Revista Pijao
Karmelo C. Iribarren: «Puedes matar un poema por querer hacerlo perfecto»
Karmelo C. Iribarren: «Puedes matar un poema por querer hacerlo perfecto»

Por Juan Tallón   Foto Humberto Bilbao

Jotdown (Es)

La crítica lo ignoró durante mucho tiempo. Pero su poesía urbana se abrió paso. Tiene muchos lectores, que ante sus versos se sienten los protagonistas del poema. Las ediciones de sus libros se suceden. Vende. Es citado. Estuvo al borde del abismo, aunque hoy ya no bebe ni fuma. Esta entrevista es el resultado de tres horas de conversación en la que consumió cinco cafés solos y seis chicles de nicotina. Empezó en la cafetería del hotel Londres de Donosti, donde escribe habitualmente, y acabó en el bar Akerbeltz, en el que enterró dieciocho años de su vida antes de traspasarlo, mezclando poesía y resaca.

«Yo estaba meando / cuando me dieron / la noticia. Tenía siete años. / Se me acercó un chaval / por la espalda, / y me lo dijo».

Es el comienzo de un poema que habla del día que te anunciaron la muerte de tu padre, y que tiene setenta y cuatro versos, uno de los más largos que has escrito nunca en Serie B.

Es como un cuento, casi.

¿Cómo fue tu infancia hasta ese momento?

No tengo muchos recuerdos de mi padre en casa. Antes de morir, mi padre ya llevaba tiempo enfermo; había tenido un accidente de tráfico que lo había dejado con una vértebra rota, se pasaba el tiempo en los hospitales. Pero su muerte tampoco me influyó demasiado.

¿Tu infancia fue feliz?

Sí, normal. Fue una infancia un poco desordenada. Me acuerdo de que pasaba mucho tiempo en la calle. De hecho, después, cuando dicen que en mi poesía hablo mucho del tiempo que hace, de la temperatura, del clima, siempre explico que es porque fui muy consciente de eso desde muy niño. Creo que tuve una infancia más o menos normal, hasta que mi padre desapareció de escena.

¿Dónde estudiabas?

El primer colegio era de monjas, aunque creo que también había curas. Estaba cerca de casa. Estuve un año o dos.

¿Los profesores eran severos?

No tengo malos recuerdos de aquellas monjas. Cuando murió mi padre, mi madre se quedó con cuatro hijos, y la pobre cayó enferma. Menos a mi hermana, que se quedó con una tía, a los otros hijos nos metieron en un orfelinato. Y eso que en mi familia, por parte de uno de los abuelos, tenían algo de dinero, pero en estas ocasiones todo dios escurre el bulto.

¿Cómo era el orfelinato?

Era terrible. Recuerdo que entré un día de invierno y ese día abandoné el mundo de mi niñez. Se trataba de un sitio en el que había ciento y pico chavales que iban desde los siete hasta los veintidós años. Y aquello era la hostia. Era una mezcla de orfelinato y cárcel infantil. Había gente pobre pero también chavales medio psicópatas de familias bien. Luego todo esto se distribuyó mejor: unos aquí y otros allí. Guardo la imagen de entrar allí y pensar que había pasado algo muy gordo. Estaba un poco aterrorizado. Mi vida había cambiado en horas, o en días. Allí dentro ya no había infancia, duró hasta que entré en el orfelinato, donde la disciplina era férrea. Recuerdo el frío. A las seis y media te levantabas, el desayuno era a las siete y media. En esa hora tenías que hacer tu cama, lavarte, barrer y fregar una parte del edificio que te asignaban. Antes de desayunar pasaban revista a los zapatos. Al principio era terrible, te preguntabas qué era eso. Pero te acostumbras en quince días. No había más remedio.

¿Cuánto tiempo estuviste allí?

Mis hermanos mayores salieron enseguida, pero yo estuve unos años. De hecho, iba al instituto y todavía estaba allí. El impacto fue al principio; te sacan de tu ámbito familiar, tu padre está muerto, y de repente estás ahí… Yo era el más pequeño, además. Te dices: esto qué hostias es. Pero también tienes que reaccionar, porque allí no hay nadie que te salve.

¿Estabas muy solo?

Sí. Mis hermanos estaban detrás, pero en el fondo… Por eso siempre digo que luego, cuando fui a la mili, no me impresionó. Lo que vi allí fue como una repetición, de otra manera, con fusiles, pero una repetición de aquello que había vivido en el orfelinato.

En la adolescencia, cuando llegas al instituto, ¿comienzas a tener ya inquietudes? ¿Te interesaba la lectura? ¿O eso vino más tarde?

La lectura sí. Me gustaba la novela. Leía muchas novelas, más que tebeos. Eran novelas ilustradas, resumidas, de aventuras.

¿Tuviste uno de esos profesores de literatura que son a veces decisivos para despertar una vocación?

Sí. Fue una mujer, en tercero de bachiller. Se llamaba Marisa. Sus clases de literatura eran muy amenas. De hecho, las esperaba. Fue decisiva para mí. Porque ahí, en sus clases, me empezó a interesar la poesía, las posibilidades de las palabras… ahí empecé. Ahora está muy mayor, aunque todavía la veo por Donosti, paseando. Últimamente no me saluda porque no fui al funeral de su marido, Joaquín Forradellas, el responsable de las notas de la edición crítica del Quijote de Francisco Rico. Pero no fui porque no me enteré. Ella se lo tomó como una ofensa. 

Entre tanto, a los doce años trabajaste en un geriátrico de camarero.

Solía ir por las tardes a ayudar al que estaba en la barra. Al final trabajaba yo. Me sacaba una pasta. Recuerdo que me hacían una lista con los nombres de los ancianos y con aquello que no podía darle a cada uno. A unos no podía darles coñac, a otros no podía venderles tabaco… Yo les daba de todo. Después siempre he pensado si a lo mejor maté a alguno. [Risas]

Si uno sigue tu obra, advierte que el tema de la vejez es una presencia constante.

Sí, los viejos siempre me han interesado, no sé por qué. Quizá porque de niño también pasé mucho tiempo con mis abuelos.

¿Por qué dejaste los estudios? ¿No tuviste ocasión de ir a la universidad, o no tenías interés?

No era muy buen estudiante, aunque solía sacar buenas notas. Muchas veces no iba a la clase de la tarde y me escapaba a la biblioteca a leer novelas. No sé por qué hacía esas cosas, pero las hacía. Estudié hasta sexto de bachiller. En sexto suspendí Física. Siempre digo que la profesora de Física me tenía manía. La Cubillos. Me tenía paquete [Risas]. Un día, muchos años después, la vi y no me reconoció. Me preguntó si sabía dónde estaba no recuerdo qué sitio. Y pensé: te vas a joder. Y la mandé para otro lado. [Risas] Eso por su parte. Por lo que a mí respecta, creo que empecé a andar demasiado en la calle. Había una especie de ebullición política… yo qué sé. Mis hermanos estaban metidos en el movimiento anarquista. Se turnaban para entrar en la cárcel de Martutene, poco antes de morir Franco. Yo les ayudaba a preparar panfletos en una de aquellas vietnamitas… una majarada. Cada vez que lo pienso… me cago en la puta, quién me mandaría a mí. [Risas] Yo creo que dejé los estudios un poco por influencia de mis hermanos.

Estuviste afiliado a la CNT.

Sí. Todavía era ilegal, pero nosotros estábamos ahí. De hecho, yo tenía carnet, pero no pagaba las cuotas. Nos reuníamos en un bajo de la avenida Madrid, donde conocí a muchos viejos que habían estado en el frente de la guerra con Durruti, fíjate. Pero me di cuenta de una cosa enseguida, y es que había bastantes jóvenes que iban todos con el anarquismo… pero creo que muchos iban a ver si pillaban algo con las tías. [Risas]. Es un anarquismo golfo.

En tus poemas, y también en tus diarios, muy rara vez haces una lejana referencia a la política, y cuando la haces, es para transmitir cierto escepticismo. ¿Qué plano ocupaba entonces la política en tus preocupaciones?

En aquella época todo estaba muy politizado. Pero a mí la política, sinceramente, siempre me ha parecido… supongo que es necesaria, pero me ha parecido decepcionante. No la política, sino los que la ejercen. Desde muy pronto. Iba a la cárcel a ver a mis hermanos, pero en cuanto las cosas en casa regresaron a la normalidad no me volvió a interesar la política. En todo caso, la he sufrido alguna vez.

¿En qué sentido?

En el País Vasco pasamos de la dictadura a un estado extraño. Aquí la democracia tardó en llegar, tal y como llegó a otras partes. Aquí, durante muchos años, en democracia, la gente seguía sin atreverse a decir ciertas cosas. En el fondo, yo, como otros de mi generación, sufrimos la política por el lado franquista, pero luego sufrías también con el clima que había aquí, muy politizado. Era un runrún continuo, y a mí me parecía que muy asfixiante. Con el franquismo era más joven y quizá era menos consciente, hacía lo que me decían: hay que hacer mil panfletos, y yo los hacía, o leía un libro de Bakunin. Pero lo otro… lo otro es un coñazo. Veinticinco años, o treinta, siempre así. Si no es un asunto que te interese mediatiza tu vida. En ese aspecto digo que he sufrido la política.

Hay un poema, en Desde el fondo de la barra, que dice: «Mi mujer y mi hija / estas paredes y estos libros / un puñado de amigos que me quieren y a los que quiero de verdad / las olas del Cantábrico en septiembre / tres bares / cuatro con el garito de la playa / aunque sé que me dejo algunas cosas / puedo decir que de ser algo esta es mi patria / lo demás son historias». Parece que ahí queda acotada tu idea de la identidad. ¿Cómo viviste el conflicto armado en un lugar como Donosti?

Me parecía terrible lo que pasaba aquí, como a cualquiera. Llegó un punto en que lo terrible era casi rutina, lo cual es lo peor que le puede pasar a una sociedad. Tampoco hay mucho más que decir: uno se acostumbra a todo, a lo peor. Ahora las cosas han cambiado, pero esto era una especie de, en fin, no voy a decir de qué, porque luego salgo y me paran por la calle. [Risas]. A mí me parecía bastante terrible.

¿Y cómo conseguías que tu poesía viviese al margen de eso?

Tal vez si mi poesía no es una poesía muy politizada, puede que una de las razones sea esa: estaba inmerso en una sociedad tan politizada que no quería que mi poesía se viese afectada. En todo caso, aquí se enteraban cinco de que yo escribía poesía, y de esos cinco miraban hacia otro lado cuatro. Aquí nunca he pintado nada. Ahora un poco más, porque he publicado muchos libros… Pero ahora me alegro de que fuese así. Vivo aquí, pero literariamente es como si viviese en cualquier otro lado. En Donosti tengo algún amigo escritor, pero desde luego con las instituciones culturales no he tenido nunca nada que ver.

Eso me hace recordar una entrada de tus diarios en la que dices que no sabes si eres un escritor vasco. ¿Cómo es un escritor vasco?

Eso es una ironía. Me refiero a que se supone que a los escritores vascos los ayudan de vez en cuando. A mí nunca me han apoyado en nada. No he recibido ni un céntimo del Gobierno vasco para un folio. Pero no solo me refiero a ese aspecto. El poder aquí siempre ha estado en manos de los mismos. Les interesas si les interesas. Si no, independientemente de que hayas nacido aquí, no vales para nada.

¿Has recibido algún premio alguna vez?

No, nunca. No me he presentado, tampoco. Pero de los que otorgan, nunca. No soy un poeta premiable. No reúno una serie de requisitos, me da a mí. Al margen de la calidad. Aquí hay mucha gente que escribe muy bien, pero además de eso… no tengo grupos que me apoyen.

Dejas el instituto, te afilias a la CNT y al poco tiempo te vas a la mili, en Valencia. Y se produce el 23F. No parecía el sitio más tranquilo. ¿Cómo te pilló?

Antes de ir a la mili fui a Burgos, a intentar librarme. Llevaba un informe que me declaraba no apto para el servicio militar. Me lo preparó un amigo mío, cardiólogo. Era amigo mío porque nos veíamos por las noches y era un borracho. Pero fui a Burgos y no me libré. Ese mismo día me metieron en un tren a Madrid, donde debía coger otro para Valencia. Y llevaba tal borrachera que no sé qué hice, y cogí uno para Andalucía. Me quedé dormido y al despertar y mirar el paisaje, y sin conocer demasiado el paisaje del sur, me dije: hostias, me estoy confundiendo. Era Córdoba [Risas]. Llegué a Valencia un día tarde. Y claro, me cortaron el pelo, y al calabozo.

El 23F.

Yo recuerdo, aunque de esto me di cuenta después, que a la hora de cargar munición teníamos una rutina que se repetía. Tal día, tal cantidad para los reemplazos que iban a hacer la mili a otros sitios. Pero en los días previos al 23 de febrero, nos dimos cuenta de que estábamos cargando mucha munición. La rutina se había roto un poco, era extraño. Y te voy a decir cómo viví el 23F. Estábamos unos cuantos con la radio puesta y oímos los tiros y los gritos del Congreso. Inmediatamente apareció un teniente, que era un tipo detestable, vestido de gala, con las pistolas engrasadas. Todos a formar a la batería. Fuera. Nos echó un discurso… menudo discurso. Yo, porque llevaba siete meses allí y ya estaba medio loco, pero vi a tipos de uno ochenta desplomarse de la angustia, del miedo. Estos discursos militares que te dicen: estamos en estado de tal, y el que no cumpla las órdenes, al paredón. Así, ¿eh?

Ahora me hace gracia el tema, pero allí la cosa fue muy seria. Ese día me mandaron de acompañante del enlace a Valencia, con aquellos carros de combate viejísimos. Las calles estaban vacías. Parecía que iba a pasar algo. Cuando regresamos al cuartel me agarré una botella de coñac y me quedé dormido en un árbol de la borrachera, y al día siguiente ya había acabado todo.

¿En aquella época ya habías descubierto la poesía?

Sí, sí. A Ángel González y Gil de Biedma los leía ya a los quince años. No sé con qué provecho, pero sí. Fui un lector precoz. Y además un poco anárquico. Conseguí libros de mi hermano, que me los compraba, porque era pescador y tenía pasta. Yo leía antes con más pasión a estos poetas modernos, que entonces lo eran, que a los clásicos.

¿Fueron tus primeras lecturas de poesía?

En la escuela había leído a Quevedo, a Góngora, a Lope, en ese repaso general que se da a los clásicos. Pero cuando me enganché de verdad fue con estos poetas del 50. Más que con los del 27. Conecté mucho con Ángel González, Gil de Biedma, Blas de Otero, Celaya… A Celaya le veía ahí abajo [señala al paseo de la Concha]. De niño iba con mi madre a la playa. Y ahí, debajo de los relojes, había un bar. En el soportal solía estar Celaya sentado, en los años setenta, con una copa, y escribiendo. Y yo le decía a mi madre: «¿Quién es ese hombre que está ahí siempre?». Y mi madre decía: «Un escritor, ¿no ves?» [Risas]. Con los años seguí yendo a la playa y lo seguí viendo, y más tarde, cuando nos hicimos amigos, yo le decía: «Joder, Gabriel, si yo te veía ahí escribiendo». «Sí, ahí escribí muchos poemas», decía. Pero lo que le interesaba era beberse sus vinos.

Enseguida accedes al mercado laboral. ¿Cuáles son tus trabajos en esos años?

En esos años trabajo un poco de nada y de todo. Trabajé de albañil, de vendedor… fui vendiendo enciclopedias, era el fin ya, creo que no vendí ninguna. También hacía encuestas, que era cuando empezaban, no por la calle como ahora, sino que había que ir por las casas a preguntar. Fontanero, que no tenía ni idea. Trabajaba de cualquier cosa no cualificada, aguantaba una temporada y me piraba.

Entonces es cuando abres tu propio bar, al volver de la mili.

 

Sí, lo abro con un hermano y dos amigos. Éramos cuatro socios. Un bar muy pequeñito… casi se ve desde aquí.

Cerca de la playa, en cualquier caso.

Encima.

¿Cómo se llamaba?

Akerbeltz [Macho cabrío negro].

Allí estuviste dieciocho años metido, sirviendo copas.

Sí, por lo menos.

Es mucho tiempo. Ya casi nada dura dieciocho años.

Fue un bar con un éxito increíble. Cogimos una buena época. Pagamos el local rápidamente, daba dinero, y eso que aún había una crisis terrible. Fue un bar mítico. El sitio era pequeño, pero la gente salía fuera con la bebida, donde hay una explanada. Era un bar de música, muy libre en el sentido de que iba quien quería. Eso lo hicimos bien. Acudía gente muy politizada, y también gente muy pija. Acudían a menudo los artistas y la gente del festival de cine… Todo el mundo convivía. Había un respeto absoluto. Tengo buenos recuerdos, aunque era duro tener un bar. Además, en aquella época yo bebía mucho.

¿De qué año estamos hablando?

El bar abrió en 1985. Me acuerdo perfectamente porque en enero había habido unas nevadas terribles y aquí, en el paseo de la Concha, hubo unos campeonatos de esquí improvisado. Y en febrero, el viernes de carnaval, abrimos. Estaba todo preparado para abrir el sábado, pero de pronto empezó a entrar la gente y los socios se acojonaron, menos yo, que ya había trabajado en un bar, y empecé a despachar cañas y copas.

Para entonces ya habías empezado a escribir.

Sí, sí.

En 1977, de hecho, habías publicado tu primer poema en una revista.

En la revista Barro.

El bar te obligaba a vivir de noche. ¿Cuándo escribías?

Escribía en el bar muchas noches, que a lo mejor estaba solo, o con un cliente que ya estaba servido. O en casa. No tenía una rutina de sentarme. Los poemas me venían… y si no los podía escribir, dejaba las notas del poema. Ya lo tenía en la cabeza. Luego iba a casa y lo escribía. Pero en aquella época escribí muchos poemas en el bar. Yo los poemas los pienso; eso es lo primero. Los escribo mentalmente. No me siento y me pongo a escribirlo desde el principio, buscándolo. Ya lo tengo en la cabeza elaborado, tengo la idea. Es así desde los ochenta. No antes, en los años setenta, que fue cuando me dije que quería ser poeta, y empecé a escribir sonetos para aprender. Todos muy malos, pero sonetos.

¿Escribías sonetos para dominar la técnica?

Eso es. Escribía sonetos, o décimas, y a la vez, igual es un poco esquizofrénico, escribía como yo quería escribir, que era una manera más libre. El soneto es de esa primera época.

Entonces tu escritura era casi secreta. Publicas por primera vez en el 77, pero el primer libro, como tal, no aparece hasta el 95, cuando ya tienes treinta y seis años. ¿Por qué llega tan tarde ese primer libro? ¿No encontrabas editor? ¿No tenías prisa por encontrarlo?

Yo aquí viví, en lo literario, muy aislado. En la década de los ochenta no tenía ninguna relación con ningún escritor, nada. Escribía, pero nunca tuve alguien al lado que me dijese: esto está bien, Karmelo. Era una soledad… Fue bastante jodido. No era fácil. No sabía si lo que hacía tenía algún interés.

¿El aislamiento era doble, en el sentido de que también te sentías solo en los ochenta escribiendo el tipo de poesía que tú escribías?

También, es verdad. Ya escribía entonces lo que he escrito después. Se trataba de una poesía de la vida callejera, muy poco académica. En fin, no lo digo con ningún ánimo de hacer épica; es que es lo que era. Y es lo que en realidad a mí me gustaba, y me sigue gustando: ese tipo de poesía que los críticos, tantos, dejan un poco de lado. Yo escribía la poesía que quería escribir, y nadie hacía esa clase de poesía, que yo supiese. Los poetas de la experiencia, como García Montero, me gustaban. Era lo que quería leer, sin embargo, no era lo que quería escribir. Me parecían demasiado artistas, por decirlo de alguna manera. Yo escribía más pegado a la tierra, o al asfalto, con menos literatura.

Y, sin embargo, hay un momento en los ochenta en el que destruyes todos tus poemas. ¿Qué pasó? ¿Qué te hicieron?

Tenía unas carpetas en las que iba guardando mis poemas. Y una noche llegué borracho, una trompa… A veces sí que sentía cierto agobio por escribir durante años sin que nadie me leyese… Eso te puede frustrar. Yo porque era terco y seguía, pero… Me acuerdo de que esa noche llegué borracho, cogí las carpetas y las quemé. Algo de desesperación. Algo patético. El caso es que mi mujer tenía guardados unos cuantos poemas, y esos poemas se salvaron y han ido saliendo en libros, más tarde. Con lo cual, a veces pienso que no serían tan malos. Pero creo que el 90 % de lo que tiré, lo digo sinceramente, no valía para nada. Eran intentos.

Llegan los noventa y conoces a otro poeta que comparte cierto lenguaje poético contigo, y que será muy importante en tus comienzos. Hablo de Roger Wolfe. ¿Cuándo y cómo lo conoces?

Primero conozco a Michel Gaztambide. Todo va unido. En aquella época Gaztambide había escrito un libro en la editorial Pamiela, Las aventuras de Máximo Tirati, un libro breve. A mí me gustó, y una noche de 1990, o por ahí, vino al bar y nos pusimos a hablar. Michel había escrito ya algún guion, y yo no pintaba ni media, claro. Empezó a venir a menudo, nos emborrachábamos juntos. Dos o tres años después le dije que había leído un libro de un poeta que me gustaba mucho, era inglés y se llamaba Roger Wolfe. Y va y me dice: «Pues voy a estar con él ahora». Tenía que ir al festival de cine de Gijón, donde Roger trabajaba de intérprete. Ah, pues dile que tiene aquí un lector. El caso es que Wolfe, con la colaboración del Ateneo Obrero de Gijón, editaba una especie de colección de cuadernillos, de plaquettes, que se llamaba Máquina de Sueños. Y un día le dijo a Gaztambide que, si tenía yo algo, que se lo mandara. Y esa fue mi primera publicación, Bares y noches, que no es exactamente un libro, sino una plaquette.

¿Qué sentimientos te suscita ese poemario de 1993? Porque desaparece de tus antologías.

Algunos poemas pasan luego a La condición urbana, otros no. No le doy entidad de libro como para ponerlo en las solapas, pero por lo general siempre lo cito, no tengo problema. Antes de eso, sin embargo, había publicado una plaquette en los ochenta, que nunca la menciono porque no tengo ningún ejemplar, y si lo tengo no lo encuentro. Por eso no lo cito, porque no tengo pruebas. Lo tiraría.

¿Empiezas a tomarte en serio como poeta en esos años? ¿Por primera vez, después de leer a Wolfe, tuviste la sensación de que había alguien más con una sensibilidad parecida a la tuya, voces hermanas?

Sí. La caja de plata, de Luis Alberto de Cuenca, que es un libro que publicó en el 85; aunque no tiene nada que ver con lo que hacía, ya me interesó mucho, porque era poesía urbana, y en aquella época que había tanta poesía críptica y tanta hostia, esto era como un oasis. Incluso algunos libros de García Montero… algunos poemas, mejor dicho. E incluso los poemas de Hymnica y Huir del invierno, de Luis Antonio de Villena, que eran muy de la ciudad, con su toque decadente, claro. Pero el libro de Roger Wolfe [Días perdidos en los transportes públicos (1992)] tocaba más la calle, estaba más cerca. Y ahí sí noté una afinidad con lo que yo hacía o quería hacer. Fue importante en ese momento para mí, sí.

Llega el año 95 y publicas La condición urbana en la editorial Renacimiento, de la mano de Abelardo Linares. ¿Cómo llegas a él?

Le mandé el manuscrito después de publicar la plaquette, pero sin demasiadas esperanzas. La cosa salió bien. Influyó mucho en la decisión un amigo de Abelardo llamado Vicente Tortajada, un poeta sevillano al que le gustaba mucho lo que yo hacía. Él, de hecho, ordenó La condición urbana y el siguiente libro, Serie B. El primero tardó un año y medio en salir, y Serie B, tres, desde que le entregué los poemas. Abelardo andaba fuera de España y los ritmos eran los que eran, y a mí me tocó esperar.

Eres un poeta hecho y derecho aunque sea el primer libro, pues tienes treinta y seis años. ¿Ese es el momento en el que pensaste que al fin habías encontrado ya tu voz?

Sí. Yo creo que sí. Se hablaba de realismo sucio entonces, aunque yo nunca me vi en esa etiqueta. Sí hay algunos poemas muy coloquiales, con algunos tacos, que quizá tengan que ver con la literatura de Wolfe. Entonces éramos muy amigos, además. Lo fuimos durante unos años. Pero yo creo que en ese libro ya está el poeta que voy a ser. Sí que hay concesiones, vamos a llamarlas así, al momento, a la época, pero yo creo que ahí ya estaba hecho como poeta, para bien y para mal.

Es difícil escapar a las etiquetas y sentirse cómodo en ellas. Tú has comentado ahora que, al principio sobre todo, se te situó en el realismo sucio. Villena lo sustituyó por realismo limpio y minimalismo. ¿Te sitúas en algún tipo de tradición, o crees que no eres catalogable?

Yo creo que no. A mí me han situado en muchos sitios y en ninguno. Haber estado un poco al margen de los circuitos literarios ha hecho que apenas haya tenido repercusión crítica. Ahora más, pero durante muchos años nada. He sido un caso extraño, no saben dónde situarme, dónde ponerme o dejarme… y yo estoy muy bien no estando en ningún sitio.

A la deriva.

Sí. Yo creo que a mi poesía le va bastante eso. No es nada académica.

¿Tus poemas en general tienen un modo de nacer? ¿Existe un método en ellos?

Vienen casi siempre de algo que he oído. Una conversación, por ejemplo. Me interesa una frase incluso coloquial, pero me interesa más por cómo está dicha, que por lo que dice. Empiezo a trabajar sobre eso. Me vienen una o dos frases que suelen ser un verso, y que ya trae el ADN, la información de todo el poema. Cuando empiezo con un poema en la cabeza más o menos sé cómo va a acabar. Sé que va a tener doce versos, o catorce, o diez. Todo eso más o menos lo tengo claro, y veo el final casi siempre. Lo que me suele costar es la mitad. En ocasiones lo que encuentro primero es el final del poema, y debo realizar el trabajo a la inversa, buscando el comienzo, para acabar.

«Me gusta la literatura que se parece a los días laborables», escribes. ¿Cómo es uno de esos días laborables en tu vida?

Bueno… son repetitivos. [Risas] Y ahora como ya no hago prácticamente nada… Si no tengo ningún compromiso, me levanto, me tomo un café, leo un poco, miro las redes… suelo quedar con algún amigo escritor aquí. Leo mucho, todavía. Nada, son días grises, apacibles, que se van yendo. A veces llueve.

Es evidente que eres un poeta de la ciudad, los males y las felicidades que todo esto genera, y esa ciudad es Donosti. ¿Has vivido siempre aquí?

Sí.

¿Eso es determinante? ¿Te cuesta salir de esta ciudad? ¿Te incomoda viajar?

No. Lo que pasa es que no viajo en avión, viajo en tren, que no sé si es viajar… seguro que sí. Me encanta viajar. Lo que más me gusta de la literatura es cuando me invitan a alguna ciudad, y vas, coges el tren tranquilamente, el hotel, recitas o participas en una conferencia, ves la ciudad como un turista, eso me gusta…

Pero ¿necesitas regresar a tu rut na?

Sí. Eso solo son estancias. Luego vuelvo y me pongo a caminar a lo largo de la ciudad, que es lo que hago.

¿Alguna vez te has planteado huir y cambiar de aires?

¿Lo dices por algún poema? [Risas]

Lo digo porque al final uno se puede convertir en paisaje del sitio en el que vive.

Sí, sí. [Risas] Yo creo que por eso viajar es para mí una especie de respiradero. Tomo aire unos días, vuelvo… si no, se me haría un poco insoportable.

Porque aquí has encontrado lo mejor de tu vida, pero también tus infiernos personales, tu abismo, del que hablas a menudo.

Hubo una época en que me parecía que esta ciudad se me quedaba pequeña. Entre otras cosas, porque yo en lo literario no tenía a nadie con quien hablar. Pero, claro, también es verdad que yo entonces no era nadie. ¿Adónde iba a ir yo? Eran fantasías. Ahora está todo tan cerca… en cuanto pongan el AVE a Madrid, si sigo vivo, voy a estar en dos horas allí. No quiero hablar del problema lingüístico porque paso, porque luego me llevo hostias de todos los lados, pero si escribes en castellano aquí no existes. Existe más uno que viene de Albacete que ha escrito un libro y le invitan aquí que tú que eres de aquí. Según cómo lo interiorices es muy agobiante, en el fondo. Lo que pasa es que, bueno, te dices: qué cojones, sigues delante.

Tu poesía es una poesía antirretórica, sin metáforas ni exploraciones en el lenguaje. ¿Cuesta más alcanzar esa sencillez que buscar precisamente lo contrario?

A veces me cuesta más, sí. Yo escribo retirando palabras. Cada uno al final utiliza el oficio a su manera. Mi trabajo consiste sobre todo es despojar, porque me interesa que el poema se quede en el hueso, en lo que quiere decir, sin perder emoción. Lo cual a veces es muy peligroso, porque si no consigues atrapar esa emoción, no has conseguido atrapar nada. Si eres un poeta retórico, bueno, al menos pareces escritor: mira qué imagen. Pero ¿yo? No pongo nada. Si no consigo atrapar bien el texto con la idea, ese maridaje, me quedo en la minucia.

¿Qué haces si te viene una metáfora a la cabeza?

 

[Risas] No me vienen muchas. Tampoco las busco. Aunque quizás sí que haya otra utilización de las metáforas en mi poesía. Lo que pasa es que están camufladas. La metáfora siempre parece un significante superior al normal. Están dentro del lenguaje coloquial y no se notan.

¿Has escrito poemas ante los que has sentido que no eran tus poemas?

Me pasa menos de lo que me pasó. Pero sí. Es más común que simplemente escriba un poema que no me gusta. En todo caso, prefiero un poema que no sea gran cosa, que apenas sea una anotación, con una chispita, a un poema pretencioso pero que no me convenza.

No sé si alguien como tú podría decir de su proceso creativo que cuando algo suena a poesía, lo quita, pero sin renunciar a lo que hace que eso sea poesía.

Algo de eso pasa. No me gusta que algo haga parecer tópico al poema. Estas cosas que son de la poesía… voy a mear.

¿Cuáles son los mayores peligros que sientes que puedes correr escribiendo un poema?

Despeñarme hacia la nadería, la minucia. No conseguir atrapar algo. Si escribes un poema, con que esté bien escrito y aprese una cierta emoción, para mí es suficiente. Para mí. El problema cuando se escribe tan claro como lo hago yo es que no alcances ese propósito y el poema se quede en una mera anécdota, casi en una modalidad de prosa.

¿Qué cuestiones temáticas te resulta más difícil afrontar?

Creo que ninguna. Lo que pasa es que no premedito. Los temas van viniendo. Aunque creo que siguen siendo los mismos de siempre: el amor, el paso del tiempo, la mujer, la vejez. Por ejemplo, la poesía social… yo creo que en el fondo hay pocos poetas más sociales que yo. No hablaré de los trabajadores que han despedido de la Renault, pero hablo de esos otros que se han quedado al margen. Yo a los excluidos los recojo en todos mis libros. Cuando se habla de la poesía social parece que se confunde la poesía política, marcadamente política, con la poesía social o más humanista, que es en todo caso donde estaría yo.

Muchas veces tus poemas están cerca de ser relatos. ¿Es una idea de salida o simplemente se impone por su propio peso?

Cuando empiezas a escribir un poema, como los poemas que escribo yo, que son bastante breves, tienes una idea de por dónde vas a ir y de lo que va a suceder. Pero ocurre una cosa, y es que hay un momento en el que el poema empieza a adquirir entidad a medida que lo escribes, y a veces es él el que decide por dónde vas a ir. Tú creías que ibas a comunicar con este poema no sé qué, y resulta que al final del poema no comunicas exactamente eso. ¿Por qué? Pues porque entre lo que tú creías buscar, y lo que alcanzas, entre lo que quieres y lo que consigues, está la escritura de poema, de tal manera que no eres tú quien comunica, sino el poema.

Tu poesía trabaja sobre un material que busca la credibilidad. La gente te lee y se produce una identificación, un pacto, una comodidad. ¿Crees que hay un momento, en tus poemas, en el que el lector se dice esto lo viví, ese tipo soy yo?

No lo hay, pero eso sucede y hace que a mucha gente le guste y que a otra mucha gente no. Depende del tipo de lector. En esta poesía tú cuentas tu vida, estás contando tu vida en verso o como quieras, pero solo es válida si el lector cree que le estás contando la suya. Si fuese solo la mía, al lector le daría igual, pero si lo lee y cree que le ha pasado a él, o lo ha pensado antes, ahí es donde creo yo que se produce una especie de complicidad entre el autor y el lector. Para conseguir eso, los asuntos de los que trate el poema tienen que ser muy comunes, aquí no hay nada original. Estás diciendo lo de siempre y resulta que él lo lee y piensa: uy, pues es verdad.

¿A un poeta le interesa la verdad? ¿Le aporta algo?

Sí, a mí sí. Ya sé que la verdad está pasada de moda, pero hay verdades que me interesan. No sé si la verdad o la credibilidad. A mí no me interesa mucho Vila-Matas, por ejemplo. Porque no puedo leer un libro que me dice que el narrador está en París, desayunando con Hemingway… Ahí no entro. Me digo: eso es imposible. Soy así de básico. Me interesa más Pla, que me dice que está tomando vino en el casino, bebiendo, con resaca, porque ayer tomó más café… porque eso sí. No sé si es la verdad, pero yo me tengo que creer eso que leo. Si me lo creo, entro.

Eso que te une al lector, ¿crees que es también lo que te separa de la crítica, que parece no prestarte demasiada atención?

La crítica es académica. Yo estoy fuera de la academia. Siempre he estado fuera de los circuitos. Los críticos siempre han sido temerosos y se han preguntado qué hacer con este. «Si decimos que está bien… joder». Porque su poesía es una cosa tan clara, y a la vez tan despojada. No pueden meter mucha mano ahí. Yo creo que siempre he estado marginado… bueno, al margen. Y a la larga me ha venido bien. He publicado ya seis antologías, tres poesías completas, libros sueltos de poemas… doce, de literatura infantil, un diario… y que no pongan ni tu nombre… no que me dediquen dos líneas, ¡el nombre! Me parece extraño. A mí me da igual, no me voy a poner a llorar a estas alturas…

En tus poemas aparecen de vez en cuando nombres propios. Carver, Chandler, Bukowski, Villena. ¿Hay una pauta? ¿O están porque te dejaron una honda marca?

Hay un poema en el que hablo de Luis Antonio de Villena, que no es más que una recreación. Estaba dando una charla y yo me encontraba a su lado, y noté cómo de repente cambió el registro, estaba hablando de una cosa y empezó a hablar de otra, bruscamente. Después yo le pregunté qué le había pasado, Y él [imitándolo magníficamente]: «Ay, Karmelo, es que he visto a una señora allí al fondo que estaba cerrando los ojos, aburrida, y me he dicho que no iba a permitir que se me durmiera, y he pensado que iba a hablarle de mi gato, y ha sido hablarle de él y he visto que la despertaba». Y es lo que hizo. Hablaba de Gil de Biedma y de repente cambió muy bruscamente a lo del gato. A mí me pareció… [Risas] Y le escribí un poema.

¿Y los otros?

A Carver lo leí mucho. Sus libros se tradujeron aquí en los ochenta, y me pareció magnífico. Me quedé flipado. Yo creo que fue uno de los grandes deslumbramientos literarios que he tenido. Me leía los cuentos varias veces… Esas vidas a la deriva, ni siquiera épicas, muy apagadas. Siempre he sentido por Carver una devoción… ahora lo leo menos. Chandler es un escritor que me encantó. Me gustaban mucho, curiosamente, sus metáforas, las figuras que componía. También leí mucho a Ellroy, pero es cardíaco, lo dejé porque me producía ansiedad. Esa escritura elíptica: salgo del coche, punto, miro al frente, punto, avanzo, punto… Estás leyendo y te produce taquicardia. No te deja respirar, no te deja acompasar. Con los autores tú te acostumbras a su prosa, pero este tío a mí me creaba ansiedad.

Y se me ha asociado mucho a Bukowski. Yo lo leí en los setenta. Cuando murió Franco hubo una época, que me cogió con dieciséis o diecisiete años, de libertad, una locura, una majarada, y yo cada dos por tres dormía en una casa diferente, ligabas todas las noches… y en casi todos los pisos así había un libro de Bukowski. Entonces era algo subversivo. Unos libros de Anagrama, con aquellos dibujos… Y yo leía a Bukowski en los pisos de las chicas con las que ligaba [risas], fumando marihuana.

¿Sientes que has tenido que inventarte tus propias herramientas para hacer tu poesía? ¿La tradición te ha servido de algo?

Sí, tuve que aprender solo. Tuve que fabricarme mi propia técnica. Cuando alguien quiere escribir, siempre es bueno que tenga alguien al lado con quien compartir su obra. Pero yo no tuve eso. Yo escribía pero no sabía nada, intuía que aquello iba mejorando, pero tampoco lo tenía muy claro, no había nadie que me aconsejara. Tuve que fabricarme una retórica sin retórica.

Tus poemas son siempre muy concretos, están llenos de objetos, de espacios reconocibles, de la hora del día, del tiempo, y de eso que podríamos llamar vida cotidiana. ¿Te hastía la abstracción?

Yo no me encuentro… mi mundo está más entre los objetos y entre lo que sucede al lado, lo inmediato. No sé, la abstracción… no me encuentro. No sé si se busca o si sucede. No es algo que elija. Sucede así.

«Si hubiese ido a la universidad, habría sido un poeta más correcto», escribes en tus diarios. ¿De qué corrección hablamos, de una que te habría hecho peor poeta?

[Risas] Seguramente. Tal vez ese correcto lo tendría que haber puesto entre comillas, o como lo ponga ahora la academia. Es una frase irónica. Si hubiese sido más correcto, habría escrito mejor. Pero peor, porque habría sido más correcto.

Un poeta más.

Por ahí va la idea.

¿Para quién escribes?

Esa pregunta tan sencilla no sabría muy bien cómo responderla. Creo que escribo para alguien, pero cuando estoy escribiendo tampoco me lo planteo.

Escribes, pues, para ti.

Sí. Escribo porque no sé hacer otra cosa, tampoco. Si no, ¿qué hago? Paseo, me aburro.

¿Eres un poeta muy prolífico?

Yo creo que sí.

¿Consigues estar mucho tiempo sin escribir?

Es raro. Tampoco me importaría mucho no escribir. Nunca he tenido uno de esos periodos de sequía que preocupan a los escritores, en parte porque nunca me he sentido un escritor. Puedo estar meses sin escribir un poema, pero luego escribo veinte de golpe. Nunca he tenido bloqueos. He tenido más o menos ganas, a veces. Ahora lo que me suele suceder es que me pregunte si esto que he escrito no lo habré escrito ya, o si tiene algún interés, si no será incidir o abundar sobre algo que ya he dicho. Ahora a lo mejor escribes algo que ya has escrito, y lo escribes mejor. A mí me ha pasado con algunos poemas. Al revés la dinámica es menos peligrosa, porque si escribes algo que ya has escrito pero lo escribes peor, lo desechas directamente. Incluso aunque el poema no sea muy malo. Si no supera lo anterior, para qué preservarlo.

¿Tus poemas requieren mucha reescritura?

Algunos muchísima más de lo que pueda parecer. Pero otros no. Si tengo suerte y doy con lo que quiero… No todos necesitan una reescritura. Algo siempre, claro. No he escrito nunca un poema iluminado. Siempre hay algo que tocar, quitar, poner, una palabra que se repite. Pero ha habido otros que sí. Me ha pasado con algún poema que me gustaba mucho, y lo he abandonado y lo he cogido a los seis meses y lo he acabado. Esto es peligroso, porque el momento, la emoción, ya son distintos.

¿Trabajas mucho la forma, eso que en tus poemas parece que no es importante?

Sí. Pero sobre todo mi poema funciona a través del ritmo. Pero sí, la forma me interesa, incluso en un sentido orográfico me preocupa cómo quede un poema en la página en términos visuales, por eso a veces hago sangrías, jugando con las posibilidades, la dualidad, los encabalgamientos. Esto es una ridiculez, pero en la medida de lo posible, presto atención a la parte estética del poema.

Eliot decía que «ningún verso es libre para aquel que quiere hacer una buena labor». ¿No hay quizá versos libres?

No, el verso libre es el verso menos libre que existe. Te exige en realidad un dominio del ritmo muy grande. Nunca se puede quedar colgando, y es lo más fácil que puede pasarle. El verso libre funciona cuando el ritmo del poema está bien conseguido, bien atado… y eso se nota. En el verso con metro tú vas a alguna parte. Dices: es un endecasílabo, vale, doce sílabas y tengo que acabar en ado. Bien. Pero yo voy allí, lo sé. El verso libre tiene que ser un verso natural y, sin embargo, no tiene las apoyaturas que tiene el verso métrico.

¿Disfrutas escribiendo?

A veces sí. Pero como soy un irresponsable, que no escribo para que mañana me reseñe García Martín, por ejemplo, puedo escribir como me dé la gana. Sí, me lo paso bien. No soy de los que sufren escribiendo. Ahora ya escribo cuando me apetece, que es casi todos los días. Casi todos los días escribo algo, una frasecita… casi todos los días. O poemas, o el inicio del poema. A veces los dejo ahí, y a veces hasta tengo tres en la cabeza.

Pero por lo general no son de gestación lenta.

No, no. Los dejo ahí, pero ya sé más o menos lo que voy a hacer con ellos.

¿Das a leer tus poemas antes de considerarlos definitivos?

Ahora a veces, como ya tengo…

¿Algún círculo literario?

No, quedamos a veces un grupo de amigos para hablar, pero nada más.

¿Sigues al margen?

Sí, sí. Pero ahora ya tengo muchos lectores. Ahora a veces sí que le mando algún poema a Pablo Macías, que ha estudiado mi obra, y le pregunto qué le parece. No hay que fiarse mucho de los lingüistas y todos estos, porque no pueden evitar la ortodoxia. A mí me gusta un poco la imperfección. No es que la busque. Mi prosa es un desastre, por ejemplo. Pero a mí me gusta porque alcanza apariencia de vida. En la poesía también me gusta el verso que está vivo. No me gusta el poema cadáver. Me agrada que se levante un poco de la página. Cuando alguna vez consulto o pido una opinión, en función de lo que me digan tomo nota o no. Siempre es positivo que te digan algo. En primer lugar, lo hacen con toda la buena intención, pero hay que tener cuidado. Puedes matar un poema por querer hacerlo perfecto. A veces lo que lo hace singular es esa especie de imperfección. Te viene el catedrático y te dice esto y aquello; sí, ya, pero lo has jodido. Está bien escrito, pero lo has jodido.

¿Qué relación tienes con la prosa? ¿Has escrito alguna vez una novela? ¿Lo has intentado? ¿Lo has pensado?

No. A veces he pensado en hacer una novela, una autobiografía novelada o algo así, pero me da una pereza inmensa. Y, sobre todo, lo más importante: no creo que tenga talento. Tal vez unas memorias… es más fácil, porque vas apuntando los recuerdos, y luego le das una forma. Pero escribir novelas es otro asunto, se necesita otro tipo de talento. No hay más que ver mi diario: son apuntes. Algunos que hago de filósofo de tercera. Lo que pasa es que a mí me gusta tomar nota de ideas, incluso constatar lo obvio. No hay día que se vaya sin que escriba algo. Incluso si algún día no lo he hecho, me fuerzo un poco a última hora, de madrugada, por escribir un poco. Busco una idea, lo que sea. Pero es que soy un prosista muy malo. Prefiero el texto en bruto. No soy un estilista. Y es ahí donde está el dinero, en la prosa. [Risas]

¿Crees que cada vez es más difícil que se den pequeñas revoluciones en la poesía?

Hombre, yo creo que la poesía siempre ha estado demasiado en manos de la academia, de los universitarios. A veces de una manera, para mi gusto, enfermiza y excesiva, y mala para la poesía. Ellos dicen lo que sí es, lo que no… ellos canonizan, reparten la calidad. Y a mí eso no me parece lógico. Entiendo que tiene que haber una mirada académica, entre comillas, aunque a mí no me interese. Pero creo que ha habido un exceso. La poesía española estaba acomodada. Ahora mismo esto que ha sucedido con estos chavales que escriben… yo creo que ha servido para ver que eso era así, que se iban sucediendo las generaciones y todos eran filólogos, pero estaban ahí, y les daban una posición. Todos solían ser poetas medio incomprensibles. ¿Cómo se puede ser incomprensible a los veinte años, a la hora de escribir? Todos estaban muy preparados lingüísticamente. ¿Y la vida? ¿Y vosotros dónde estáis cuando sale el sol?

En este contexto cobra mucho sentido ese poema de Serie B: «No se preocupen. / Ustedes sigan / adornando / sus jodidos arbolitos / de Navidad. / Yo haré / el trabajo / sucio».

[Risas] Podría ser algo así. A mí me gusta la literatura que se parece a la vida. Ya sé que todo es literatura en cuanto está el lenguaje de por medio, pero… Entre la literatura de los libros y la literatura de la vida, yo prefiero la de la vida. Y eso me vale para la prosa y para la poesía. A mí. Muchos de estos poetas… sus textos parecen trabajos de laboratorio. Me pasó cuando leí por primera vez la antología de los Novísimos: fue como si se me apagase una luz en mi interior. Yo leí aquello y me decía: pero ¿esto qué es? No entendía nada. Tú lees Una tromba mortal para los balleneros, de Antonio Martínez Sarrión, y es un libro culturalista, metapoético, no hay nada de emoción, es todo una especie de alarde, de vez en cuando ponen frases en inglés, un collage, por ser vanguardistas. Esto no lo voy a hacer yo en la puta vida, pensé. Se lo dije a Leopoldo María Panero más de una vez: vosotros casi acabáis con mi vocación.

Las mujeres son una constante en tu poesía. El amor es su gran tema por excelencia. Y el paso del tiempo, y la épica cotidiana, las viejas amistades. La muerte, en cambio, tiene poco reflejo en tu obra. ¿Hay alguna razón?

Es verdad lo que dices. Aunque últimamente ya hay algún poema.

¿Te estás corrigiendo?

[Risas] Yo creo que nunca he tenido muy presente la muerte hasta hace poco. No era un tema que a mí me importase, ni literariamente. Sin embargo, últimamente… es cuestión de edad, sin más. Ahora sí que es una inminencia que proyecta una sombra que ya va a estar siempre contigo. En mis libros no se ha filtrado mucho, pero sí se ha filtrado algo. Se habla de ella. Fíjate por ejemplo… [abre su último libro, una antología que edita Visor]. Este poema habla de que te encuentras con un tipo conocido al que ves alguna vez, no tiene mucho que decirte, [empieza a recitar] y al despedirte piensas que tampoco sería tan extraño que te estuvieses despidiendo para siempre. Te sorprendes un poco al principio, nunca lo habías pensado, no de alguien así, de su edad, que es la tuya. Te sientes raro, distinto, abres el paraguas, sigues andando hacia la playa, de repente te apetece mucho estar solo, ver el mar.

La has visto (la muerte), pero la ignoras. Sigues caminando, abres el paraguas…

Sí, sí. Yo creo que la muerte, el tema de la muerte, entra, pero un poco esquinado.

Por la gatera.

Formando también parte… antes no aparecía y ahora ya aparece.

Sin embargo, hubo un momento en tu vida en el que, como tú comentas a veces, estuviste al borde de la autodestrucción, en el abismo. ¿Tal vez ese habría sido un buen momento para temer a la muerte y tenerla en consideración?

Yo llevé muy mala vida, sobre todo con el alcohol. Durante bastantes años… bebía mucho. De hecho, no bebo nada, lo dejé. No sé si sería un alcohólico, aunque yo lo dejé de un día para otro, no me pasó nada.

¿No hubo una amenaza, no hubo un susto, un infarto, o…?

No. Fue una actitud. Hubo un momento en el que iba con resaca a trabajar. Criminal. Me empezaba a parecer criminal. Podría parecer un motivo débil, pero creo que fui inteligente. Me dije: «Llevo diez años bebiendo mucho, mucho. Trabajo en un bar. Sufro cuando no trabajo porque estoy con resaca. Sufro cuando trabajo porque estoy con resaca. No hago nada más que trabajar y beber». Eso fue lo que me dije. Por una vez fui inteligente y por propia supervivencia lo dejé. También estaba mi hija, mi mujer… pero dejé de beber de un día para otro, el 1 de mayo de 1992. Un poco antes había muerto mi hermano, y yo creo que el 1 de mayo me agarré una borrachera de la hostia, terrible… y me desperté con una resaca, bueno, una gran resaca. Me dije: no voy a beber más. Y no he bebido más. Dije: no voy a beber más, y me fui a trabajar al bar. Estuve años trabajando sin beber, con las botellas, todas mirándome, llamándome, «ven aquí, que nos has dejado», me decían. Me costó más que el tabaco.

¿También lo has dejado?

Sí, aunque masco nicotina. Pero sí, lo dejé hace siete u ocho años. Mira que vida más aburrida.

¿Qué tiene el bar de poético?

Cuando pienso en mi vida, me doy cuenta de que he pasado más tiempo en los bares que en cualquier otro lado. Sin duda. Ten en cuenta que ya empecé a trabajar en bares muy joven. Y después estaba la diversión. Todo lo que sucedía de interés en la vida, sucedía en los bares. En los bares podía pasar de todo. Estaban las mujeres, pero, bueno, hasta una conversación importante se daba en el bar. Para mí el bar tenía mucho de aula. Si la vida es una universidad, el bar es un aula. Los bares para mí han sido muy importantes… lo son. Tengo un poema aquí en el que digo que estoy en un bar, un poema de hace dos años o tres, y estoy en un bar sentado, junto al cristal y fuera está lloviendo, y estoy con un café y solo estamos yo y el camarero. Vengo a decir, en el poema, que ahora mismo esto me parece el mejor lugar de la tierra, y que me siento como si estuviera en el compartimento de un tren, y acabo diciendo: si lo fuera, yo tendría un billete hasta la última estación.

Fin de trayecto.

Sí. Ese poema es un homenaje a ese mundo. Tampoco he sido el típico hombre de bar. He tenido una relación personal con el bar, más cuando dejé de beber, muy distinta a cuando bebía, como la hay en mi poesía. Mi poesía tiene una etapa que es más… de un tipo que está bebiendo y mirando a la chavala esa; sin embargo, luego soy uno que ya no está ahí, está aquí, con un café, viendo lo que sucede ahí. Primero estaba en la acción, luego estoy al margen. Un poco retirado. Pero sigo estando en el bar.

¿Tienes limitaciones como poeta? ¿Cuáles crees que son?

Sí. Yo creo que a mi poesía lo que la hace atractiva o puede hacerle atractiva también es, por otra parte, su limitación. Son poemas de poco vuelo, suelen decir. Es una poesía muy cercana, de temas cotidianos. No hay afán de trascendencia, ni de gran poesía. Creo que soy lo que antes se llamaba un poeta menor. Puedo funcionar durante unos años, y luego me barrerá el viento como a todo dios. Pero estos límites, como yo soy muy consciente de ellos, creo que juegan a mi favor. Yo siempre he sabido lo que no sé hacer. Yo sé que sé hacer esto, y es lo que voy a hacer. Creo que esto lo hago bien; es poca cosa, pero la hago. En muchos aspectos es una poesía limitada.

¿Cuál crees que es la mejor cualidad que puede tener un poeta? ¿Su forma, su calidad de pensamiento, su capacidad de generar empatía?

Hay algo en la poesía que es quizá lo que hace que la poesía sea lo que es. No se puede definir con gran precisión. No sabes muy bien por qué un poeta te interesa mucho y otro no te interesa nada. Habrá afinidades, no solo de forma, de expresión o de temática, porque en eso suelen ser muy parecidos. Hay algo en la poesía que se levanta del poema, se levanta de una manera o de otra. Ahora bien, la cualidad que debe tener un poeta… yo creo que en la poesía es muy importante que el fondo y la forma se lleven tan bien que el lector no repare en ello. La forma de expresión y lo expresado, el mensaje, tienen que estar en tal complicidad que el lector no pueda nunca hablar de una o de otra. Que en principio el poema sea leído de forma que solo pueda ser leído así. El poema al que todo el mundo aspira es ese que, más claro o más complejo, no admite la sinonimia. Uno al que, si le cambias una palabra, una, se jode todo.

Que no puedas ni quitar ni poner.

Y que no admita los sinónimos. Es difícil, eso.

El poema inevitable.

Sí. Es una especie de sueño. Voy a mirar esta noche, a ver qué puedo hacer [risas].

¿El poeta busca extender su estilo, hacerlo evolucionar, mantenerse en movimiento, no ser siempre el mismo poeta?

Hay poetas que sí. Hay poetas que cambian mucho, muy eclécticos, que juegan a muchos palos. Están desde los que quieren estar siempre en el machito, hasta los que son así, sencillamente. Yo no pertenezco a ese tipo de poetas. En mí las evoluciones no se notan. Igual un lector sí nota, igual apuro más, escribo mejor. No lo sé, lo dudo. Pero en todo caso no creo que yo sea consciente. Yo hago lo que he hecho siempre, creo.

¿Con qué poetas vivos te sentirías a gusto formando parte de una antología?

 

Citaría a Javier Salvago, Luis Alberto de Cuenca, Luis Antonio de Villena, García Montero, Roger Wolfe, Itzíar Mínguez, Raquel Lanseros, Elena Román, al primer Carlos Marzal, a Arturo Tendero… Me gustan muchos los poetas de línea clara. Son los que más leo. Juan Luis Panero también, aunque yo andaba más con su hermano.

¿Cómo te las arreglas? ¿Vives de la poesía?

No.

¿Y entonces?

Hasta hace poco el bar estaba alquilado, tenía un buen alquiler. Después lo vendí, y tengo mis ahorros y mi dinero. Siempre hago cosas para sumar unos euros. No tengo problemas.

Pensé que a lo mejor tenías algún otro trabajo.

No, no. No trabajo de nada. Suelo dar cursillos, cuando me dejan. Soy jurado a veces de algún premio, si no me lo quitan los nacionalistas [risas].

Además de escribir, ¿qué otras actividades cotidianas son importantes para ti y para tu escritura?

Me gusta leer. El cine me ha gustado mucho. Fui muy cinéfilo. Me gustaba el cine negro americano, policíaco. Fui un aficionado. Ahora veo películas, pero ya me aburro un poco. Es normal, supongo. He per ido un poco de punch con eso. El cine español, El crack de Garci, o La vida mancha, de Urbizu… Me gusta mucho el director sevillano Alberto Rodríguez, que ha hecho El hombre de las mil caras. Ese tío me parece buenísimo. Le conozco, pero no me dejo llevar. Me parece muy bueno. La isla mínima, Grupo7 y El hombre de las mil caras, es un cine que a mí me gusta. Y luego paseo mucho. Nada trascendente.

Es evidente que en los últimos años te has convertido en un autor de culto, querido, y muy leído. ¿Tienes la sensación de que has estado treinta años escribiendo de cara a la pared, pero ha merecido la pena?

Tengo la sensación de que todo aquello ha servido para algo. No para mucho. No siento un gran entusiasmo. No creo que yo haya conseguido nada. Son años, y a base de años la gente te conoce un poco más, tienes más lectores, pero mi vida personal no ha cambiado nada… No


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