Revista Pijao
'Magnolias para una infiel': los vericuetos del género en novela
'Magnolias para una infiel': los vericuetos del género en novela

Por Alejandra Jaramillo

El Tiempo

1.

Petrificada. Así quedé. Imagínese, voy pasando por la calle, miro hacia adentro de un café. Tal vez usted lo conozca, me dijo que es bogotano, ¿verdad? Pues es un café en la cuarta, calle novena o décima, no me acuerdo bien, uno de esos que imitan a los cafés franceses. Entonces al fondo alcancé a verlos. Mi marido y mi amante. Allá sentados. Los dos conversando. Petrificada. ¿Cómo más podía quedar? Alcancé a pensar miles de cosas en esos instantes. Ahora, después de tantos años sé que lo único que se me ocurrió en medio del miedo fue entrar al café y buscar una mesa.

Yo no sabía si me iban a ver, ni qué harían si me veían, pero me acomodé en una mesa. Busqué una mesita donde creí que no alcanzaba a ser vista por ellos. Pero no sé, ¿usted cree que yo en ese momento podía calcular bien lo que estaba haciendo? Simplemente me senté, me acomodé. Pero ¿cómo estaba yo? No sé, solo me acuerdo del terror, sentía un temblor tremendo y unos corrientazos por el cuerpo como cuando uno despierta de una pesadilla y siente el cosquilleo de la adrenalina bajo la piel. ¿Lo ha sentido alguna vez?

Es el momento de mi vida que más recuerdo. La peor pesadilla. Sabe, llevo años pensando en ese momento, pienso en que mi vida se cortó en un antes y después de ese día. Pero bueno, me da vergüenza con usted. Solo me dijo que es escritor y claro yo inmediatamente le dije que una vez amé a un escritor, y solo con eso ya le estoy contando la escena más difícil de mi vida. Si quiere le cuento otra cosa. O bueno, puede tomarse su vino tranquilo y seguir disfrutando del vuelo, como dijo el piloto hace un rato. ¿No toma vino? ¿Y eso por qué? Sí, yo se lo recibo, gracias, a mí me gusta mucho el vino. Me ha salvado más de una vez. Si mal no recuerdo, ese día, en ese momento en que me senté en esa mesa a ver a esos dos hombres que yo amaba, pedí un vino, bueno también un café. Sé que cuando llegó la mesera yo era un desecho, un ser sin capacidad alguna de organizar su mente. Seguro me salieron palabras deshilvanadas. Lo que sé es que me trajeron esas dos bebidas oscuras. Cuando veo la imagen de mí misma sentada allí pienso en lo patética que me debía ver con una copa de vino y una taza de café. Un sorbo de vino y uno de café, y ese temblor de las manos. Hasta se me regó el café sobre el pantalón que llevaba puesto.

¿De verdad usted es escritor? No. Yo cerca solo he tenido un escritor. Por lo demás, en eventos literarios he conocido muchos. Pero de verdad, solo conocí uno, ese que le digo. ¡Cómo lo amé! Pero sí me interesan. Por eso me alegra esta suerte de estar al lado de un escritor, y más en un vuelo tan largo como este. Es que durante los últimos años, tratando de entender lo que me pasó me acerqué a muchas actividades literarias. No sé si quería entender a los escritores, al escritor que yo quería, o si pensaba que la literatura me daría las respuestas a todas las preguntas que mis infidelidades produjeron. Imagínese, estudié literatura ya de vieja, intenté hacer una maestría en escritura creativa, unos meses casi perdidos, ya no sé para qué lo hice, yo escritora nunca seré y menos para contar mi vida. No, nunca. Sabe qué, eso me da miedo de usted y por eso no sé si contarle más, si contarle mis historias, o bueno la que le estoy contando.

Es que la vida puede resumirse en un solo momento, como si todas las historias que uno ha vivido fueran una trama única y convergieran en algún instante fatídico. En mi caso ese instante sucedió ahí en el café. En la visión de esos dos hombres, ahora tan lejos de mí. Es extraño. Con tantos momentos felices; el nacimiento de los hijos, los logros laborales, los instantes felices que uno pasa en la vida y termina siendo un momento atroz el que organiza todo. Usted dirá que es un problema de la edad, que solo quienes ya hemos vivido mucho sabemos de esos misterios del tiempo. Quizás tenga razón, quizás solo los años le dejan ver a uno ese arrume invisible y fatal que es la vida.

Hagamos un trato. Voy a contarle todo, pero de otra manera, porque así de forma tan personal no se lo puedo contar. Mire, empecemos otra vez. El marido, el amante y ella. No hace falta ningún nombre, ninguna clave se esconde en la identidad de esos tres seres y de todos los otros que terminaron inmiscuidos en esa historia. Ella los vio, uno frente al otro y sintió un terror que le desbarataba la vida. Claro, ella lo puede contar ahora, hoy, porque han pasado muchos años, mucho tiempo, porque ahora entiende lo que uno no puede entender en ese momento. Ella se llenó de preguntas, era algo tremendo, sentarse, acomodarse en esa mesa. Puso la cartera encima y fue sacando, compulsiva, todos los objetos que tenía adentro. Eran las grandes reliquias de su vida, objetos sin valor pero radiantes de memorias. ¿Sabe? La cartera de esa mujer era un santuario, porque estaba llena de objetos que representan la vida misma y cuando una está casada los recuerdos deben ser claves inentendibles. Son objetos como nubes que esconden su verdadero significado, que nadie puede descubrir. La servilleta de un café, el sobre del azúcar que alguien sirvió en nuestro té, la etiqueta de una cerveza, una letras en el cuaderno de trabajo, alguna cita o un poema puesto allí como una curiosidad que en horas de soledad vuelve a representar al ser que lo nombró o lo leyó en voz alta para una.

El amante, el marido, ella. De lejos, de manera impersonal. No solo porque les tengo miedo a los escritores que terminan escribiendo todo lo que uno les cuenta, pero bueno, si usted escribe algo de mi historia no sería tan grave, a alguien tendría que servirle el tiempo que he pasado pensando y leyendo, intentando entender. La imagen recurrente de esos dos hombres y ella viendo cómo se le deshacía la vida. ¿Qué iba a hacer? ¿Sabe? Era la única pregunta que realmente existía. Con los años sé que había otras preguntas posibles, pero en ese momento, bajo el sudor que le cubría el cuerpo y esa incapacidad de sentir los olores que la rodeaban era la única pregunta que retumbaba. Porque ella no podía percibir el aroma del café, ese olor penetrante que le da peso al espacio, y la mezcla deliciosa con los olores dulces de los pasteles, las cremas, los horneados de esa pastelería. La verdad es que he vuelto muchas veces a ese café. Me siento, como, tomo café, vino, todo, y no logro activar los recuerdos sensibles de ese momento, no logro que los sentidos me hablen de ese día. El miedo, la sensación de riesgo y ese corazón atragantado se consumieron todo lo que me rodeaba, perdón, lo que la rodeaba. Ella puede recordar el momento, pero nunca un olor, un sabor. Como si estar allí sentada en ese instante hubiese sido una acción mecánica, sin sentidos, sin sensación alguna.

¿Qué iba a hacer? Una tarde que caminábamos por la carrera séptima, cerca del parque Nacional, frente a esas casas inglesas que parecen caídas de otro planeta en Bogotá, el escritor me dijo que Kundera hablaba de la debilidad de los seres humanos. Que la literatura valía la pena si uno exploraba cómo los seres humanos se lanzan al abismo de su debilidad. Sí, que todos íbamos cayendo en el abismo de nuestras debilidades. Imagínese, como si fuéramos unos eternos suicidas hundiéndonos en eso que nos impide salvarnos del dolor. Claro, mi escritor decía que la literatura se había dedicado mucho tiempo a contar lo épico, la felicidad, el amor, el heroísmo, pero insistía en que él pertenecía a otra época, a un tiempo donde la literatura cuenta esa caída perpetua de la debilidad y la ambigüedad. Pero no hace falta la literatura, tal vez mi historia le parezca insignificante, o quiera contar algo de ella, pero lo que me interesa es que ella lo único que podía saber en ese momento es que se hundía en su propia debilidad, en ese abismo aterrador, La debilidad no estaba en quién era yo, si me había equivocado o no, si me había equivocado casándome o teniendo hijos o armando una familia. ¿Usted cree que ella se equivocó? O se equivocó al dejarse llevar por las tentaciones. Sí, usted tiene razón, eso es normal, que las personas, hombres y mujeres sean infieles es normal, pero dejó de serlo en ese minuto en que ella los miraba, el amante y el marido, el marido y el amante. Y no sabía quién era quién, ni qué sentía por cada uno. Como si en esos minutos se le hubiese confundido la vida entera. Lo que no sabía ella en ese momento era si ese sería su último amante y su último marido, si viviría para siempre sola. Su debilidad era no saber qué hacer, cómo pararse de esa mesa, qué hacer después de terminar ese vino y ese café, que en algún punto dejaron de tener un sabor definido. ¿A dónde iría? ¿Qué iba a pasar cuando al otro día todo el mundo lo supiera? ¿Lo iban a saber? ¿Su marido se iba a levantar de esa mesa a publicar en todas partes que ella había sido una traicionera? ¿Sería eso lo que estaban hablando ellos dos? ¿O estarían hablando de negocios? y ella sufriendo, ¿pero qué negocio podían tener esos dos hombres? El amante buscaba trabajo, él era un extranjero y buscaba opciones laborales. Pero era extraño que encontrara una posibilidad de trabajo con el marido. Qué le estaría contando, le contaría que ella había sido amante de varios hombres más, y no solo de él. ¿Qué estarían hablando, por qué se habían encontrado? ¿Se imagina usted, cómo podría saber lo que estaba sucediendo? Entonces volvía la pregunta ¿Qué hacer después de ese momento? ¿Y qué pasaría al otro día? ¿Cómo sería esa noche cuando ella regresara a casa y encontrara al marido? ¿Regresaría el marido? ¿Regresaría ella? ¿Cómo lo iba a mirar y él a ella, qué se iban a decir, hablarían con los hijos aún despiertos, o esperarían a que se durmieran para meterse en la cama y conversar después de hacer el amor como tantas veces que lo han hecho cuando hacer el amor se convierte en la tabla de salvación?...

Acerca de la escritora

Alejandra Jaramillo Morales ha publicado las novelas ‘La ciudad sitiada’, ‘Acaso la muerte’ y ‘Mandala’ (escritura digital de lecturas múltiples) y dos libros de cuentos: ‘Variaciones sobre un tema inasible’ y ‘Sin remitente. Martina’. ‘La carta del monje Yukio’ es su primera novela para adolescentes. Es docente en la Universidad Nacional, en el departamento de Literatura y en la Maestría en Escrituras Creativas.


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