Revista Pijao
Aparición de los negros en las letras españolas
Aparición de los negros en las letras españolas

Por Santiago Auserón

Jotdown (Es)

El tipo jocoso del negro músico y lenguaraz surgió en las coplas, se instaló en el escaparate de la vida social que fue el teatro ligero e hizo su aparición en la incipiente novela. Los poetas jugaron a imitar las alteraciones que el «habla de guineo» hacía sufrir al castellano y a reproducir con pies métricos su ritmo musical, contagiados por la viveza de las jergas de germanías en ambientes donde la rítmica sincopada de los africanos despertaba un viejo poso de sonoridades mestizas. En sus obras dejaron constancia de un sorprendente estado de proliferación de la lengua muy distinto del marmóreo ejercicio de erudición aprendido en los colegios jesuitas, relacionado con la movilidad social y con el hechizo expansivo de las modas musicales de la época. Coplas con estribillos marcadamente rítmicos, bailes con nombres propios que retumban con afán de mito efímero, revelan una erótica de la fonación complementaria de la expresión danzante de la libido denunciada por los censores. A lo largo de los dos siglos siguientes a la invención de la imprenta, una marea musical y poética llevó en España la tradición oral hasta su extremo desarrollo. Esa actividad febril amplió el radio de acción de las canciones tanto como era posible antes del advenimiento de la era electrónica. Este es un aspecto de la literatura del Siglo de Oro poco tenido en cuenta hasta la fecha.

La presencia de africanos en la Península llegó a ejercer un influjo que los datos demográficos no explican. Los primeros rastros literarios pueden ayudar a comprender el significado de este hecho un tanto hermético. Los negros y su música aparecen primero, de forma todavía borrosa, en la literatura gallego-portuguesa: don Lopo Lias, nacido probablemente en Lugo, escribió en la primera mitad del siglo XIII una cantiga de escarnio que empieza diciendo: «En este son de negrada / haré un cantar». Está dedicada a un infanzón de Lemos a quien se reprocha su falta de aliño, el vestir un brial de tejido arábigo importado de Sevilla, ciudad recién reconquistada a los musulmanes. «Son de negrada» tiene en ese contexto un carácter particularmente despectivo y se refiere a la música de gente de piel oscura —moros norteafricanos o esclavos negros— que ya en la Edad Media era reconocible como adecuada para cantar coplas de escarnio en lengua de cristianos, aunque fuera con intención de producir un efecto grotesco.

En las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio, escritas poco después, la figura del negro aparece como presencia demoniaca. Una de ellas presenta a un monje «bueno, casto y muy fiel», acosado en su lecho por unos simbólicos puercos a las órdenes de «un hombre negro de color» que les incita a que no dejen conciliar el sueño al pobre clérigo. Este pide auxilio a la Virgen, que aparece en hábito de pastora provista de una vara, con la cual dispersa a «aquella compaña del malvado demonio». El tema de la tentación del monje era tradicional en los relatos de los padres eremitas. La cantiga acentúa el tratamiento rústico y elige a un negro como representante de Satanás. Es la primera vez que un negro toma la palabra en nuestras letras, pero no es hombre, sino diablo, y habla gallego-portugués. En el marco de la poesía gallego-portuguesa, la negritud es todavía una presencia distante, son extranjero o alteridad que simboliza el pecado.

Hacia 1335, Don Juan Manuel, sobrino del Rey Sabio, recoge en El Conde Lucanor un cuento árabe destinado a hacerse famoso. Un rey avaricioso e incauto se deja engañar por «tres omnes burladores» y «muy diestros en fazer paños» con la propuesta de financiar un vestido que solamente será visible para «omne que fuesse fijo daquel padre que todos dizían». El rey calcula el beneficio que obtendrá al quedarse con los bienes de los súbditos —previsiblemente numerosos— que no alcancen a ver el tejido milagroso, «ca los moros non heredan cosa de su padre si non son verdaderamente sus fijos». Los tejedores se encierran en un palacio con «mucho oro e plata e seda e muy grand aver» para acabar de urdir el engaño. El rey envía emisarios a comprobar el paño, pero ninguno de ellos se atreve a decir que no lo ve, por no ser acusados de bastardos. Cuando se decide a comprobarlo por sí mismo, los tejedores le muestran la labor, ensalzan cualidades inexistentes, ante lo cual el rey, creyendo que todos los testigos previos han visto lo que él no alcanza a ver, exagera entre los suyos las maravillas del tejido. Llegado un día de señalado festejo, todos aconsejan al monarca que vista el paño maravilloso. Con malicioso esmero, los tejedores hacen de sastres para cortar y coser el traje imaginario, de mayordomos para ayudar a vestirlo. El rey, «vestido tan bien commo avedes oído» —es decir, desnudo— se pasea a caballo por toda la villa sin que nadie ose desengañarle; lo cual —anota el infante socarrón— «le avino bien, que era verano». Hasta que «un negro, que guardava el cavallo del rey e que non havía que pudiesse perder, llegó al rey e díxol: —Señor, a mí no me empeçe que me tengades por fijo de aquel padre que yo digo, nin de otro, e por ende, dígovos que yo so çiego, o vos desnudo ides».

En este cuento se anticipa la obsesión por la limpieza de sangre en la sociedad española. Los tejedores muestran artes y mañas comúnmente atribuidas a los judíos, pero el rey no parece menos avaricioso ni menos dado al engaño. Por agrandar su fortuna, especula con el derecho sucesorio, hace cuentas con el número de vasallos que verán descubierto su falso linaje, provocando la deshonra de sus madres respectivas, pero la misma amenaza vuelve su dedo contra el rey y su corte. La mentira se agranda como alegoría del edificio social completo. Tiene que ser un negro el único que diga la verdad. Carece de motivo para fingir honra, pero detenta el único papel noble del cuento. En la tendencia a identificarse con la verdad, el lector o el oyente sospechan por un momento su igualdad con el esclavo negro. Es la primera vez que un africano habla —y con sentido común— en castellano. Su papel escueto no hubiera podido ser superado, si no fuese porque la verdad nunca aparece tan desnuda como el rey del cuento.

La primera narrativa española hace hablar a un negro en un cuento tomado de los árabes, pero la poesía portuguesa se anticipa en la elaboración del tipo cómico en coplas y representaciones. El Cancioneiro geral de García de Resende incluye dos octavas de Fernam de Silveyra escritas en torno a 1455, en las que un rey de Sierra Leona, con ocasión del enlace entre la infanta doña Juana de Portugal y Enrique IV de Castilla, expresa reconocimiento hacia la corona a la que sirve y ofrece que baile su gente al modo en que se hace en su tierra. El motivo burlesco está supeditado a la alabanza del poder colonial y no transmite veracidad, salvo la posibilidad de que la desnuda gestualidad africana irrumpiese en la celebración de la corte lusa, lo cual parece proporcionar al poeta callado regocijo. También en el Cancioneiro geral, un poema burlesco de Anrique da Mota presenta a un clérigo lamentándose porque se le ha derramado un tonel de vino. Culpa injustamente a su esclava negra y la amenaza con lardearla, es decir, con verter tocino derretido en las heridas provocadas por los azotes, práctica común entre los propietarios de esclavos de la Península. Ella se defiende haciéndose entender en su jerga risible, habla de dirigirse al juez con su reclamación agravada por la sospecha de amancebamiento, hasta que el cura renuncia a la acusación. Un amigo poeta le sugiere que se consuele de la pérdida del vino con la posesión de la esclava. Aquí no solo percibimos acentos más reales, sino cómo la figura de la negra cobra protagonismo, se defiende de la injusticia, afirma su carácter y su posición sirviéndose del motivo sexual, que se insinúa como poderoso implícito.

Rodrigo de Reinosa es el primero que hace hablar a los negros en verso castellano, unas décadas después, con realismo mucho más crudo que los cortesanos portugueses. Viajero aficionado a la música y al festejo de taberna, se familiarizó con el habla de los «rufos» y «marcas» del hampa y con la jerga afroibera en Sevilla, donde los esclavos llegaban habiendo aprendido algo de portugués en los puertos africanos o en Lisboa. El tipo cómico que luego pasa a entremeses y comedias apunta en sus coplas, cuyo interés, más que poético, es documental. Los negros se presentan como objeto de burla por su manera de expresarse, por su baja condición, por su alimentación repugnante, pero a la vez se insinúa a través de ellos la parodia de las costumbres castellanas: un esclavo y una esclava se motejan de «putos negros escarabajosos», con el tratamiento de «don» y «doña» propio de hidalgos, alardeando de la superioridad de sus respectivas etnias y de la alcurnia de sus amos (uno obispo, otro corregidor). Se alude repetidamente a la sexualidad, el negro se envanece de su brío, pretende hacer con la negra «choque-choque». Otras coplas, que «hánse de cantar al tono del guineo», hacen referencia a las bajas tareas en que se ocupa el esclavo para aliviar su miseria. Y en otras atribuidas al mismo autor, una dama se rebaja a pedir a su esclavo prieto que le cante y le conceda trato carnal, mientras su esposo se afana en Tierra Santa. El esclavo se resiste, reprochando a su ama la altivez y la crueldad habituales, pero finalmente accede, no sin antes alardear de músico: «Sé cantar con mil primores / tiples, contras y tenores / que más de veinte cantores / me cobdician la garganta». El autor juega con la burla escabrosa, pero, por encima de todo, pone de relieve la musicalidad del negro. Cuando se complace en imitar su jerga por primera vez en castellano, el «tono» y el baile del guineo son ya populares. El hecho musical precede al interés por las maneras de los negros y en cierto modo trasciende su eficacia cómica.

Gil Vicente escribió sus farsas para divertimento de la corte lusa, algunas de ellas en el castellano de uso protocolario. El clérigo de Beira se representó ante Juan III de Portugal en 1526. Igual que otras farsas vicentinas, consta de una serie de escenas dialogadas, con un personaje que hace de hilo conductor para representar el contraste entre corte y aldea, o entre lenguaje culto y vulgar, con el único objeto de provocar situaciones jocosas. Precedido por su fama de ser «el mayor ladrón del mundo», aparece un pícaro negro que despoja de su vestimenta al hijo de un labrador mientras se baña. Entra en escena cantando, se expresa en jerga afroibera con abundantes invocaciones religiosas, fragmentos deformados del padrenuestro y de la salve. Fingiendo espantarse del robo y del engaño generalizados, apela a la omnisciencia del Todopoderoso de modo caricaturesco: « ¡Calla! Rios [Dios] encima é / y a quien furta ele lo ve. / Rios nunca va drumí, / sempre abre oyo así». Un poco más adelante, utiliza los mismos atributos para describir los poderes del maligno: «Mi no hablá burlería, / pos ¿para qué furtá? / Que riabro sempr’etá / abre oyo turo ría». Dejándose llevar por su locuacidad, bajo el lema «mundo, turo cansera» (todo en el mundo es fatiga), el pícaro prieto entona un responsorio en el que la palabra «cansera» se repite al final de cada verso, como antífona africana que al producirse en lengua romance parece anticipar el son montuno. Mientras busca la ropa del labriego entre los matorrales, libra una letanía grotesca, retazos de una salve corrompida mezclados con expresiones escatológicas, monólogo fascinante, semejante al encantamiento brujeril de un babalao. Gil Vicente concede mucho espacio al negro, se sirve de él para expresar humorísticamente su concepción fatalista. El negro acaba haciendo una defensa del robo como única forma de supervivencia, compatible con la fe religiosa más sencilla: «Quen furtá, homble sesuro / y loar a Rios con turo / y Siñó Pirito Santo». Gil Vicente documenta el extraño germinar del sincretismo religioso afrohispano. La jerga del pícaro negro serpentea entre dos lenguas peninsulares y adapta su comportamiento a la práctica común: hurtar mientras se invoca al cielo. Su carácter esquematizado basta para expresar la amarga —pero risible— verdad del mundo.

Las letras castellanas desarrollan ese arquetipo, que poco a poco va adquiriendo carnación humana. Todavía en el segundo cuarto del xvi ocupa poco espacio la negra de la Farsa de la hechicera de Diego Sánchez de Badajoz, pero se muestra llena de buenos sentimientos. A un galán a punto de darse muerte por desengaño amoroso, la negra le arrebata el puñal diciendo: «nunca bono sar morira». Y junta afectuosamente su cara con la de él, pero es brutalmente rechazada por el hidalgo que exclama: «puta negra dasme besos / hacerte he saltar los sesos». Un caballero español puede pecar contra su propia vida, pero no llegar hasta el extremo de aceptar mimos de negra, aunque el impulso que promueve el contacto entre pieles tan dispares fuera solo fraterno. La negra honrilla puede más que la bondad, en el plano moral se invierten las coloraciones. En la Farsa teologal, mientras un teólogo verboso alecciona a un pastor, una muchacha prieta viene cantando un villancico, tañendo alegremente un pichel con el que va a buscar vino para su señor, dando al teólogo motivo de alabanza y regocijo: «O sacro verbo divino / o misterios eternales / que aun a los negros bozales / manifiestas tu camino». El teólogo la requiere, capcioso, pero la negrita se asusta; la retiene por un brazo para que siga cantando, pero ella insiste en escabullirse y amenaza con gritar; le ofrece nueces y el pastor la increpa: «ven acá, negra maldita». Ella se niega a cantar, aunque le dieran higos. El pastor la llama «doña negra de azabache» y le arrebata el jarro de estaño para hacer con él un espantajo: lo ata a su cayado, mete una vela dentro, lo tapa con un papel negro «con ojos y boca, por donde sale la luz de la vela». La brutalidad rústica construye un esbozo de escenografía pagana que poco tiene que ver con sentimientos cristianos. Sánchez de Badajoz compara en un plano de igualdad la moralidad de la negra, del caballero, del teólogo y del pastor. Ella muestra sentimientos que el autor quiere hacer cercanos, mientras en ellos se delatan dobleces crueles que, puestos en escena, resultan exóticos, aunque propios de la gente ibera.

En dos comedias de Lope de Rueda representadas en torno a 1540, la negra aparece como tipo cómico plenamente configurado. En la Comedia llamada Eufemia, el taimado lacayo Polo intenta seducir a la negra Eulalla. Desde la puerta de la calle, la oye cantar y exclama: «¡Qué embebida está en su música!». La esclava da a entender que la música es el don de los negros: «Ofréscomela Dios turo poreroso, criaror na cielos e na tierras». Asoma de mala gana, porque se ha quemado el pelo con hojas de lejía, intentando volverse rubia. Polo la requiebra con hipocresía, le ofrece mentidos regalos y ella desconfía, pretendiendo que podría casar mejor. El afán de mejora social de Eulalla, en razón de sus cualidades físicas («que aunque tengo la cara na morenicas, la cuerpo tienes como un terciopelo dobles») se cruza dramáticamente con la perversa y codiciosa intención de Polo: « ¡Pese a tal con la galga! Yo la pienso vender en el primer lugar diziendo que es mi esclava, y ella póneseme en señoríos». Lope de Rueda hace gala de un instinto dramático electrizante, aunque su escritura genere reservas entre los críticos. Cervantes afirmaba su excelencia en el prólogo a la edición de sus propias comedias y añadía un dato interesante: el mismo autor se encargaba con éxito de los principales roles cómicos, entre ellos el de negra. En la Comedia llamada de los engañados se inserta una escena doméstica en la que, en presencia de la joven ama Clavela, la moza Julieta y la negra Guiomar intercambian insultos. Ante las ofensas de la criada blanca, el ama se compadece de su esclava. Aunque se sirve del insulto racista para provocar la risa, Lope de Rueda busca la identificación de su auditorio con el papel que él mismo representa.

Por la misma época, la novela incipiente confirma el relativo grado de inserción de los negros en las capas bajas de la sociedad. El salmantino Lázaro de Tormes «nacido en el río», en una aceña emplazada dentro del cauce, es el prototipo del castellano mísero. Cuando su madre enviuda, recibe como padrastro a un negro mozo de establo y de la unión de ambos nace un hermanito igualmente oscuro que crece desconcertado entre rasgos diversos: «como el niño via a mi madre e a mi blancos y a él no, huya dél con miedo para mi madre y, señalando con el dedo, dezia: “¡Madre, coco!”. Respondió él riendo: “¡Hideputa!” Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico e dixe entre mí: “¡Quantos deve de aver en el mundo, que huyen de otros, porque no se veen a sí mesmos!”». Más hondo que el efecto burlesco alcanza el espíritu humanista que insinúa la falsedad del sentimiento de superioridad de unos humanos sobre otros. Esa ambigüedad moral caracteriza toda la literatura de negros en España: se inicia con la extrañeza despectiva, se deja atraer por el hechizo musical y evoluciona hacia la conmiseración, aunque sin desligarse de la burla. La minoría negra provoca un efecto revelador de inquietas duplicidades en la realidad española.


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