Este sol espectral de la infancia

Por Marta Fernández

Especial para Jotdown (ES)

Le perseguía la sombra de la muerte de los que amaba. La sombra de las vidas interrumpidas. Y para exorcizarla, inventó un niño sin sombra. Un niño congelado en el territorio sin tiempo en el que nadie agoniza. Un niño que no puede crecer. Atrapado en Nunca Jamás. En Nunca Jamás para Siempre. Eso sí que es retorcer una paradoja. Se llamaba Peter Pan y vivía con las hadas. «Se contaban historias extrañas sobre él, como que cuando los niños morían, él los acompañaba parte del camino, para que no tuvieran miedo».

El viaje no era desconocido para James Matthew Barrie. El escritor que le arrancó a Peter la sombra —y con la sombra, la posibilidad de ser hombre— conocía bien la muerte. La primera fue la de su hermano, David, el favorito de su madre. Cuenta la leyenda familiar que Barrie pasó años intentando equilibrar esa pérdida. Invocando el fantasma del hijo perfecto que se marchó al país de Nunca Jamás la noche antes de cumplir los catorce años. El pequeño Jamie evocaba sus maneras. Imitaba sus formas. Un día le descubrieron vistiéndose con sus ropas. Tenía seis años y ya quería ser otro: un niño que no crecería, uno que no se marchara, dorado y eterno como su hermano. Cuenta también la leyenda, la leyenda negra de la familia, que siempre tuvo envidia de aquella perfección inmaculada del mayor. Y sobre todo, del amor incondicional de su madre.

El fantasma de David se quedó como un borrón denso de culpa que fue expandiéndose con los años. Por eso Barrie nunca vio la necesidad de crear al Capitán Hook. Porque había comprendido que el infierno estaba en Peter. Lo sabía lo que quedaba del pequeño Jamie porque cargaba con la sombra que su personaje había perdido. La que se había fundido en la tumba con el cuerpo muerto del hermano.

Será por eso que cuando tuvo que crear la némesis de Peter Pan le salió un adulto con la infancia mutilada. Los tramoyistas del teatro necesitaban colar un acto para manipular los decorados en un cambio de escena complicado. Y Barrie inventó al Capitan Hook —una especie de Ahab cruzado con un protocaballero de Eton—. Un villano con todas las pulsiones caprichosas de un mocoso. Un pirata obsesionado con la sangre y la muerte. Barrie sabía bien de qué estaba hablando.

«J. M. tenía algo fatal para aquellos a los que amaba. Todos morían». Lo dijo D. H. Lawrence. Y tenía razón. Se fueron uno a uno los que un día le importaron. Los que no tenían que irse porque eran más jóvenes. Los niños a los que Peter Pan acompañaría en su camino al reino de Siempre Jamás, la Muerte.

Murió Sylvia Llewelyn Davies, la madre de los hermanos prodigiosos. Habían compartido en los jardines de Kensington el milagro de los niños capaces de inventar el mundo. Ella llevaba cinco años casada cuando se conocieron. Cinco años como cinco hijos. Y Barrie no tuvo más que frotar para sacar la chispa del fuego fundacional del niño que no crece: George, Jack, Peter, Michael y Nico. Para ellos inventaba el escritor sus juegos: se vestían de piratas y se plantaban ante el objetivo de la cámara del amigo de mamá. Sus aventuras no parecían salir de la mente de un adulto. Porque venían de un lugar más recóndito: del velo etéreo de la infancia que en su memoria era la sábana de un espectro. Con los pequeños Llewelyn Davies, en el círculo mágico de la representación de Nunca Jamás, Barrie invocaba la felicidad intangible de sus seis años.

Pero la muerte tenía preparados más fantasmas. Iba a pulverizar todo lo que amaba para dejarle bajo la lluvia de cenizas de su recuerdo. Y allí agonizaba J. M. Barrie, asfixiándose en las sombras descompuestas en partículas. Como el cuerpo de George —ya en el bando de los adultos— despedazado en una trinchera de la Gran Guerra. Como Michael ahogándose junto a un amigo —que en realidad era amante— cuando los años veinte todavía eran felices pero ellos no podían proclamarlo. Como Peter que se quitaría la vida mucho más tarde, incapaz de arrastrar al otro Peter de ficción al que llevaba cosido con puntadas que le laceraban.

Todos congelados en el sueño final. Sin posibilidad ya de crecer. Sin más obra que representar que la del epitafio. Sin nada más que el silencio. «Que Dios maldiga a quien escriba mi biografía». La advertencia de Barrie era inútil. Todo lo que había que decir lo había dicho él con la turbia historia del adulto que no quiso salir de los jardines de Kensington.

En aquel recreo palpitaba la misma luz de la tarde dorada de Charles Lutwidge Dodgson. Y en el profesor de lógica, la sombra de las mismas visiones. De la infancia que se muere. De la ingenuidad feliz y perpleja, sacrificada en el altar de la madurez. De los corsés. De las convenciones que no nos dejan ser lo que queremos. El reverendo Dodgson conocía bien la historia. Se había convertido en un fantasma de sí mismo. Se había tenido que inventar a Lewis Carroll para invocar a ese niño que fue —ese niño zurdo, tartamudo, ligeramente estrábico, de pensamiento científico, poético y disociado—.

«Por alguna razón su infancia dejó una huella indeleble. Se quedó en él y no pudo deshacerse de ella. Gracias a que la infancia permaneció de ese modo inalterable pudo hacer lo que ningún otro: volver a ese mundo, recrearlo para que nosotros seamos niños de nuevo». Virginia Woolf supo ver aquello que había resistido en Carroll. Pero también pagó un precio: se quedó deambulando por un reino espectral en el que ya no quedaba nadie.

Es difícil decir quién era el real y quién el reflejo: si el profesor de lógica o el prestidigitador que contaba cuentos a las niñas en excursiones por el río antes de que se desatara la tormenta. Carroll es como su Alicia, que ya más allá del espejo, no sabe si es la soñadora de un mundo imaginario o la soñada en el imaginario de otro. Dodgson Carroll es uno y dúo. Monolítico y poliédrico. Normativo y desquiciado.

Decía André Breton que el sinsentido en Carroll era una decisión vital. La única posible. La que le lleva a inventar las palabras-maleta y el mundo subterráneo donde se puede convertir el lenguaje en laberinto para que jueguen las niñas. La vida es un cuento contado por un matemático loco, lleno de lógica y de metáfora, que no significa nada. O que lo puede significar todo. Pero el reverendo no estaba dispuesto a vivir sólo en la cara de la sombra. Buscaría de nuevo la cálida luz de los primeros años. Y allí, sobre el agua del río, encontraría a Alicia. A su Alicia. Alicia Lidell. La niña arquetipo. La que tenía que perpetuarse en un grabado de Tenniel. O en la foto en la que languidece casi convirtiéndose en adolescente.

Los espectros de las niñas son obstinados. Lo fue la Annabel Lee de Poe. Viva despertó la envidia de los ángeles. Muerta daba miedo a los propios demonios. Y entre un mundo y otro pasa de ser amada a idolatrada: siempre presente en el presente del que estaba destinado a ser su esposo. Es Annabel Lee el ectoplasma perfecto. El que nunca se apaga. El que se queda pegado al alma. Al lugar donde se forman las inspiraciones. Escribir es invocar los fantasmas con palabras. Volver al territorio donde eran de carne. A esa infancia que a veces se rompe y se estrella. La que se queda como un pedazo de cristal clavado en el centro inexpugnable de nuestros recuerdos: convertida en una lente que lo matiza todo.

Son las infancias raras. Niños que al dejar de serlo dejan también una tarea pendiente. Un juego no satisfecho. La ingenuidad desintegrada. La imperfección de los padres revelada. Niños que pasan al otro lado cargando con una deuda no resuelta. Aquello que no cumplieron vaga por sus corredores como en una casa encantada. Deja oír su voz clara y diminuta. Resuena para llenar sus obsesiones y sus páginas. «Los adultos son solo niños obsoletos con el inferno dentro». Lo sabía Doctor Seuss, que nos enseñó a buscar siempre el recodo iluminado.

Esos niños obsoletos utilizarán las palabras como retrovisores. Pescarán en el estanque del tiempo los instantes fugaces del pasado. Como Walt Whitman, niño tipógrafo que se quedaría para siempre jugando con las letras en sus cajas. Como Ana María Matute, navegando aún en sus galeones de juguete. Como Nabokov en la Rusia que ya no existía. Como Salinger, atrapado en el umbral de la adolescencia preguntándose por los patos. Como Sylvia Plath, achicharrada por la descarga de la madurez y de los últimos días suicidas de la infancia. Lo dejó escrito Marcel Proust en un título que era una declaración de intenciones: En busca del tiempo perdido. Allí también habitaban los fantasmas.

Fantasmitas pequeños y muertitos como los niños de Edward Gorey. Un abecedario completo de parvularios destrozados. Criaturitas macabras muriéndose para alcanzar la gloria de todos los Peter Pan. «Clara consumida sin remedio. Kate golpeada con un hacha. Basil atacado por los osos. Xerxes devorado por ratones. Neville desvaneciéndose en ennui». Fundidos en la sombra que solo puede coser la muerte.

La sombra que nos nubla las páginas. Lo sabía bien aquel poeta que se enamoró de una niña. Aquel hombre triste al que la vida le iba negando todo justo cuando parecía alcanzarlo. Antonio Machado, rodeado de los espíritus de lo que no pudo ser: de la vida en París, de Leonor, del discurso que nunca llegó a leer en la Academia, de la dignidad insultada. Dicen que su último verso es apócrifo. Que de pura perfección tenía que ser falso. Un papel arrugado en el bolsillo, como un amuleto que en la antesala de la muerte le protegiera con los escudos del pasado. Nueve palabras para invocar a los fantasmas felices. Nueve palabras para trasladarle al patio en el que jugaba. Nueve palabras para conjurar las sombras: Estos días azules y este sol de la infancia.

Siempre este sol espectral de la infancia.


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