Revista Pijao
'Más allá del dolor y la desilusión': un relato escrito desde la cárcel
'Más allá del dolor y la desilusión': un relato escrito desde la cárcel

Por Jorge Luis Muñoz Parra  Foto Pablo Andrés Monsalve Mesa / Semana.

Revista Arcadia

Ricardo Santamaría nació el 12 de junio de 1980, en la ciudad de Bogotá, Colombia. Su padre es un empresario dueño de una cadena de restaurantes y acciones de Ecopetrol. Ricardo se destacó por ser de los mejores alumnos, por su entrega, su capacidad de aprendizaje y, lo más importante, por convertirse en alguien importante para su país, dejando su huella. Fue único hijo, el niño consentido al que nunca le faltó nada. Culminó su bachillerato en uno de los mejores colegios al norte de la ciudad. Lourdes Estrada, dama de clase, decana de la Universidad El Bosque, fue su progenitora; guiaba su hogar con rectitud, y era un ejemplo para él. Estudió Finanzas y viajó a Estados Unidos a estudiar una maestría.

Su juventud no le daba aún para pensar en una relación, quizá porque no había llegado esa princesa que le robaría el corazón. Solo vivía de aventuras y relaciones muy cortas. Regresó a Colombia, al lado de sus padres.

Una propuesta de trabajo en el Banco del Comercio no se hizo esperar, allí entró como gerente, inició una excelente labor.

Isabel Banquet, administradora de empresas, se cruzó en una reunión del Banco de Montreal con Ricardo. Al verla por primera vez, su mirada dulce y sincera, su cuerpo de tallas perfectas, su rostro angelical, su cadera monumental, adornada por unas piernas largas y torneadas, lograron cautivarlo. Fue así como entraron a una galaxia llena de amor. Conoció al amor de su vida.

Al transcurrir el tiempo, esta relación se afirmó más y más, sus padres apadrinaron su lindo idilio y los amantes no tardaron en unir sus cuerpos, sus mentes y sus almas. La boda se realizó en una iglesia de Santa Marta, de donde era oriunda Isabel; fue una ceremonia sobria y elegante. En su luna de miel, programada en París, los muros del hotel fueron testigos de la pasión, la lujuria y el frenesí de este lindo amor. Pasaron días maravillosos, de placer, restaurantes finos y tours en los parajes más exóticos de Francia.

Una llamada cambiaría el rumbo de esta luna de miel, la transformó en una luna de hiel. Una sombra poderosa y macabra convirtió este instante en el más tormentoso y duro silencio de dolor y soledad. Ricardo no comprendía por qué su vida llena de triunfos y éxitos pasó de repente a ser un oscuro abismo de impotencia y desazón.

Los nervios se apoderaron de este caballero; la noticia logró inundarlo de nostalgia y debilidad. En un momento de gloria, le arrebataron al ser más querido, su padre, el héroe de su universo. Tomó valor y con voz entrecortada enteró a su esposa de la triste situación. Empacaron maletas y emprendieron el viaje, para enfrentar la dura realidad.

En el avión su mente volaba, tal vez con la misma o quizá con más velocidad que las turbinas de aquella ave mecánica.

Pensaba:

“Ese malnacido que truncó la vida de mi padre lo pagará, juro que así será”.

Por primera vez aquel hombre, tranquilo, paciente, albergaba un sentimiento de rencor y venganza. El viaje se hizo eterno, Ricardo no veía la hora de llegar. Al arribar al aeropuerto lo esperaba su chofer; no musitó palabra, su mente era un coctel de oscuros pensamientos.

Entró a la funeraria donde yacía su padre, el señor Manuel Santamaría. Lourdes lo recibió en un mar de lágrimas, no lograba contenerlas. Se unieron en un abrazo amargo, en el que el silencio y el llanto se conjugaban en una sinfonía de dolor y desesperación. A su alrededor estaban las miradas pausadas y tristes de los amigos y familiares que acompañaban su duelo. La mayor sorpresa fue cuando quiso ver su rostro por última vez; la tapa del féretro estaba sellada. No hubo necesidad de decir nada, la mirada de su madre le haría comprender mejor la pesadilla.

Durante el sepelio su silencio fue un arma que cortaba su alma desangrándola lentamente; nadie podía imaginar que Ricardo vengaría la muerte de su padre. Transcurrió algún tiempo, Lourdes y su esposa fueron el aliciente para sobrellevar a tan duro dolor. Pasaron algunos días y las autoridades no lograron dar con el paradero de este asesino; llegaron a la conclusión que su muerte fue un atraco más, realizado por la delincuencia común de esta ciudad.

De su tranquilidad no quedaba nada, sus noches se convirtieron en zozobra, ira e impotencia. Empezó a investigar por su cuenta, se movió por la ciudad con las pocas pistas que tenía, contrató un investigador privado, quien le ayudaría a esclarecer este duro episodio. No existían videos, no tenía ningún rastro, el asesinato fue perpetuado en horas de la noche y en un lugar apartado de la urbe.

Ricardo, fijo en el juramento, cada instante alimentaba su corazón de rencor, rabia y venganza. El investigador logró dar con el paradero del sicario, consiguió un alias, un nombre y una dirección del sur de la ciudad. Ricardo empezó a rondar este barrio por algunos días. Durante este tiempo adquirió un arma y aprendió a utilizarla. Ya estaba seguro de sí mismo y con la firme convicción de acabar con la vida de aquel perverso ser.

En un pequeño parque de este barrio se reunía un joven, que revelaba veintitrés años de edad, con algunos adolescentes y unos niños. Sus reuniones los llevaban a maquinar hurtos y sitios donde expenderían droga, a la vez que consumían.

Allí se encontraba Daniel, alias Marioneta, un pequeño de escasos nueve años, pero con un largo prontuario de muerte, droga y robos. Aquel infante con el corazón duro como una roca tenía armas por juguetes, y por golosinas, la marihuana. Matar para él se había convertido en un juego. Su alma estaba contaminada de frustración y angustia, no se daba cuenta del dolor que ocasionaba.

Carlos, el investigador, le había entregado toda la información necesaria para dar con este asesino; solo que omitió un pequeño detalle, al entregar todas las pruebas, se le olvidó decir que Marioneta era un niño. En realidad Daniel era una marioneta, no se daba cuenta de que este alias era el contraste con la cruda realidad que vivimos, tan solo era preso del sistema y el poder.

Un viernes en la tarde, Ricardo salió decidido a acabar con aquel hombre calculador y frío, aquel asesino vestido de negro, que disfrazaba la maldad, la ignominia y la huella de su crimen. Llegó al parque, observó por algún tiempo, pero no lograba ver a Daniel. Al paso de una hora no aguantó más, bajó de su auto y averiguó por Marioneta a un joven; este adolescente, muy escéptico, pero pensando que lo contrataría para algún trabajo, lo condujo a él.

Ricardo empuñaba con fuerza su arma en el bolsillo de la chaqueta, pensando en descargar sin contemplaciones todo su poder destructivo. Al llegar solo vio a algunos chiquillos consumiendo droga, embebidos en un viaje alucinante de fantasía y perdición.

Este joven señaló a Daniel, aquel niño, perdido en el universo desafiante. Ricardo no supo qué decir, solo atinó a pronunciar:

—No, no… esta no es la persona que busco… gracias.

Regresó a su auto, abrió la puerta y entró. No sabía qué hacer, sus piernas temblaban, la impotencia lo llevaba a una confusión sin límites. Tomó aire como pudo y llamó a Carlos, el cual le confirmaría que Marioneta era un sicario muy certero, y que fue el que segó la vida de su adorado padre. Al mirar a su alrededor vio a los niños que le gritaban:

—Cucho, regálenos la liguita, no sea así.

El silencio y la incertidumbre invadieron a Ricardo, no reaccionaba ante aquel despropósito. De pronto un golpe en el vidrio lo asustó; por vez primera se encontró frente a frente con la mirada de Daniel. Su cuerpo temblaba, un sudor frío recorrió su cuerpo y se confundió con algunas gotas de lágrimas que escaparon de sus ojos. La impotencia y el miedo invadieron cada poro de su piel.

La mirada del muchacho le hizo comprender por un instante que este pulpo gigante del poder cubre con sus largos tentáculos a aquellos seres desprotegidos, vulnerables y fáciles de atrapar. Un suspiro, una mirada de nostalgia y desespero lo llevaron a acelerar su auto y salir de ese infierno enloquecedor. No sabía a dónde ir, lo importante era abandonar aquel lugar.

Un poco más calmado parqueó su auto frente a un bar. Entró, pidió un whisky y lo bebió sorbo a sorbo. No podía borrar aquella imagen, aquella mirada del infante. Aún había en el aire un ruido de rasgadas sombras y gotas de sangre en el alma oscura de una criatura. Aquel sentimiento de venganza e ira, se desvanecía convirtiéndose en desazón, en una impotencia donde trago a trago se bebía el dolor, la rabia, las ganas de matar. Un trago de derrota y silencio quemaba su garganta y ahogaba el deseo marchito por la desesperación…

Crédito de la imagen del artículo: Cárcel de Bellavista en Medellín. Pablo Andrés Monsalve Mesa / Semana.


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