Revista Pijao
Medio planeta. La lucha por las tierras salvajes en la era de la sexta extinción
Medio planeta. La lucha por las tierras salvajes en la era de la sexta extinción

Por María Teresa Giménez Barbat   Foto Academy of Achievement

El Cultural (Es)

Décadas de dedicación al estudio y conservación de la biodiversidad han dejado una profunda huella moral en su visión del mundo y el papel del ser humano. Este es el tema principal de su último libro publicado en español: Medio planeta. La lucha por las tierras salvajes en la era de la sexta extinción, que redondea una carrera de décadas a favor de la conservación de la biodiversidad en la tierra, con otros libros como El futuro de la vida (2002), La creación, salvemos la vida en la tierra (2007) y La conquista social de la tierra. ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿a dónde vamos? (2012) o Cartas a un joven científico (2013).

El centro de esta nueva filosofía moral para Wilson no está ocupado por nuestra orgullosa especie, sino por el producto general de casi 4.000 millones de años de evolución biológica: la biosfera y las especies que lo habitan, esa fina lámina del planeta que abarca desde unos 3 Km. bajo tierra (“Biosfera profunda”) hasta unos 10.000 metros de altura.

Es una realidad no tan bien conocida como presumimos. Se estima que los naturalistas conocen dos millones de especies, y que hay al menos otros seis millones por conocer, desde vertebrados a microbios. Esto implica que, pese a todos nuestros recursos intelectuales y materiales, aún no sabemos nada de más de dos tercios de las especies vivas del planeta tierra, salvo que deben estar ahí, y que su futuro probablemente peligra si continúan las tendencias actuales.

El problema es que el interés de la biosfera y el interés humano no coinciden, especialmente en el largo plazo. De hecho, desde el superéxito ecológico de la humanidad (nuestra especie abarca actualmente 100 veces más de biomasa que cualquier otra que haya existido) hace unos pocos miles de años, la tasa de extinción de las demás especies se ha incrementado entre 800 y 1.000 veces. Aunque la extinción es un hecho natural (¡el 99% de las especies que han existido en la tierra ya se han extinguido!), los ritmos actuales son desacostumbrados y no son casuales. Su causa más probable es el propio ser humano.

Con permiso de los optimistas racionales a lo Pinker, esta “sexta extinción” acelerada por la presencia humana sigue sin ser una buena noticia.

Quizás nos vaya mejor como especie y tal vez sea cierto que somos más prósperos, saludables y seguros a escala global que nuestros ancestros premodernos, pero también somos “la especie más destructiva de la historia” y de seguir por el mismo camino nuestra época será conocida como “Eremoceno”, la edad de la soledad. La edad del mundo domesticado. La destrucción de hábitats salvajes -incluyendo el mar, donde han desaparecido ya el dieciocho por ciento de los arrecifes de coral-, la introducción de especies invasoras que ponen en riesgo la delicada naturaleza nativa, la contaminación, el cambio climático y el crecimiento de la población (10.000 millones para 2050) con el consiguiente aumento de la huella ecológica humana son para Wilson los principales rasgos destructivos de esta nueva edad que se avecina.

Pero no todo es muerte, pesimismo y destrucción. El esfuerzo humano por conservar la vida es heroico, pero no es inútil: las tasas de extinción de especies han descendido un veinte por ciento gracias a la tarea conservacionista, si bien estamos lejos de los ritmos de destrucción “prehumana”.

El movimiento conservacionista, que surgió en los Estados Unidos en el siglo XIX inspirándose en las ideas de Henry David Thoreau, y que dio lugar a la creación del parque nacional de Yellowstone, hoy es un movimiento global que ofrece resultados prácticos.

La mayoría de los países poseen sus propios parques nacionales, incluyendo España, donde hay decenas de espacios naturales protegidos. O la propia Unión Europea, que impulsa desde 2011 y hasta 2020 una estrategia común para preservar la biodiversidad amenazada del continente. Según la base de datos mundial sobre Áreas Protegidas, un proyecto en el que colaboran Naciones Unidas y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, en todo el mundo hay ya 61.000 reservas naturales protegidas en tierra, y otras 6.500 en el mar: aproximadamente el 15% del área terrestre y el 2.8% de la marina. Un espacio considerable, fruto de un activismo concienzudo, pero insuficiente.

Para Wilson la “visión más peligrosa del mundo” no es otra que la del Antropoceno, esa “visión antropocéntrica extrema” que considera la naturaleza salvaje definitivamente dañada, y según la cual la biodiversidad se juzga exclusivamente por los servicios prestados a la humanidad. Pero la historia natural es más profunda que la historia humana: “cada especie es la heredera de un linaje antiguo”. El maestro de Harvard insiste en que esta visión moral ampliada debería recordarnos que somos sólo los “administradores” de este mundo, sus “guardianes”, no los propietarios caprichosos de jardines semisalvajes que están ahí para nuestro disfrute y explotación. Si la vida no humana tiene valor en sí misma, podemos hablar incluso de un “imperativo moral independiente” de este mundo vivo que ponga coto a su domesticación. Aunque no ignora que es difícil regresar a los ritmos prehumanos de destrucción natural, el único modo de preservar la biodiversidad, e indirectamente el lugar de la propia humanidad, consistiría en asegurar la protección de los espacios salvajes y de la biodiversidad nativa superviviente: al menos medio planeta.

Para apreciar la dimensión del desafío: acercarse a este objetivo supondría multiplicar casi por diez las actuales áreas naturales protegidas.

Sólo las pandemias, las guerras mundiales y el cambio climático son amenazas equiparables a la destrucción masiva de nichos y especies de cara a la supervivencia humana futura. Para Wilson sólo una reducción o estancamiento sostenido de la población humana, que ya está ocurriendo en Europa y entre los nacidos en Norteamérica -donde apenas se llega al reemplazo generacional de dos hijos por mujer- podría hacer sitio a la vida salvaje. Y sólo podemos aproximarnos a este objetivo mediante una mejora de las condiciones económicas y sociales que repercuta en las elecciones de la gente: “Cuando existe una cantidad, aunque sea modesta, de libertad personal y una expectativa de seguridad para el futuro, las mujeres eligen la opción que los ecologistas denominan Selección K, que favorece un pequeño número de descendientes sanos y bien cuidados, en oposición a la denominada Selección R, que apuesta por un mayor número de crías peor preparadas”.

La reducción de nuestra huella ecológica destructiva, en definitiva, necesita de un esfuerzo consciente de conservación global, un cambio en las tendencias demográficas humanas, incluyendo las elecciones de las madres y los padres. Y un crecimiento económico más “intensivo” que “extensivo”, basado en la tecnología, que resulte finalmente compatible con la preservación de más espacios salvajes. Wilson sugiere que nos demos prisa: tenemos poco tiempo para decidirnos a tener una biosfera menos domesticada y menos dañada.

Traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara. Errata Naturae. Madrid, 2017. 320 páginas.


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