Revista Pijao
La niebla que pasa
La niebla que pasa

Por Madeleine Sautié

Diario Granma (Cu)

Alejandro González Bermúdez (Camagüey, 1964) sabe que la poesía está en la vida. Que ella misma lo es. Tal vez no lo había advertido del todo hasta que un día ya lejano escribió un poema de esos cuyos versos «construyen» un suceso verídico.

«Ese poema es una historia real. Había tenido una cita con mi novia. Yo era militar. En medio de un ejercicio estratégico en toda la provincia habíamos acordado vernos en un hotel. Así lo hicimos. A media madrugada sonó el teléfono. Y volé en aquella bicicleta china. Solo quien me llamó sabía dónde encontrarme. Ella nunca me perdonó que la dejara sola en aquella habitación hasta el amanecer».

El poeta habla de El asunto es estar localizable, que abre su primer poemario, Como un delfín después de la acrobacia (1997). Más tarde la sugestiva línea serviría de título a una selección de poesía cubana rubricada con el sello de Ediciones Oriente, razones por las que ya cobra méritos González Bermúdez; sin embargo, no son los únicos.

Junto a esa referencia, ocho poemarios publicados y un arduo trabajo como promotor cultural, un nuevo hecho engrosa la valía del poeta: la publicación de su poemario La pasada niebla (Editorial Ácana), cuya lectura descorre algunas máscaras cotidianas para mostrar las grisuras de una etapa de la vida que no renuncia a hallar –y esto se nota– de nuevo los colores.

«Este  cuaderno nace de la decepción, del dolor literalmente emocional a un costado del pecho, de esa punzada inexplicable que se te clava ante algo que no esperas. Hubo un tiempo en que de todo desconfiaba, pero no dejaba de creer en eso del mejoramiento humano».

Historias desgarradoras, llenas de interrogantes incontestables  tras  tocar fondo, emergen en estos versos donde extinciones y nulidades parecen empoderarse de la voz lírica que es aquí el poeta mismo.  De señales mal leídas, jugarretas  y «golpes más visuales (…) que el dolor no reconcilia si se trata de ausencias viscerales», de trampas, muertes súbitas de la conciencia, promesas desmayadas e impías conclusiones, que reniegan de la lucecita salvadora al final del camino, están llenos estos versos claros hasta la médula y contentivos de  un daño que solo repara el amor filial, despojado de las culpas que en el acto mismo de la escritura aniquilan a quien pone al hijo a salvo.

El diálogo versado y contundente con Manuel Alejandro –a quién muestra el jolgorio falso de verdades maquilladas que evitan mostrarse tal cuál se está, después de las traiciones– se trueca en el  bálsamo que suelen ser los hijos cuando el desencuentro con lo repentino se arrellana con impúdica desfachatez.

«La relación con mi hijo en muchos casos fue mi desahogo». Y nadie lo dude: es descarga, pero también protección y  auxilio. Si acaso no estoy delante / de ti cuando la aventura / sea el zarpazo que apura… / si acaso yo me demoro / me buscas en algún poro / que te dejé en la ternura. Sin embargo,  la niebla pasa… Más para delante, hay casas… y versos en los que la oscuridad clarea y poco a poco lo turbio se disipa. El deshielo cicatriza,  la dolencia empluma y los pies al fin se mueven.

Al menos así se siente cuando se sale a caminar «sin miedo los empedrados pasadizos de la muerte». No importa si no es con la ilusión intacta o con el espejismo a pedir de boca. El asunto es estar de caminante, aunque sea «como un paria feliz que muestra con orgullo cierta resistencia».


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