Revista Pijao
Tres miradas literarias para volver a leer a Gabo, Jorge Isaacs y Andrés Caicedo
Tres miradas literarias para volver a leer a Gabo, Jorge Isaacs y Andrés Caicedo

Por El País de Cali   Foto Giancarlo Manzano

¿Por qué leer ‘María’ hoy?

Por Darío Henao, Licenciado en Letras, Univalle.

La razón metafísica es simple y de todos los tiempos: la confrontación entre la vida y la muerte, en palabras de los griegos, entre Eros y Tánatos. Nos adentramos en la historia de amor entre dos jóvenes en una época de esclavitud y de guerras.

Volvemos a nuestras raíces culturales, a la intimidad de los pobladores de nuestra región del valle del río Cauca: blancos españoles, otros con mezcla indígena, negros de África, judíos ingleses, colonos antioqueños.

Hay movimientos migratorios internos, desarrollos agrícolas y ganaderos y líneas de comercio con el exterior, a través del Darién y Buenaventura. La cultura se diversifica con leyendas y tradiciones orales, jergas, músicas y costumbres. El ambiente que se respira trae aires de modernización y cambio. Las viejas jerarquías subsisten, pero se vislumbran peligros en el horizonte. Es el comienzo de una nueva época de mestizaje que habría de afianzarse a lo largo de los siglos XIX y XX.

Leerla, con su alta densidad poética, nos permite entender la trama histórica que se inicia en el África y en Jamaica. Del continente negro vino Nay y de la isla caribeña Ester. El destino las junta y comparten sus desgracias primero, en el Chocó y luego en la hacienda de la sierra en el pie de monte de la cordillera que otea al valle del río Cauca. En esa geografía, inmersas en su historia y su cultura, se entrelazan, en profundo paralelismo, la tragedia amorosa de estas mujeres. A Ester, una niña judía, la muerte de su madre y la urgencia de su padre por hacer fortuna en la India, le labran su destino en la hacienda esclavista en el Estado del Cauca, donde compartirá suerte con su aya, la princesa Nay, arrancada del África para hacer parte de los millones de esclavos que ayudaron a construir el Nuevo Mundo. El cambio de sus nombres, de la niña judía por María y de la aya esclava por Feliciana, marca la ruptura con sus orígenes y las creencias de sus antepasados. La tragedia de ambas es central para apuntalar la densidad poética de la novela y su alegoría de una época. La suerte de estas mujeres simboliza a ese mundo en disolución: el sistema esclavista y la hacienda patriarcal heredada del régimen colonial.

Toda la cultura de ese universo histórico, lo que se pierde y lo que emerge, resultado de la infinitamente sutil mediación de realidades materiales, de hechos de base económica, de pequeñísimas objetividades, fue captado y elaborado con genialidad en la ficción que nos ofrece Isaacs. Como novela fundacional de la nación colombiana en ciernes, ‘María’ ofrece un complejo y rico panorama de lo que en ese momento eran los procesos de configuración de la nueva sociedad recién independizada, con todas sus contradicciones, falencias y ambigüedades, a las que por supuesto, no fue ajeno en su vida el propio Jorge Isaacs.

Releer a ‘Gabo’

Por Aura lucía mera

Tengo la impresión, no sé si corresponda a la realidad, de que todo colombiano que se respete habla de Gabriel García Márquez como si lo hubiera conocido toda la vida. Lo citan. Lo nombran. Salen frases que no son suyas en las redes y las dan por verdaderas. Lo manosean...

Me pregunto si las nuevas generaciones que andan pegadas a los aparaticos no se comunican verbalmente, son autistas, viven jorobados o hablan solos. Me pregunto si han leído algo de García Márquez. No lo creo. Lo manosean, como se manosean la Biblia, El Quijote, Las Mil y Una Noches. Pero nadie las ha leído en su totalidad. Eso que se denomina ‘cultura de carátula’. Respecto a nuestro Nobel, saben por supuesto que gano el Nobel, pero cuántos de la nueva generación han leído ‘La Hojarasca’, ‘En este pueblo ni hay ladrones’, ‘Isabel viendo llover en Macondo’, ‘La mala hora’, ‘El otoño del Patriarca’, ‘La cándida Eréndira’, ‘Cuentos peregrinos’, ‘Vivir para contarla’, ‘El amor en los tiempos del cólera‘, ‘El General en su laberinto’, ‘Memorias de mis putas tristes’ o ‘Cien años de soledad’.

Sería a lo mejor como ‘divertimento’ o como constatación dolorosa- hacer algunas entrevistas, siempre y cuando respondan la verdad entre los jóvenes de bachillerato, universitarios, inclusive empresarios cuarentones, para conocer la realidad. Me temo que el resultado sería desolador. Simple intuición.

Sería interesante que especialistas en la literatura de García Márquez como Conrado Zuluaga, el ‘gabófilo’ caleño Fernando Jaramillo, Gerald Martin, se le midieran a este experimento. O en colegios y universidades.

Una apuesta retadora y excitante...

Personalmente fui ‘gabo-adicta’ muchísimos años antes de conocerlo, y muchísimo menos suponer que me correspondería el honor de organizar la celebración colombiana en Estocolmo, con toda la delegación de grupos folclóricos, muestra del Museo del Oro, exposición de pintores colombianos y condecorarlo en nombre del Gobierno, como directora del Instituto Colombiano de Cultura.

Recuerdo mi primer encuentro. Fue ‘La Hojarasca’ la que me sumió en la adicción. No podía parar de leerlo y subrayarlo. ‘Cien años de soledad’ me llevó hasta el delirio de bautizar mi casa en Quito con un letrero pintado de mariposas amarillas ‘Macondo’.

La tortuga se llamaba Úrsula, los dos perros pastores José Arcadio y Aureliano, y mi finca en las faldas del volcán Cayambe la bauticé Aracataca, nombre casi impronunciable para los nativos del lugar.

Finalmente, Invito a todos los niños, jóvenes, adultos, abuelos y a aquellos ‘millenials cool’ a que se dejen seducir por Gabriel García Márquez, pues es un autor que les cambiará la vida, la forma de pensar y sentir, y les permitirán conocer un realismo mágico que jamás olvidarán. No se arrepentirán. Salgan del autismo virtual y sumérjanse en cada frase de este hombre insignia de la literatura.

Andrés Caicedo, más que ‘Que viva la música’

Por Cristóbal Peláez González, director teatral

En Andrés Caicedo habría que separar lo que constituyó su dramaturgia, compuesta por unas nueve piezas, entre adaptaciones y creaciones, y aquello que es propiamente su teatralidad subyacente en textos literarios. Quien lea su cuento ‘¿Lulita que no quiere abrir la puerta?’, para mencionar solo un caso, se encuentra frente a una corta narración ya ‘casi lista’ para poner en escena. Pero igual ocurre con otros tantos textos, y ni modo de hablar de ‘Que viva la música’, o de ‘Pronto: memoria de una cinesífilis’. Andrés hacía teatro, sabiéndolo o no, a través de su voluminosa e inconclusa obra literaria. Veía, creemos, a través del marco estático del escenario. Es un maestro del monólogo; sí, un maestro.

Que nos hayamos demorado casi 20 años para saber que allí había mucha tela para cortar se debe a múltiples factores: el impacto inmediato de su muerte, el sociologismo de nuestra escena, que nos hacía apartar de otros mundos poéticos; nuestra lentitud teatral para asumir lo urbano; el hermetismo e ‘ineditismo’ de su narrativa, nuestra distorsionada visión del propio autor al que siempre hemos asociado, limitándolo, ahogándolo, con un simple colorido: Rolling Stones, salsa, droga y decadencia juvenil. Elementos puramente pictóricos. El mito se ha nutrido de anecdotario y leyenda.

El estudio crítico de lo que fue el hombre de teatro, actor, director, dramaturgo, aún está por hacerse. En estas pequeñas líneas apenas lo que hacemos es recordarlo hoy y, de paso, sesgarnos en mencionar un sentido que hemos captado en su obra y que justifica nuestro empecinamiento.

Que Andrés fundamentó su preocupación en el mundo adolescente en oposición a un mundo adulto, eso ya lo sabemos de sobra, pero lo que ahora ‘leemos’ de su obra, sin su permiso, es una voz desesperada contra la forma de vida de este país en el que nos ha tocado vivir.

A nosotros, como compañía teatral, y esto hay que gritarlo con mayúsculas: “Tampoco nos gusta lo que han hecho de este país, no nos gusta cómo está organizado. Lo queremos distinto”.

Esa es una de las razones por las cuales queremos tanto a Andrés, pues compartimos su grito de inconformidad, esa rabia de un espacio, de una patria en manos de buhoneros, en manos del más avivato, más tramposo, del que llegó primero. Un país que está que revienta de bobos-vivos.

Por eso hemos realizado ya, con nuestro próximo estreno de los diplomas, nuestro tercer trabajo escénico: para compartir amor y desamor, para sacarnos con los jóvenes de Medellín y el país una impaciencia. En Andrés no hemos encontrado una fórmula teatral, una panacea, para hacer más y mejor teatro, para participar o ganar festivales (nos importa un pito), para escalar o para ser más ‘artistas’.

Revisitamos a Andrés por la identificación con ese desarraigo, con esa rabia, con esta dificultad enorme de existir que tenemos, para seguir diciendo que "no estamos de acuerdo", que a la sociedad hay que reorganizarla de nuevo, fundamentarla sobre un nuevo aliento. Que urge cambiar la vida, como lo proclamó Rimbaud.

Andrés, como los grandes autores, como los universales, habló por los otros, no por los felices ni por los normales ni por los establecidos.

Su literatura no es la pose underground, o la narrativa fashionable de un talentoso, es un estremecimiento.

¿Se ha puesto alguien, por pura ociosidad, a contar el número de jóvenes muertos por desencanto o por desajuste con el curso normal de la vida que desfilan a través de las páginas de ‘Que viva la música’?

Todos jóvenes, todos suicidas, todos desadaptados, todos irremediablemente enfrentados a la trascendencia, a los negocios, a la seriedad de la adultez: ese mundo que no juega, que no se divierte más que con su propia trascendentalidad de la intrascendencia.

La línea fronteriza entre literatura, cine y teatro es en Caicedo indivisa. Una difuminación (una cosa penetrando a la otra), que se abarca en un solo gesto que supera el contestatarismo de los nadaístas. No se desgastó culpando a los otros de su fracaso de vivir: se fue con el poema, como bien lo dice Mayolo, el 4 de marzo de 1977, y no con el borrón de poema que nos ha tocado a nosotros.

Ahora nos acordamos de una apreciación que nos hacía Carlos Alberto Caicedo, padre de Andrés: “Todos sus personajes son dolorosos, extraordinariamente trágicos”. Trágicos por la opresión de un orden de cosas en desorden.

Ahora que los jóvenes ponen los ojos sobre Andrés, que muchos quieren extraer la lección teatral y literaria, hay que decir: no hay que imitar a Andrés, no hay que escribir como Andrés, no hay que hacer Teatro como Andrés: hay que conmovernos como Andrés, acceder a su sensibilidad, que nos duela el país y la vida como le dolía a Andrés. El resto saldrá por simple resultado.

No queremos un Andrés, como muchos han pretendido, de boutique y de snob, de puro Chico y pura rebeldía inventada. Su dolor iba más allá de unos cuantos discos de salsa y rock, de la goma por el cine y la melena larga. Eso es lo externo en cualquier joven, eso es hablar de gustos.

Cuando hablamos de su condición desgraciada estamos hablando de algo que nos es común a todos los seres humanos, eso es lo universal, lo moderno. Lo otro es el ropaje, la anécdota.

Aquella frase que dice... “imaginamos que los sentimientos experimentados por las personas de nuestro tiempo y de nuestra clase son muy importantes y variados, pero en realidad no es así, los sentimientos de nuestra clase se reducen a tres: orgullo, sexo y cansancio de vivir”, parece dicha por Andrés Caicedo, pero no, la escribió León Tolstoi.


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