Revista Pijao
El primer lector que creyó en Marcel Proust
El primer lector que creyó en Marcel Proust

Por Juan Tallón

El País (Es)

Marcel Proust (1871-1922) escribió miles de cartas, muchas de ellas para no tener que hablar. Eran un sustituto de la conversación, y casi una manía, como demuestra que para comunicarse con su madre algunos días prefiriese dejarle largas notas al lado de un jarrón. Philip Kolb, encargado de la edición canónica de su correspondencia, reunió más de cinco mil cartas, y consideraba que eso significaba una décima parte del total. Doscientas de las que se cruzaron Proust y el editor y crítico Jacques Rivière ven ahora la luz en español en la editorial La uÑa RoTa. Su traductor, Juan de Sola, pondera la relevancia de estas misivas por cuanto Rivière fue “la persona que se tomó en serio a Proust de verdad” y “su primer detector”.

Perdida la primera carta que Rivière le dirigió a Proust, se conserva la respuesta de este el 7 de febrero de 1914, que empieza con un “¡Al fin encuentro un lector que intuye que mi libro es una obra dogmática y una construcción! Y qué felicidad me depara que ese lector sea usted”. Ese día se fundó su “amistad espiritual”. Juan de Sola recuerda que en aquel momento Proust era un escritor “mundano y ligero”, que había publicado sin éxito Los placeres y los días (1896), mientras que Rivière pasaba por ser un “personaje conocido” en el mundo literario.

Rivière había empezado a colaborar en La Nouvelle Revue Française, revista de rápida influencia que se desdobló también en editorial, NRF, cuando Proust consiguió publicar la primera entrega de En busca del tiempo perdido en noviembre de 1913, después de varios rechazos, incluido el de la propia NRF. Cuando el autor se ofreció a pagar la publicación de su propio libro, el editor Bernard Grasset aceptó sin acabar siquiera de leer el manuscrito, y en enero de 1914 Por la parte de Swann cayó en manos de Rivière, que fascinado recomendó a André Gide y a Gaston Gallimard que tratasen de publicar los siguientes volúmenes en NRF. “Haga cuanto pueda para hacerse con él: créame, más adelante será un honor haber publicado a Proust”, le recomendó a Gallimard. En 1916 el novelista abandonó a Grasset por NRF, y en 1917 recibió las primeras pruebas de A la sombra de las muchachas en flor, el segundo volumen de su gran proyecto literario.

La empatía entre ellos fue inmediata. Enfermo ya por entonces, Proust le hizo saber: “No recibo a nadie” en casa, pero en el caso de Rivière: “Me hará ilusión charlar con usted si ese día no me encuentro mal. Por desgracia, no puedo saberlo de antemano, mis crisis no avisan”. Su intercambio de cartas refleja “cómo funcionaba el mundo literario a principios del siglo XX”, señala Sola, en referencia a los favores, las enemistades, los encargos, el proceso de edición, etcétera. En las cartas que sobrevivieron al tiempo se constata la admiración incondicional que se profesaron, los consejos que se brindaban y también los reproches, los cambios de humor, y los equilibrios que Rivière debía hacer para no ofender al autor y tratar de mediar cuando surgían diferencias graves entre Proust y Gallimard. La insistencia en que Proust colaborase en la revista dio lugar a piezas célebres, como el artículo en el que Proust salió en defensa de Flaubert, entre otras cosas, por el uso innovador de los tiempos verbales, si bien lamentando que “quizá no haya una sola bella metáfora en toda la obra” del autor de Madame Bovary.

Cambio de editorial

El paso a NFR no fue sencillo. Proust se quejaba de que la publicación de su segundo libro “se va posponiendo de semana en semana, luego de mes en mes, y finalmente de año en año”. De hecho, solo vio la luz en junio de 1919. “Mi amistad se entristece por el disgusto que puede usted sentir por el aplazamiento” del libro, lamentaba Rivière, que tardó años en tutear al autor.

El intercambio de cartas incluía a menudo el recuento constante de los estados de salud respectivos. Valga de ejemplo la carta de 10 de diciembre de 1919. “Querido amigo, he estado tan cansado durante toda la mañana y toda la tarde que ahora tengo una crisis de asma horrorosa: me tomaré un medicamento para tratar de calmarme y poder desvestirme”. Ese mismo día Rivière, Gallimard y Léon Daudet se presentaron en su casa para anunciarle la concesión del premio Goncourt por A la sombra de las muchachas en flor.

La confianza fluía en ambas direcciones, y Proust no dudaba en recurrir a él para pedir consejo, como el día que le preguntó: “¿Sería ventajoso para mis libros que me presentara (con opciones de lograrlo, si no, no lo haría) a la Academia?”. Su amigo, que consideraba que en la Academia agradaban los escritores agresivos, espinosos y evidentes, fue franco: “Es usted todavía demasiado reciente, que está demasiado verde para sus gustos”.

La correspondencia se mantuvo hasta pocas semanas antes de la muerte de Proust, que febril, en su última carta se mostró ofendido por unas líneas que Rivière propuso rehacer con vistas a dar un adelanto en la revista de la siguiente novela. “Querido Jacques, discúlpame pero uno te odia cuando ve que para ti no existe la vida de los demás, el alma de los demás, sino sólo diez líneas, aunque sean tan malas que lo echen todo a perder”. A la muerte del novelista, Rivière colaboró decisivamente en la edición de los volúmenes póstumos de En busca del tiempo perdido.

Una amistad de respeto y admiración

A los pocos días recuperó la alegría cuando supo que Proust le dedicaría la novela: “Para Jacques Rivière, como muestra de una amistad agradecida, profunda, curiosa, impaciente, anticipatoria”. Con el tiempo, Rivière le devolvió el gesto, al publicar Aimée: “A Marcel Proust, gran retratista del amor, le dedica este esbozo indigno su amigo J. R.”. Lamentablemente, aquel estaba ya moribundo cuando recibió el ejemplar, y no pudo ver la dedicatoria. Céleste Albert, su asistenta, escribió a Rivière diciéndole que “el señor Marcel Proust no se da cuenta de nada, es por eso que no sabe todavía que le mandó usted su libro”.

La complicidad intelectual, no exenta de controversias, favoreció una relación personal hasta tal punto cercana que cuando alguna vez Rivière insinuó tener problemas de dinero, Proust se ofreció a prestárselo. “Si me veo en un aprieto, y ya que me lo propone, recurriré a usted sin el menor apuro”, aceptó Rivière.


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