Revista Pijao
La vuelta completa
La vuelta completa

Por Mauro Libertella

Especial para el diario Clarín (Ar)

La tradición literaria argentina es una tradición intelectual: los grandes narradores son además ensayistas o intervienen de modo decidido en las líneas centrales de nuestras letras. Pedro Mairal lo hizo a su modo, con perfil bajo pero sin vacilar. Escribió su versión de la historia argentina en El año del desierto, jugó en el estadio de la alta literatura del litoral en Salvatierra, compuso un relato de peripecias en verso, escribió crónicas y ensayos breves y, como si fuera poco, se dio el lujo poco frecuente de despachar un par de libros (Una noche con Sabrina Love y La uruguaya) que agotaron múltiples ediciones y saltaron ese cerco de los pocos de miles de lectores duros que a veces se nos antoja como un muro insalvable. Lo hizo siempre con una prosa que combina el estilismo minimalista de una formación clásica con la desfachatez de alguien que escribió sonetos isabelinos con temática porno de barrio.

–Estás en un momento raro, como de inundación de mercado: el año pasado se reeditaron El año del desierto y Salvatierra y salió La uruguaya; este año publicaste un libro infantil, apareció Maniobras de evasión y entiendo que hay en puertas un libro de cuentos. Venías además de muchos años de no publicar novela, y a veces parece que si no estás con una novela no estás escribiendo nada. ¿A qué le adjudicás este momento?

–Son distintos momentos, cosas cíclicas, círculos viciosos. Yo en un momento necesité bajarme un poco, publicar menos, salir en editoriales más chicas. Te diría que tuve que hacerlo mucho tiempo, más de una década. Pero después empecé a querer que los libros estén en las librerías. Me cansé un poco de que la gente me diga “no encuentro tu libro”. Y había algo también con mi agente anterior, que es que quería la novela, quería la novela. Y yo no la escribía. Eso me provocó una radicalización de irme hacia otros géneros. Ya había escrito tres novelas y no tenía ganas de escribir otra. Estaba explorando mucho con cuentos, sonetos y textos breves. Los sonetos derivaron en El gran surubí, que es una gran excusa para no escribir una novela. Podría haber hecho una novelita con ese material, pero lo hice en sonetos: es como encriptar una novela en sonetos para que no sea una novela. Son maniobras de evasión. Eso provoca que vayas un poco apagándote en cuanto a lo más masivo de la literatura. Pero en ese proceso encontré otro tipo de lectores, como los lectores de columnas en el diario, los de pornosonetos, los de crónicas en revistas, los lectores de blogs. Es otro público lector. Me fui bajando así de la figura del escritor de literatura. Me di cuenta, digamos, de que la literatura no está necesariamente en los libros ni en la novela o los cuentos. Podés hacer algo con mucha densidad verbal en una columna. No hay géneros menores. Tenés que meterle toda tu pólvora verbal a eso porque va a ser leído, y además ahora los textos quedan.

– ¿Ese terreno de juego te cambió el modo de escribir?

–Yo creo que sí. Fui desarrollando un tono distinto, un poco más coloquial, más cercano a la fuerza del habla. Pero no más vulgar, porque lo que traté de hacer es que no perdiera precisión el lenguaje. No lo vulgaricé: traté de desliteraturizar un poco mi lenguaje. Así que desarrollé esa voz a lo largo de los años y finalmente cuando supe la historia que quería contar en La uruguaya me senté y lo escribí. Salió rápido.

– ¿Cambiaste de agente?

– ¡Sí! Mi nueva agente no me exige la novela. Pero te diría que fue bastante orgánico todo, no soy muy de planificar toda mi vida. Pero volviendo a lo que me decías al principio, creo que ahora hubo un regreso al mainstream, pero llevaba 15 años publicando en Orsai, Interzona, Eloísa Cartonera, Vox.

–Todas editoriales emblemáticas. Interzona en la época de El año del desierto fue un reducto generacional importante.

–Totalmente. Ahí hubo una transposición de las dinámicas de la poesía de los noventa a la narrativa, con toda la cosa de las tribus de las lecturas, juntarse a leer, que era algo más de la poesía y que se trasladó a la narrativa. Empezaron a aparecer poetas narradores: Cucurto, Damián Ríos, Fabián Casas, Gabriela Bejerman. Es el momento en que un grupo de poetas empieza a narrar. El trabajo de Damián Ríos, que era el editor de Interzona, con El año del desierto, fue indispensable.

– ¿Por qué?

–Yo sé que si le hubiera llevado esa novela a una editorial grande me hubieran limpiado un par de frases. Pero el trabajo de Damián fue de una erosión entrerriana, de río de llanura: lento e implacable. Terminé sacándole como cuarenta páginas del comienzo, en las que yo me había entusiasmado con detalles de investigación. Como la trama va para atrás 400 años en la Argentina, yo quería saber cómo empezaron a prender fuego cuando no había fósforos. Leí mucha historia de la vida cotidiana y como me había costado mucho conseguir algunos datos, no los quería sacar, pero claramente no hacían falta. Es un trabajo de editor que muy pocos pueden hacer.

– ¿Y con los años sentís que aprendiste a leerte a vos mismo, a reconocer los errores en un texto propio?

–Yo siento que con cada libro tengo que aprender a escribir. Sí tengo ya una intuición y quizás soy mejor editor de mí mismo pero en una instancia previa a la escritura: ya no escribo largas cosas a ver qué sale. Me corrijo un poco en el momento previo y durante la escritura, si querés. Pero cada libro me damanda un trabajo distinto. La uruguaya casi no necesitó un trabajo de editor. Salvatierra también salió bastante redonda. Y Maniobras de evasión necesitó mucho trabajo de Leila.

–En Perfil tuviste una columna semanal. ¿Durante cuánto tiempo sentís que se puede hacer algo así?

–Yo lo hice cinco años y cuando me di cuenta de que estaba a punto de escribirlas sin interés, me fui. Además mis columnas tenían algo bastante personal, sobre anécdotas, o mi mirada interviniendo sobre los temas, y eso tuvo un límite. Llegó un momento en el que me había agotado un poco. Un día Santiago Llach me pidió que hiciéramos un libro con las columnas más legibles y cuando vi el libro listo, El equilibrio, sentí que algo había decantado, un modo de escribir, y el libro fue de algún modo un cierre de época.

–Ese modo de escribir que mencionás quizás hace metástasis luego en La uruguaya.

–Sí. Fue una gimnasia enorme trabajar la intensidad en esos textos cortos: un inicio fuerte, in crescendo y al final algo que se desliza. Tenían algo de ensayito y en La uruguaya entró un poco ese tono. Hay momentos en los que el narrador piensa sobre los hijos o sobre la pareja o sobre el dinero y son momentos casi de stand-up. El tono de La uruguaya está en las columnas y está en los blogs, por lo coloquial, y está en las crónicas de Maniobras de evasión. Ese es un poco el mapa estético post-Salvatierra.

–Incorporaste el humor también.

–Sí, porque Salvatierra no tiene humor, efectivamente. Yo no sé si me propuse ser gracioso, pero en los blogs ensayé una escritura de un análisis medio crispado, como Louie C.K. que exagera siempre un poco. En esa exageración está el humor.

–Hablabas de la reflexión que tiene La uruguaya sobre el dinero y me parece que hay también una reflexión de clase, tensar una posición de enunciación en ese sentido. ¿Lo ves así?

–Hay algo de eso. A los editores en Planeta les sorprendió que hable de plata. No se habla de eso en la literatura y te condiciona mucho más el lugar económico en el que naciste que la religión o el país, para decirlo en términos marxistas. Terminás viendo que un estudiante de clase media alta mexicano tiene mucho más que ver con un estudiante de clase media alta argentino que con un tipo muy pobre de su propio país.

–Como una clase globalizada.

–Claro. ¿Viste que la gente dice “qué casualidad, me encontré en Europa con tal”? No es casualidad. Es el circuito de la gente que gana tu misma plata. Es como si fuera una provincia.

– ¿Vos sentís que tenés una relación conceptual con el dinero parecida a la que tienen o tenían tus viejos?

–No. En mi casa había una concepción muy distinta por parte de mi vieja y mi viejo. Mi viejo siempre fue un tipo muy consciente del dinero, que se esmeró por trabajar de abogado, probablemente porque venía de una familia que no había tenido mucha plata. Y mi mamá, que venía de una clase un poco más alta, no se preocupaba mucho por la plata. Pero a la vez mi vieja tenía una conciencia social mucho más presente: asistente social, trabajaba en refugios con gente de la calle. Como todos, yo soy un cóctel molotov de cosas muy distintas.

–Se cumplen 20 años de Una noche con Sabrina Love y me da la sensación de que ese y La uruguaya son libros espejados: el primero era un pibe que salía a la ruta a buscar el amor y la experiencia y el segundo es lo mismo pero desde el desencanto y a los 40.

–Es gracioso. Uno es como el viaje iniciático y el otro como el último viaje de la juventud. Por suerte ni lo pensé cuando lo estaba haciendo, pero los dos libros tienen un motor de deseo: van hacia una mujer, hay un movimiento. En el primero hay una mirada virgen, ingenua, y en cambio Lucas Pereyra de La uruguaya está apaleado, es sarcástico, está de vuelta. Hay en los dos libros un morbo común: ¿Qué va a pasar con ese personaje? ¿Se va a encontrar con esa mina? Hay ahí una fórmula, quizás, pero no funciona como fórmula: si quiero hacer otro así no me sale, te diría. En Sabrina le sale bien, por otro lado, y en La uruguaya le sale mal.

–Puede ser que a los 65 te salga la tercera parte de esa misma obsesión, pero en el principio de la vejez.

–Puede ser, espero que sea con una mujer mayor, que no sea un baboso, porque me daría mucha vergüenza. ¡Eso se lo digo al viejo que seré!

–Otra opción es escribir el final de la trilogía desde el lado de la mujer. Ya tuviste narradora femenina en El año del desierto, ¿no?

–Sí, en ese libro a mí me servía mucho más que el personaje fuera femenino porque la transformación que hubo desde la actualidad hacia atrás fue mucho más fuerte para las mujeres que para los hombres. Vos ponés la historia de la mujer hacia atrás y va creciendo el maltrato. Eso en el libro se va naturalizando: de pronto va a votar y le dicen “ya no votamos más”. Pero había trampas sutiles. Por ejemplo para votar tenían que hacerlo con la libreta de enrolamiento del ejército, que obviamente no tenían. No es que les decían “vos no podés votar”. Y es evidente que hoy hay otras trampas lógicas como estas, que no vemos. Resultan invisibles hasta que un grupo las empieza a visibilizar.

–En Maniobras de evasión aparece mucho el mundo de los viajes literarios, en el que estuviste metido en estos años de los que hablamos. ¿Te gusta esa vida?

–Cada vez menos. Me ha pasado a veces de despertarme en un hotel y decir “no sé dónde era esto”. Sobre todo cuando estoy cansado. Hubo un año que fui tres veces a México. Un día en una de esas combis suicidas se quedó dormido el chofer y un tipo de atrás saltó y enderezó el volante. A veces sentís que estás metido en una velocidad de rock star pero de cabotaje, porque después la vida no es de rock star: a veces van 15 personas a la presentación del libro. Es meter el cuerpo a una velocidad que tenés que estar en esa frecuencia para disfrutarlo. Yo lo disfruté mucho. Pero hay veces que no entendés bien para qué son. A veces te da la sensación de que había un presupuesto y había que gastarlo y da un poco lo mismo si eras vos u otro. “Hablá cuarenta minutos”, te dicen, y te meten en la sala. Toda esa extrañeza aparece en Maniobras. Borracheras horrendas, unas resacas espantosas. Mucha joda, pero tenés que sentarte a escribir después. Esos viajes son, a su modo, maniobras de evasión.


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